Habla de la maternidad, de lo que aprendió junto a sus padres y de cómo la relación con sus hermanos, que tienen síndrome de Down, cambió de manera radical su vocación artística
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Estoy tan contenta con todo lo que estoy viviendo que, si fuera por mí, tendría ocho hijos, pero mi psicóloga me dice que espere a que nazca el primero”, cuenta entre risas Tamara Garzón (33) mientras se acomoda el vestido que destaca las curvas de su octavo mes de embarazo. En pareja desde hace cinco años con el actor y director Gustavo Pardi (45), la hija de Gustavo Garzón (68) y Alicia Zanca –quien murió en 2012– asegura: Todavía no puedo creer que tengo un bebé dentro de mí. Se va a llamar Miranda”, dice en una charla íntima donde además habla del vínculo con sus hermanos, los mellizos Juan y Mariano (36) –que tienen síndrome de Down–, y de su escuela artística para personas con discapacidad.
–¿Siempre tuviste el deseo de ser mamá?
–Creo que sí, en parte por mi vieja. Mamá era la antimadre, recién tuvo hijos a los 40 y lo hizo porque papá le insistió. Así y todo, ella siempre me transmitió que, si bien amaba su profesión, la maternidad era lo más hermoso que le había pasado. Soy muy parecida a ella, así que pensé que, si ella lo vivió así, era muy probable que yo también lo transitara de la misma manera. Y no me equivoqué.
–¿En qué sentido decís que te parecés a ella?
–Al igual que mamá, soy muy pasional, muy de ir para adelante, soy fanática del hacer, del trabajo. No estoy quieta ni un minuto, siempre estoy haciendo cosas.
–¿Cómo fue conectarte con la maternidad?
–[Lo piensa unos segundos]. Comencé a entender a mi vieja desde otro lugar. Además, yo quería tener una mujer porque en el fondo quería replicar el vínculo profundo que tuve con mamá. A veces siento que me hace falta. Papá es el amor de mi vida, pero con mamá era otra cosa, había una complicidad y una confianza distintas.
–¿Qué heredaste de tus padres que te gustaría transmitirle a tu hija?
–Mis padres siempre me transmitieron la pasión que sentían por su trabajo. El tiempo que compartían conmigo y mis hermanos era genuino. Nosotros tuvimos el privilegio de habernos criado con empleada doméstica y lejos de creer que eso no está bueno, me parece fantástico. La verdad es que a mamá no le gustaba levantarse temprano, recién se despertaba al mediodía [se ríe], así que la chica que trabajaba en casa era la que nos despertaba para ir al colegio, teníamos micro escolar y todo eso. Mamá después nos recibía en casa y estaba feliz de vernos. Hay algo de eso que me interesa muchísimo y tiene que ver con el tiempo que uno comparte con los hijos. Ser madre puede ser lo más importante de mi vida, pero no lo único. En mi caso, si bien comencé a construir una carrera como actriz, con el tiempo terminé fusionando el arte con la discapacidad a través de mi escuela.
–¿Cómo surgió ese cambio?
–Quizá suene bruto, pero mi primera motivación fue netamente económica. Comencé como asistente de un grupo que trabajaba con chicos con discapacidad porque necesitaba compensar esos tiempos en los que los proyectos de actuación eran cada vez más aleatorios. A raíz de mi propia experiencia, siendo hermana de chicos con síndrome de Down, me sumé a la propuesta. Me copé enseguida, me di cuenta de que me encantaba y así llegué a fundar mi propia escuela. Hoy organizo las fiestas Kiki que son como la Bresh, pero para personas con discapacidad que quieran ir a bailar y divertirse un rato. Son un furor.
–Además es un trabajo que, como dijiste, te da mucho placer.
–Exacto. Ojo, yo lo doy todo, pero la realidad es que vincularme con personas con discapacidad me resulta muy natural. Me encanta ver cómo los pibes lo disfrutan a full. De chiquita mi sueño era ser como Susana Giménez y creo que lo logré con los chicos. [Se ríe]. Para ellos yo soy Susana, me aman y me regalan cosas… Todo lo que tengo para mi hija me lo dieron ellos.
–¿Cómo es el vínculo con tus hermanos?
–Es hermoso, divertido, intenso... Hasta que llegó la pandemia, vivían conmigo dos veces a la semana. Después, cuando ya empecé a pensar seriamente en ser madre, hablé con papá para que las cosas se acomodaran de otra manera, necesitaba ir liberando todas esas responsabilidades que asumí cuando mamá murió. Ahora nos conectamos a través de todas las actividades que organizo: fiestas, shows, muestras de baile, teatro, y a ellos les encanta. Fue todo un proceso, tuve que aprender a soltar un poco. En su momento, cuando Juan y Mariano venían a casa, les organizaba un día de spa, les cortaba el pelo, las uñas… pero terminaba agotada. Ahora que viven los tres hombres juntos, entendí que ellos tienen otra manera de hacer las cosas y si dejan la toalla tirada en el piso, ya no me meto.
–¿Cuesta también tomar esa distancia?
–La realidad es que muy pocos chicos con síndrome de Down pueden vivir solos. Atrás hay alguien que los ayuda o los padres que a medida que pasan los años van envejeciendo. Mi papá está por cumplir 70 y sé que hoy él no sólo tiene que pensar en su vejez, sino en sus hijos, que no están generando dinero. Es una presión muy grande la que atraviesan los mayores, por eso en mi trabajo, no sólo ofrezco actividades para los chicos, también les doy tiempo libre a sus padres. “Por tres horas se quedan conmigo, andá a tomarte un café tranquilo”, les digo.
–¿Cómo te llevás con tu papá?
–Él dice que no, pero somos muy simbióticos, vive a cinco cuadras y hablamos todos los días. Es uno de mis mejores consejeros. De hecho, sus opiniones fueron clave en muchas de las decisiones que tomé en mi vida. Me encanta porque es cero careta y en eso siento que somos muy parecidos. Yo tal vez sea un poquito más simpática cuando digo las cosas, él en cambio te dice las cosas sin anestesia. [Se ríe]. La honestidad brutal la aprendí de él y me parece supervaliosa. Es muy corta la vida para estar en lugares o con gente con la que no querés estar.
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