En la intimidad de su mundo privado, abre su corazón para recordarlo, homenajearlo y contar su propia historia
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Cree en la permanencia de los recuerdos y en la palabra escrita, los relatos de familia, esos que se transmiten de generación en generación y conforman la historia personal. Por eso, con el vigésimo aniversario de la muerte de su padre (que se cumplió el 14 de mayo) como norte, durante dos años, Siobhan Dumas (57), hija del inolvidable Gato Dumas, buceó en su pasado, volvió sobre sus propios pasos, rescató apuntes, recetas y anécdotas compartidas y le dio forma a Sabores heredados (editado por Estudio India), su flamante libro. “Es mi homenaje. Quiero que las nuevas generaciones sepan del gran aporte de papá a la gastronomía, que se enteren de que, con sus creencias y pasiones, le enseñó a nuestro país que la cocina necesitaba excelencia no sólo de producto, sino también en su entorno. También que fue pionero en todo: creó su marca, jerarquizó el oficio del cocinero y profesionalizó cada uno de los engranajes de la restauración”, le cuenta a ¡HOLA! Argentina nuestra anfitriona, después de poner la mesa con mucho detalle en el comedor de su departamento de Palermo. Cocinera y licenciada en Arte, con su tono amable y cercano sigue: “También escribí para compartir mis recetas, mis relatos y poesías, con la intención de inspirar a algún lector desconocido a cocinar, a recibir, que es algo que me fascina”.
UN PADRE EXTRAORDINARIO
–¿Cómo era el Gato como papá?
–Siempre fue un papá distinto, muy creativo. No me dejaba comer milanesas con papas fritas porque tenía que descubrir otros sabores, con mamá fueron los primeros separados de mi colegio, el Sworn, que era muy tradicional.
–¿Era cariñoso?
–Era duro, pero tenía sus formas, me escribía cartas, o pintó en el techo de mi cuarto una flor enorme para que la viera al levantarme. También cocinó una semana para mi casamiento [con José Sánchez Elía, de quien enviudó en 2017 y con quien tuvo cuatro hijos, Zelmira, José, Ramón y Antonia]. Hizo todo lo que más me gustaba y preparó distintas islas, que entonces no se hacía. Era su forma de dar amor. Y me sentí amada. Aunque a veces me costaba o me la hacía difícil, al final me salía con la mía. En los últimos diez años se le dio por abrazarme, pero ya no estaba acostumbrada. El otro día leí algo que me mandó Mariana [Gassó], la mujer de papá, que la quiero muchísimo, igual que a mi hermana Olivia, donde me decía que yo había sido una muy buena hija. Fue muy lindo que me lo dijera.
–¿Cómo se conocieron tus padres?
–Mamá [Åse “Lala” Snee] es inglesa y se conocieron en Londres. Ella estudiaba teatro, era novia de Michael Caine, compañera de Julie Christie y de Vanessa Redgrave. Venía de una familia de intelectuales de clase media y trabajaba de mesera para pagarse sus clases de actuación. Y papá estaba allá estudiando Arquitectura. En realidad, le dejaba a un amigo tarjetas para que mandara a sus padres diciendo que estaba nervioso por tal materia, o que se había sacado tal nota pero ¡se la pasaba viajando con mamá por Europa! Cuando mi abuelo se enteró lo hizo volver al día siguiente.
–¿Y tu mamá?
–Se quedó en Londres, pero a los seis meses se vino con la condición, impuesta por su padre, de que se casaran en dos semanas. Mi abuelo irlandés contrató a unos jesuitas para saber cómo era la familia Dumas. Y venía bastante bien, así que se casaron y tuvieron cuatro hijos, yo soy la segunda. Se fueron a vivir a Barrio Parque a la casa de Alberto Lagos, mi bisabuelo, que fue uno de los mejores escultores de nuestro país. Ese era su taller. Después nos mudamos a San Telmo.
–Más allá de que hacían una linda pareja, vivían una realidad muy dura puertas adentro, ¿no?
–Sí. Mis hermanos nacieron con Leber’s Amaurosis, una enfermedad congénita que afecta la retina y provoca ceguera. Es un gen muy difícil de tener, se da un caso en millones, pero en mi familia se dio en tres de cuatro hijos, no hay un registro similar en el mundo. Además, en ocasiones, como les pasó a ellos, puede provocar atraso intelectual. Yo fui quien empezó a percibir la ceguera de mis hermanos mientras jugábamos. Y en el colegio, de manera intuitiva, me quedaba con mi hermana Katie en los recreos tomada de la mano y sentadas en un banquito. Ellos me hicieron mejor persona y sus ojos ciegos me enseñaron a ver e iluminaron mi vida. [Piensa]. Todo se trasciende. Para mis padres fue muy doloroso y, en el caso de mamá, estaba sola acá, sin sus afectos, en una sociedad cerrada en donde los problemas se escondían. Admiro la manera en que atravesó esa situación. Y nunca me hizo sentir culpable. Mi abuela Pierrette Lagos, que la amo, a veces me decía: “No te quejes, vos podés todo”. Mamá nunca me cargó con nada. Es una madraza y gran abuela. Mi hermano Pablo vive acá, yo me ocupo de él. Y Dominic y Katie viven en Inglaterra y mamá se ocupa. Katie teje para hospitales, va a equitación, está pendiente de todo; y Dominic vive cerca, pero con gente que está como él porque no camina, no ve, no habla, no come solo, así que hay muchas personas que lo cuidan. Mamá lo tuvo en su casa, y después fue a este lugar divino.
–Volviendo a tu infancia, ¿dónde quedabas vos en medio de esta situación?
–El no tener pares para compartir este tema fue difícil, me sentía muy sola en ese aspecto. Pero a la vez también muy feliz, porque la felicidad tiene que ver con una coherencia interna, ser quien sos. Quería honrar a mis hermanos, estar a la altura de las circunstancias. Después, escribiendo el libro, descubrí que existe el síndrome del Glass Child. Se pone el foco en los chicos con discapacidad y sus padres, y es lógico, pero los hermanos suelen quedar invisibilizados. Sentía que tenía que sonreír y no causar problemas. Por supuesto, me hubiese gustado que tuviesen una vida linda, de hecho están bien y rodeados de muchísimo amor, pero el invisibilizado vive lo suyo. Katie le ponía mucho empeño al colegio, entonces por un año me dediqué a enseñarle a escribir, pero yo repetí.
EL CAPÍTULO BRASIL
–En algún momento el Gato se fue a vivir a Brasil, donde tuvo una posada. ¿Vos lo seguiste?
–Quería irme a vivir allá, pero por suerte mamá, que era una iluminada, me dijo que no. Eran peleas eternas, bien de adolescente. Entonces iba en las vacaciones de verano y después papá venía de visita y su restaurante, Clark’s, se convertía en mi living porque ahí hacía los deberes, iban mis amigas, pedían lo que querían, no lo podían creer. [Piensa]. Los años de papá en Buzios me marcaron para siempre. Él vivía despojado, al ritmo de la naturaleza. Y yo, cuando estaba allá, me pasaba todo el día en traje de baño, nadando, buceando, ayudando a cocinar. También salíamos mar adentro en su chinchorro a buscar langostas. Él me envolvía en una sábana y veíamos el amanecer solos. En algún momento se tiraba al agua y yo buscaba en las burbujas la confirmación de que seguía ahí, aunque no lo viera. Y al mediodía salía en mi carrito a vender la pesca del día.
–¿Así nació tu relación con la cocina?
–Mi relación con la cocina es por mi familia en general. Mamá cocina muy bien. Y papá empezó a cocinar por la familia Lagos, pero también por mamá, que preparaba muchísimas verduras, que acá no se comían. Invitaban mucho y recuerdo el aroma de la carne al horno, los braseados, el cordero... Eso lo heredé, me divierte armar comidas. Me gustan los platos insolentes, que desafían, cocinados con diferentes técnicas, que impacten con la combinación de sabores y texturas, que no sigan modas. Me gusta lo clásico. Y cocino convencida de que la cocina es el corazón de la casa. Después, me gusta que haya contenido, que aprendamos algo en la charla. Es decir, al momento de sentarse a la mesa no es sólo la comida.
–¿Llegaste a trabajar con tu papá?
–Trabajé en El Gato, pero para ahorrar porque me quería ir a estudiar cocina a Londres. Me parecía una linda forma de conocer el mundo y crecer como persona. Y así fue. Estuve tres años, uno en Londres, donde trabajaba en The Green Man Pub de Harrod’s, y el resto en The Bull Hotel, en Burford, un pueblo soñado en la campiña inglesa. Era mesera, limpiaba baños, me levantaba primera y me acostaba última, pero la pasé bomba. Él me había prestado la plata del pasaje, que se la devolví, pero después le pedí para el de vuelta. [Se ríe]. Nos encontramos en Nueva York y fue muy lindo. Él, muy de hijo único, a veces me hacía escenas y me decía que yo recurría a él sólo si necesitaba algo.
–¿Y con tus hijos cómo era?
–Un abuelazo. Los llamaba por teléfono, no podía entender que no fueran de River como él, cocinaba para sus cumpleaños y les pintaba a mano las tarjetas de invitación…
–¿Qué creés que heredaste de su personalidad?
–La libertad y la lealtad. Él era una persona muy honesta. Y respetaba su propia libertad y la ajena. El carácter apasionado y disruptivo de papá fue un espejo en el que me miré por años y donde pude ver reflejadas muchas aristas de mi personalidad, que no es idéntica a la de él, pero tiene su impronta. También su humor. Yo le podía decir todo, como me saliera, y él se lo bancaba. Me pidió perdón mil veces por muchas cosas, y eso es espectacular para un hijo. Y siempre me desafiaba. Desde chica me hablaba de sus miedos, sus dolores, y aunque quizás no debió ser así, hoy me gusta. También era muy exigente, tanto que yo sentía que nunca le era suficiente, que tenía que cumplirle todas las expectativas. A mamá menos, porque ella rehízo su vida y tuvo tres hijos más. Papá, hasta que llegó mi hermana Oli, pasaron muchos años. Pero sé que estaba muy orgulloso de mí.
–Hablando de libertad. ¿Es cierto que a los 45 te fuiste de viaje sola al sudeste asiático por cuatro meses?
–Sí. En algún momento me perdí, sentí que no tenía alegría. Entonces le dije a mi marido que me quería ir de viaje. Lo necesitaba. Y mirá lo que era nuestro vínculo, el respeto a la libertad del otro, que jamás fue un tema ni me lo echó en cara más tarde. Ese era José. Me dejaba ser y hacer. Fue un viaje espectacular, un antes y un después en mi vida. Quería estudiar cocina en un lugar puntual, dar clases de inglés en una comunidad moken (vivía en una cabaña de bambú y comíamos en el piso lo que pescába mos) y meditar en un monasterio de Chiang Mai, Tailandia. Ahí regresé dos veces más y, cada tanto, sueño con volver.
Maquillaje y peinado: Joaquina Espínola
Agradecimiento: Fernanda Pinto
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