Con valentía cuenta cómo le dio batalla al alcoholismo y revela por qué quiso compartir su historia en un libro autobiográfico
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“Quise poner el cuerpo y dejar el anonimato para decir que se puede salir adelante, dar un mensaje de esperanza a la gente que no la está pasando bien y que sirva a quienes no sepan pedir ayuda. Los adictos tendemos a descalificar a los que nos quieren ayudar, creemos que no nos entienden, y nos cuesta dar el paso. Siempre pensamos: “el día que solucione dos o tres problemas que tengo voy a solucionar esto. Y es al revés”. El que habla es el productor agropecuario y ex polista –llegó a tener 6 de handicap; hoy es maratonista– Ignacio Azumendi (59), que decidió darle rienda suelta a su pasión por la escritura y abrió su corazón ena Manija de papel (Galáctica Ediciones), un libro que presentó en diciembre en la biblioteca del colegio Champagnat (allí estudió), en el que narra de manera honesta, simple y profunda el infierno que vivió a causa del alcohol y el camino que lo llevó a conquistar la sobriedad. “En mis años mozos había hecho algunos intentos en lugares para dejar de tomar, lo que no sabía es que era alcohólico”, agrega, mientras ceba unos mates.
–¿Cuándo empezaste a tomar?
–Cuando cumplí 15 años y fui a mi primera fiesta descubrí que había un mundo nuevo con chicas y alcohol. Yo era muy introvertido en mi niñez y tenía un vuelo artístico muy desarrollado, me encantaba la música, filmar e incluso hacía mis propias películas. El alcohol era una herramienta para desinhibirme, sentirme más suelto.
–¿Y cuándo se volvió una dependencia?
–En el 91 muere mi padre en un accidente de autos, se ocupaba del campo de mi familia en Quemu Quemu, La Pampa. De los cuatro hermanos, yo era el único que no iba a la universidad y quise intentar cubrir su lugar hasta que el que me sigue se recibiera de ingeniero agrónomo. A mis 24 o 25 años, con ese dolor y en medio del duelo, me quise poner las botas de patrón de estancia. Entonces pensé que si yo manejaba eso, a las seis de la tarde, tal como era uso y costumbre en esa época, me podía servir un whisky. El tema es que después no podía frenar. Con esa nostalgia, esa sensibilidad, ponía Sandro que era mi ídolo y tomaba. Como siempre pasa, ese bastón que era el alcohol en algún momento se rompió y en vez de alcanzar un estado de algarabía o relajación, empecé a encontrar dolor y empezó a aflorar mi enfermedad.
–¿Tu entorno lo sabía?
–Mi grupo tomaba fuerte, pero yo me destacaba. Como tuve la fortuna de no tener ningún accidente, defendí mi copa llena hasta último momento. En el 96, cuando volví a Buenos Aires y me fui a vivir solo, empecé a tomar más temprano. ¿Para qué esperar? Esta es una enfermedad que te hace perder el trabajo, el interés por las cosas, todo. Mis ambiciones eran pocas, me conformaba con el manguito en la billetera. A mis 30 se descontroló mi ingesta, empecé a tener más problemas, peleas callejeras, incluso apagones, que es no acordarte lo que hiciste la noche anterior.
–Hay un caso específico que contás en el libro…
–Sí. Me había propuesto salir con una actriz que me encantaba. Conseguí su mail, tuvimos un ida y vuelta de correos, hasta que me dio su celular. El día que quedamos en vernos, le dije que pasara primero por casa y después nos íbamos a comer. Estaba entusiasmadísimo. Quedamos a las 20 pero yo a las 18 ya estaba listo, así que me abrí un vino para hacer tiempo. Cuarenta minutos después había terminado la botella. Abrí otra y también la terminé. Antes de que llegara ordené todo, me lavé los dientes y cuando subió le dije: “¿nos abrimos un vino antes de salir?” Lo abro, empezamos a charlar y después solo puedo decir que me desperté en el sillón solo, con dos tubos vacíos. No tenía idea de qué había pasado, corrí al balcón a ver si había ocurrido una tragedia, prendí los noticieros para asegurarme que no estuviera en las noticias, durante una semana compré todos los diarios para ver si había señales de ella... Le mandé un mail y no me lo respondió. La llamé y no me atendió. Años después, ya con otra autoestima, la volví a cruzar y le conté que hacía dos años estaba sobrio y ella fue re buena onda. Le pregunté qué había pasado aquella noche y me aclaró que me vio raro y se fue. Le pedí disculpas, por supuesto. Es muy feo no recordar. Como no fue un caso aislado, cuando salía ponía las tarjetas de crédito y los tickets en determinado orden para saber que había hecho y dónde había estado.
LO MEJOR ESTÁ POR VENIR
Cierto día, en plena carrera alcohólica, como él llama a aquella etapa de su vida, su hermana Mercedes le contó que iba a escuchar una charla de su amigo Carlitos Páez, sobreviviente del milagro/tragedia de los Andes, y lo invitó a acompañarla. Fascinado desde chico con la historia de estos hombres que lograron lo imposible, aceptó sin imaginarse cuánto cambiaría a partir de ahí su vida. “Había leído ¡Viven!, para mí eran héroes, y conocer a uno de ellos me parecía un honor. Tras la charla fuimos los tres a tomar un café y en un momento Mercedes nos dejó solos. Carlitos ya sabía de qué tenía que hablar. Me contó que cuando volvió de los Andes su papá, que era el único que no había bajado los brazos en la búsqueda, le puso un bar, pero él al tiempo se convirtió en alcohólico. El mensaje me tocó. Entonces le conté que me pasaba algo parecido. Y él, como si no lo supiera, me propuso acompañarlo a un grupo que tenía más tarde. Yo le dije que otro día, pero se puso firme. Y ese fue mi primer día en un grupo. Ahí nadie me juzgó, encontré amor, gente a la que no podía descalificar porque tenían la misma problemática mía, personas felices que lo pudieron revertir. Estuve en la puerta giratoria un tiempo porque tenía recaídas. Hasta que toqué fondo, ya no tuve más ganas de sufrir y me entregué. Recuperarse no es para personas inteligentes sino obedientes.
–¿Qué pasó con el entorno de la noche?
–A partir de que tomé la decisión de dejar de tomar nadie me quiso llenar el vaso. Es como que el universo se alegró conmigo. Me guardé un tiempo. Me sugirieron no ir a los lugares en donde tomaba, pero yo tomaba en casa, entonces me mudé a casa de mi madre. Todo el mundo sabía lo que me pasaba, yo era el que lo negaba, así que dejé de fomentar las relaciones con las que nos excedíamos. Al principio estaba tan golpeado que no tenía ganas de nada, solo quería tomar el desayuno, almorzar, bañarme, no sufrir. Sabía que tomando no iba a solucionar nada de lo que me pasara, que por tres días no iba a poder ver a nadie porque te hinchas, estás tembloroso, se te alteran los sentidos, el pulso, no dormís. Es lo más doloroso que me pasó en mi vida y lo más maravilloso es mi sobriedad. Me había olvidado lo que era que la gente se alegre de estar conmigo. De hecho, en una época sentía que me invitaban a lugares pero en el fondo esperaban que no fuera porque podía arruinarle la fiesta a cualquiera, pelearme o hacer sentir incómodo a alguien. [Piensa]. Tuve la fortuna de poder volver a la primera línea de fuego, si hay una buena fiesta puedo ir, volví a ver a mis amigos pero ya no soy el que cierra el boliche, me voy a la hora que quiero.
–¿Por qué te tatuaste “lo mejor está por venir?
–Un día me dijeron que si dejaba de tomar lo mejor iba a estar por venir. A los dos meses de estar sobrio mi hermana me dijo que tenía cáncer de páncreas, se me vino el mundo abajo y pensé ahora voy a tomar y desaparezco de la faz de la tierra. Me refugié en lo grupos y la pude acompañar hasta el último día. Lo mejor está por venir es que venga lo que venga lo vas a poder atravesar con entereza, con calidad de vida y sin generar problemas en tu entorno.
–De todas las cosas que te quitó el alcoholismo, ¿qué es lo que más duele?
–Si volviera a nacer por supuesto que evitaría tener contacto con eso que me hizo perder los estribos. Quizás me hubiese casado y tendría hijos y a lo mejor estaría separado como tantos otros. O no, que se yo. Soy optimista, pienso en que lo que viví ya lo viví y aprendí mucho. Incluso hasta dejé de fumar (fumaba dos atados diarios) y a los 54 años corrí mi primer maratón.
–¿Cómo fue?
–Yo jugaba al polo, fui al campo y jugamos la Copa Mercedes Azumendi en honor a mi hermana. Al bajarme del caballo me dolía bastante la cintura, consulté con un médico y me dijo que tenía espondilolistesis en la quinta vertebra, que me quitara el maratón de la cabeza. En 2016 murió un amigo mío y como intento no coquetear con la angustia o la depresión me metí en un gimnasio por 90 días. Y fue un círculo virtuoso. Me fui a esquiar a Estados Unidos y en el gimnasio un amigo me dijo que un tipo que pudo revertir su alcoholismo y entrenaba como yo seguro llegaba al menos a la mitad de un maratón. Me entrené un día a la vez, como hago todo y en 2019 corrí el maratón de Nueva York. Y ya voy por el cuarto.
–¿Cuáles son tus próximos desafíos?
–Mi desafío y el mayor proyecto que tengo en esta etapa es mejorar con respecto a mi propia versión cada día, se que eso trae por añadidura de regalo buenos resultados en todos los asuntos de mi vida. Después de atravesar la tormenta que me tocó vivir siento la necesidad de hacer servicio y de pasar un mensaje de esperanza a las personas que sufren y están viviendo mal. La vida es hoy para mí una aventura fascinante que agradezco cada día y mi recuperación fue un enorme aprendizaje con la mejor recompensa: no existe mejor negocio para un adicto que alcanzar la sobriedad.
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