El 22 de noviembre de 1963, el hombre más joven en llegar a la presidencia de los Estados Unidos recibió dos disparos fatales cuando se trasladaba en un descapotable junto a su mujer, Jackie. Fue el final de una era y, también, el de una pareja “real” sin corona
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Dallas, la ciudad sin conexión al mar más grande de Estados Unidos, tiene el segundo aeropuerto más grande del país y uno de los mayores distritos de arte. Tiene la Torre Reunión, una estructura monumental que es una de las preferidas de los turistas. Tiene su propio Silicon Valley. Tiene una producción petrolera que inspiró a Dallas, la serie televisiva de fines de los 70. Tiene, además, una de las encrucijadas más dramáticas de la historia del siglo XX: la intersección de Houston y Elm, las calles que bordean la plaza Dealey, el sitio donde se produjo el asesinato de John F. Kennedy, el 35° presidente de Estados Unidos. El mediodía del 22 de noviembre de 1963, tres disparos se escucharon no bien el Lincoln Continental –un convertible sin vidrios de protección que avanzaba a menos de 55 kilómetros por hora para que los seguidores saludaran de cerca al presidente demócrata y a su carismática mujer, Jacqueline Bouvier Kennedy– ingresó a la plaza Dealey a veinte metros del depósito de libros escolares de Texas (el lugar donde, según la Comisión Warren, Lee Harvey Oswald, presunto autor del magnicidio, disparó con el rifle que había comprado por correo meses antes).
Si el primer disparo falló, los otros dos fueron fatales: al segundo tiro, que entró por detrás de Kennedy y salió por la garganta, se sumó un tercero, que impactó en el parietal derecho del político, quien cayó sobre su mujer. Kennedy –que tenía 46 años– fue declarado muerto a las 13 horas, en el Parkland Memorial, el mismo hospital en donde –dos días después– también murió Oswald, asesinado, a su vez, por Jacob Rubenstein, más conocido como Jack Ruby.
EL FIN DE CAMELOT
Viajar a Dallas era importante. Para J. F. K. –o “Jack”, como lo llamaba su entorno–, el segundo de los nueve hijos que tuvieron el ambicioso empresario Joseph P. Kennedy y su mujer Rose Fitzgerald, Texas era una ciudad clave de cara a las elecciones de 1964. Que Jackie –con quien se había casado hacía diez años, el 12 de septiembre de 1953, en una boda de película– lo acompañara era vital: los asesores de J. F. K. habían detectado que ella –sofisticada, educada en los mejores colegios y con una carrera de periodista en el Washington Times-Herald– era un activo crucial. Cada vez que el demócrata aparecía con ella en los actos, el público se duplicaba; en especial, con mujeres: Jackie era un modelo para imitar.
Viajar a Dallas también era importante para Jackie: intentaba no sólo reponerse de la muerte de Patrick, el bebé que había perdido meses antes, el 7 de agosto (si bien ya tenía a Caroline y a John Jr, nacidos en 1957 y 1960, respectivamente–, Jackie ya había perdido en 1955, otro bebé, Arabella); la primera dama deseaba, a pesar de las infidelidades escandalosas de su marido, seguir apostando por su matrimonio. El mismo optimismo que tenían Jackie y John puertas adentro era –según apuntan los analistas– el mismo que todo el mundo sentía por el joven presidente. Todas esas esperanzas volaron por los aires en el cruce de las calles Houston y Elm. “Con la muerte de Kennedy, el espíritu de los Estados Unidos empezó su declive (...). Los estadounidenses ya no controlamos nuestra suerte, y la desgracia puede llegar por más que nos esforcemos en evitarla”, reflexionaba hace unos años Jeffrey A. Engel, del Centro de Historia Presidencial de la Universidad Metodista del Sur sobre ese momento, que tiene como gran símbolo a Jackie –llevando de la mano a sus dos hijos, vestidos casi idénticos con saquitos azules, medias blancas y zapatos rojos– caminando tras el cajón de su marido desde la Casa Blanca hasta la catedral de Saint Matthew. Con el trágico derrumbe de Camelot –tal como muchos han llamado al “reinado” de los Kennedy, a quienes se los consideraba como royals sin corona–, se instaló la idea de que una maldición pesaba sobre la familia: al asesinato a balazos, el 6 de junio de 1968, de Robert “Bob” Kennedy, hermano de John, le siguieron una serie de tragedias –ahogamientos, sobredosis y otros accidentes– que llegan a la actualidad y que incluyen la muerte de John John, el único hijo varón de el expresidente y de Jackie, que murió en 1999 cuando su avioneta se estrelló en Martha’s Vineyard, Massachusetts.
¿QUIÉN MATÓ A JKF?
Lejos de haber quedado sepultado en el olvido después de seis décadas, el asesinato de J. F. K. sigue vivo en la política de Estados Unidos: no ha habido presidente de ese país –desde Lyndon B. Johnson hasta Joe Biden– que no haya prometido desclasificar los documentos secretos para echar algo de luz sobre el crimen.
¿Fue por un complot entre las agencias de inteligencia y las fuerzas conservadoras? ¿Fue el complejo militar-industrial que –en teoría– se oponía a que Kennedy se retirara de Vietnam? ¿Fueron las mafias o los involucrados en las operaciones cubanas? En una entrevista que dio al diario La Nación, John Tunheim, el juez federal de Minnesota que lideró un equipo para reunir, ordenar y difundir los datos, manifestó que las dudas alrededor del caso “probablemente nunca se resolverán por completo”.
Errores de procedimiento, de casualidades “llamativas” y de cabos sueltos complotan aún hoy para avanzar sobre quién baleó al mandatario más joven que llegó a la Casa Blanca y el único católico hasta la fecha. A la lista de interrogantes hay que sumar el traje de Jackie. Realizado por Chez Ninon, una marca neoyorquina que imitaba diseños europeos, la chaqueta y la falda rosa chicle que llevó a Dallas permanecen ocultas en algún lugar de Maryland por pedido de Jackie (en su testamento, consignó podría exhibirse recién a partir de 2103). El 22 de noviembre de 1963, cuando su secretaria le ofreció otro para que pudiera quitarse ese, que estaba manchado con sangre, la primera dama se negó: “Dejen que vean lo que han hecho”, dijo.
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