Respetado mundialmente por su talento y excelencia en el mundo de la gastronomía, revela cómo se acercó a la pintura
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Es uno de los máximos referentes de la cocina argentina y, con varios restaurantes repartidos por el mundo, su talento desde hace tiempo no conoce fronteras. Sin embargo, hoy Fernando Trocca recibe a ¡HOLA! Argentina en su casa de Vicente López para revelar su pasión menos conocida: la pintura. En su taller, entre lápices, pinceles y acuarelas, se mueve cómodo mientras cuenta con entusiasmo que está participando de la exposición de arte “Lateral” (hasta hoy, viernes 7, en Espinosa Estudio, Paternal) y que arrancó a pintar hace más de tres décadas. “Siempre tuve muchos amigos en el mundo del arte y a través de ellos fui jugando a pintar. Primero con Irene Singer y Leonel Luna, con quienes tomaba clases. Después retomé con otra pareja de amigos artistas, Nessy Cohen y Claudia Mazzucchelli, que se convirtieron en mis maestros. Pero siempre fue un hobby, algo con fines recreativos. En 2017 tuve un accidente que hizo que empezara a dedicarme más a fondo, y te diría que hoy pinto todos los días”, dice.
–¿Qué tipo de accidente tuviste?
–Me caí en el restaurante. Fue una caída tonta, pero me fracturé un hueso muy complicado, el calcáneo. Tuve dos años de recuperación, con muletas, bastón, mucho dolor y dos operaciones complejas. Ese accidente ocupó una parte muy intensa de mi vida por mucho tiempo y la pintura fue el escape. Hoy ya no me escapo del dolor, pero siento lo mismo: que pintar me ayuda a volar, a no pensar en nada.
–¿Tenés una rutina de trabajo?
–Depende, porque no tengo una rutina de vida. Cuando estoy acá o en Londres, que son los dos lugares donde pinto, tengo armado un escritorio a modo de taller. Y generalmente pinto cuando estoy solo, es un momento de intimidad. Eso sí, lo hago todos los días. Me puedo pasar cuatro horas pintando.
–Es un hobby, pero es la segunda vez que exponés. ¿Cómo sucedió?
–El año pasado, un amigo muy querido, Horacio Dabbah, que tenía una galería de arte (Dabbah-Torrejón) me propuso mostrar lo que hacía después de que vio algo que subí a Instagram. Casi nadie sabía que pintaba. Al principio no quise, no soy artista. Pero me insistió mucho y me aseguró que nadie me iba a presentar como tal, sino como Fernando Trocca, cocinero que además pinta. Gabriela Van Riel se interesó, abrió las puertas de su galería, Van Riel, y en septiembre hice la muestra “La Línea Central”. Estuvo buenísimo. Por lo general veo cómo mis amigos artistas se ponen nerviosos antes de una muestra, quizás es el mismo nervio que tengo yo cuando tengo que dar una comida importante. Pero en mi caso, al ser un outsider del arte, fue como una fiesta de cumpleaños. Y se vendieron doce obras. Ahora volví a mostrar porque Abril Bellati, a quien conozco hace años, armó “Lateral” con la idea de reunir artistas que tienen proyectos laterales. Insisto, no me considero un artista ni siquiera como cocinero, pinto porque me gusta, me divierte y me hace muy bien.
–¿Cómo es un día en tu vida?
–En Argentina prácticamente ya no vivo, paso sólo dos meses. Después estoy seis meses en Londres, donde abrimos un Sucre [uno de sus restaurantes]. Vivo en un departamento alquilado en Hampstead Heath, en el norte, al lado del parque del mismo nombre, el más lindo de la ciudad para mi gusto. Y con la misma compañía –porque no es que lo hice solo–, que es muy grande, abrimos otro Sucre en Dubái, porque ellos tienen ahí su hub, así que también paso un tiempo ahí. Después estoy un mes o un mes y medio en Estados Unidos y otro tanto en Uruguay, todo por trabajo.
–¿Extrañás?
–No. Extraño a la gente, a mi familia, a mis hijos: Pedro (27) es barista y vive en Madrid, así que lo veo bastante, y Joaquina (18) vive acá y está terminando la secundaria online, así que viaja bastante conmigo. A ella le gusta mucho cocinar, pero va a estudiar Arquitectura. También extraño mi casa, que la disfruto un montón y cuando estoy recibo muchos amigos.
–A la cocina te acercaste por tu abuela Serafina, ¿no?
–Sí. Mamá se enfermó y murió muy joven, cuando yo tenía 11 años. Ahí nos mudamos con papá y mis hermanos de Barrio Norte a San Telmo, donde mi abuela tenía una pensión, así que todos los mediodías salíamos de la escuela y ella nos cocinaba, me encantaba. Como teníamos una relación muy especial, yo le pedía lo que quería comer y ella me malcriaba. Sin dudas fue quien me acercó a la cocina.
–¿Cuándo te diste cuenta de que querías dedicarte profesionalmente?
–Mi adolescencia fue diferente a la de la mayoría de los chicos porque no me divertía ir a bailar. Entonces, cocinaba para amigos y nos quedábamos en casa jugando a las cartas. Me iba muy mal en el estudio, tuve malas experiencias en todas las instituciones por las que pasé y eso me causó muchas peleas con mi padre. Mi hermana, que es psicoanalista e hizo una carrera brillante, iba al Carlos Pellegrini; a mi hermano lo mandaron al Nacional Buenos Aires; y conmigo fue muy difícil… Al final fui a una escuela nocturna y dejé seis meses antes de terminar el colegio. Trabajé como cadete, también con mi tío, que tenía una agencia de publicidad, y recién a mis 20 la mamá de un amigo me habló de una escuela que se abría en Bariloche (era de hotelería y cocina), porque no había dónde estudiar. Papá me apoyó y prometió ayudarme hasta que encontrara trabajo. Empecé a trabajar en el baño de la discoteca Cerebro, pero pasaron varios meses y no arrancaban las clases. Finalmente, el director, supongo que porque me vio tan insistente, me dijo que se había abierto por una razón política, pero no había alumnos ni profesores. Y que si quería aprender a cocinar fuera a trabajar a un restaurante. Volví y arranqué en La Tartine, de Paul Azema, e hice una pasantía con Francis (Mallmann) en el restaurante que tenía en Honduras y Serrano. Un año y medio después me fui a ofrecer a un proyecto que iba a empezar el Gato Dumas.
–¿Cómo fue trabajar con él?
–Muy lindo, para mí era “el” cocinero argentino. Trabajé un año y medio, fue una experiencia espectacular. Después me fui a trabajar con Francis y el Gato se ofendió, no me habló por un año. Pero en algún momento se le pasó, nos acercamos y tuvimos una relación increíble. De hecho, hicimos un programa de televisión juntos, con su hija Olivia y con mi hijo Pedro, los cuatro. Una vez, el Gato estaba dando una clase abierta en el Paseo Alcorta, y mi papá de casualidad estaba ahí. Al momento de las preguntas, alguien le consultó quién era el mejor cocinero y él me nombró a mí. Entonces papá se acercó para presentarse y tuvieron una charla muy linda. Mi relación fue de amistad, y para mí siempre fue un maestro.
–¿Qué otro proyecto tenés para este año?
–Estamos por sacar el nuevo libro de Mostrador Santa Teresita, lo edito con un amigo que vive en Londres, con quien ya hice Trocca en casa. Va a incluir a todos los mostradores: hoy hay uno en Buenos Aires, otro en un hotel de Tribeca (Nueva York), otro en Montauk (Los Hamptons) y dos en José Ignacio, porque el año pasado se abrió otro en una bodega. Y para más adelante tenemos otro libro sobre Londres, Nueva York, Copenhague y París, las ciudades que me gustan a nivel gastronómico, con mucha cocina, producto y lifestyle.
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