Sinónimo de originalidad y creatividad, su nombre es garantía de las mejores fiestas y ambientaciones en Buenos Aires y Punta del Este
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¿Para qué las fiestas? ¿Por qué uno las recuerda? Un poco es por el placer que generan. Pero existe algo más profundo que la adrenalina y la dopamina –dirá a ¡HOLA! Argentina Gloria César (74), artista en crear las celebraciones más memorables– y que tiene que ver con los cuerpos, expresándose en libertad y en comunión con los demás. “Al igual que los viajes iniciáticos, las fiestas son hitos que marcan los momentos de la vida. Te quedan grabadas, simplemente, porque transmiten felicidad”, asegura ella, responsable de bodas como las de Ricky Montaner y Steffi Roitman, o la de Carlos Tévez y Vanesa Mansilla, por citar algunas, como las recordadas escenografías de los programas de Susana Giménez. “Para armar una fiesta, hay que poner mucho el cuerpo. Y no hay un día después: todo se juega ahí, en ese momento. Suelo quedarme hasta el final, y es entonces cuando ves la felicidad en la cara de los clientes. ‘No imaginé que sería tan lindo’, te dicen”, reconoce.
–Sos una profesional en regalar felicidad.
–Bueno, sí, pero no la regalo tanto: cobro por el trabajo. [Se ríe]. Comparado con otros profesionales, no tengo valores inalcanzables. Además, con mi equipo solemos trabajar casi gratis para causas benéficas. Soy obsesiva y no delego. Hoy me levanté a las tres de la mañana para ir al Mercado de las Flores y buscar flores para esta nota. Vi las peonías, las amapolas y las espuelas de caballero y las elegí sin dudar. Invento a partir de lo que me inspira.
–¿Siempre quisiste dedicarte a esto?
–¡No! Nunca quise ser decoradora porque consideraba que todos los decoradores eran estafadores. Primero quise ser monja. No es que en mi casa hubiera alguien demasiado religioso, pero a mí se me dio por ahí: cuidé mucho a mis hermanos, me encargaba de que rezaran por las noches. Más tarde, quise ser médica, pero, tras un año sabático por un viaje a Europa, me puse a estudiar instrumentación quirúrgica. Después de hacer dos años de enfermería, me desencanté con la medicina. Estudié literatura, en especial, la griega. Cursé tres años de Historia en la UBA; después, Arte, que no terminé porque quedé embarazada de Alejandro, mi segundo hijo [lo tuvo con su segundo marido, Alejandro Corres, coleccionista y miembro de Arteba]. En ese momento, Diego, mi primer hijo, tenía 10 años [es fruto de su primer matrimonio con José del Pino].
–Ese buen ojo que tenés, ¿de dónde te viene?
–Es el resultado de una historia de vida. Un poco viene de mi padre [Eugenio César Alemán], un bohemio de muy buen gusto. Pero, después, es el resultado de todo lo que estudié y viví. Tuve la suerte de viajar mucho con mi tía, Amalita [Amalia Lacroze de Fortabat era hermana de su madre, Sara]. Mi familia no es patricia: los Lacroze eran los de las líneas de tranvía; los Alemán, de los saladeros; los César eran trabajadores de Santiago del Estero. De chica, iba a cumpleaños de amigos con apellidos patricios de verdad. Mi tía se casó muy enamorada con Alfredo Fortabat, un hombre rico que, con nosotros, fue un santo. Él era increíble con la gente de trabajo. Y conmigo, fue lo más. Lo cierto es que, gracias a mi tía, viví cosas que no hubiera vivido nunca: estuve en fiestas y en lugares que tenían decoraciones fuera de serie. Todo eso influyó en el trabajo que hice después.
–Lograste hacerte de un nombre sin invocar nunca ese apellido tan potente.
–La gente joven que sigue mi trabajo no tiene ni idea de mi relación con la familia Lacroze, un apellido que mis hermanas usan, pero que yo nunca usé: cuando me hice la libreta cívica, a los 18 años, me lo saqué. Toda mi vida le di [a Amalita] el crédito que se merecía. Pero ella ya no tiene nada que ver con mi vida. Y estoy en paz con eso. Ser alguien más allá de ella fue un trauma para mí. Me rompí el alma para salir de la sombra inmensa de su nombre. Y lo conseguí.
–Y pusiste tu nombre y apellido en tu primer local.
–Abrí el local de antigüedades de Scalabrini Ortiz y Cabello, en Buenos Aires, cuando tenía cerca de 40 años. Vendía objetos buenos y poco frecuentes para aquellos años, en los que no había muchas opciones para decorar. Los compraba en remates, en mercados de pulgas o en ferias de antigüedades de Londres, por ejemplo. Mis vidrieras siempre llamaban la atención. Eran un disparate.
–¿Qué es un “disparate”?
–Interesante, divertido, ocurrente, ridículo. Es poner todo al revés. Una vez, durante la guerra de Irak, hice algo que no se hacía en una vidriera: coloqué arena, un producto similar a la sangre y un cartel que decía “La paz es posible”. En esa época, fue que aparecieron Gino Bogani, Paula Cahen D’Anvers, Alan Faena… Alguien que vio esas vidrieras me convocó para participar en Casa FOA. Empezaron a llamarme de todos lados.
–Has decorado casas para Alan Faena y para Mercedes “Mecha” Sabarrayrouse, la hija de Susana, que es una clienta fiel. E inventaste una actividad nueva: ser ambientadora.
–Sin embargo, decorar no fue mi intención inicial. Cuando cerré el local, en 2006, me dediqué a hacer bautismos, cumpleaños, casamientos, bar mitzvah, brit milá, aniversarios… En estos eventos, todo –desde la comida y la decoración, pasando por el sonido, la iluminación, el frío o el calor– es importante. Ambientar es crear un ambiente propicio para que la gente lo pase feliz. Tomé este criterio basándome en lo que hacían en el cine María Luisa Bemberg, Rosita Zemborain y Tita Tamames. A Tita la conocí a través de mi tía. En un momento en el cual yo quería hacer algo, pero aún no sabía bien qué, encontré un camino que me permitía conjugar todo lo que me gustaba: la historia, la literatura, el arte y la diversión.
–Así como te convertiste en la número uno, también ganaste fama de complicada.
–Era muy nerviosa y exigente con todos. Era muy estricta con mis hijos y también conmigo. Solía ver siempre el error. Era una época en la que tenía miedo a la competencia y era demasiado perfeccionista. Una vez, durante una Casa FOA, se me ocurrió a las cuatro de la madrugada que el color de la mesada no tenía que ser turquesa, sino fucsia. Ninguna de las personas que trabajaba conmigo quiso hacerlo. “¿Qué estoy haciendo?”, me dije. Atravesé una depresión brutal. La exigencia desmedida es muy “matadora” del prójimo. Con los años y mucha terapia [Gloria hace terapia desde hace más de cuarenta y seis años], te vas dando cuenta de que, en realidad, lo único que importa es tener buena relación con quienes te rodean. Incluso con tus competidores. Durante la pandemia, me uní muchísimo con los ambientadores, con quienes tuve picas históricas. Ahora con Martín Roig, Isabelle Firmin-Didot, Diego Bernardini, Armando Cazón, Soledad Sáenz Briones, las hermanas Caradonti, Gerardo Acevedo, Pía Aguilar y Fernanda Díaz nos juntamos, hacemos asados, nos divertimos como locos. Sí, he sido brava... ¡Yo era insoportable! Pero cambié.
REBELDE Y FIEL A SÍ MISMA
Va y viene sin descanso Gloria. A través de habitaciones cubiertas con los libros de su vida, de colores estridentes, de objetos y de pinturas con anécdotas, de premios y flores en cada rincón. Revuelve cajas llenas de fotos ordenadas por año, mientras habla de sus proyectos: está gestando una actividad nueva, vinculada al arte efímero. Avanza con su sonrisa, su característico pelo blanco [tiene canas desde los 12 años] y los pies descalzos. “Amo los disfraces. Mucha de la ropa que he usado en eventos o aquella que me regalaba mi tía, la siento así, como disfraz. Pero, para vestirme diariamente, elijo la comodidad. Soy de una simpleza casi absoluta. En mi vida, soy así. No sé si es bueno o si es malo, pero soy muy espontánea. Siempre fui igual: rebelde y fiel a mí misma: así como viví un fuerte momento religioso, pasé a otro de gran compromiso político y, luego, me dediqué con intensidad a este arte. No tengo falso-self. O tengo sólo un poco para circular por la vida. Pero, para mí, lo que es, es”, dice mientras acaricia a Ocampo, el gato de su nueva pareja. “Oki es de una persona que lo dejó a mi cuidado –porque ahora está de viaje– y con quien tengo una amistad especial, más que amistosa”.
–¿Un amor inesperado?
–Sí. Rarísimo. Porque nunca en mi vida había tenido un amor especial por una mujer. Siempre fui muy enamoradiza: tuve tres parejas importantes y algunos otros amores más. Pero todos hombres. ¡Y se lo advertí a ella! Tiene 49 años, es muy independiente y, desde dos años y medio largos, tenemos una relación muy linda: vamos a eventos, viajamos… Nadie se sorprendió. “Siempre hiciste lo que quisiste; no nos extraña nada”, me dijeron mis hijos.
–Con tantos años trabajando en los detalles estéticos, ¿te ha tentado ambientar su casa?
–Cada vez que quise opinar, me ha dicho que no. Ella tiene una casa muy linda, un jardín que vale la pena y un gusto muy definido. Pero digamos que me sé adaptar. [Se ríe]. Bueno, la verdad es que un poco… porque todavía sigo siendo exigente conmigo misma y con el otro. He sido un poco complicada con mis parejas.
–Al principio de esta charla, señalabas la felicidad que creabas para tus clientes con tus fiestas. ¿Qué es la felicidad para vos?
–Un estado de gracia. Pero no es una constante: son momentos que se construyen. La vida son instantes de felicidad y de no felicidad. Al principio, cuando desarmaba las vidrieras del anticuario o las ambientaciones de Casa FOA, lloraba. Con las fiestas, me angustiaba mucho por todo aquello que se usa y luego se tira. Las flores, que son un belleza que me sensibiliza. Pero, gracias a Dios, las dejás en un lugar verde y se transforman en compost. En lo que no se puede reciclar, lo irrecuperable, está el tema y, para mí, la gran enseñanza. En esta vida que pasa, ser feliz es darse cuenta, registrar esos momentos como el de ahora, por ejemplo, mientras miro los techos desde mi ventana, el cielo, estas flores.
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