Por primera vez, abre las puertas de “Campo Cuttica”, la propiedad de 16 hectáreas que adquirió en 2019, y nos cuenta la historia de su exitoso “exilio” en Estados Unidos.
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El traje de self-made man le queda mejor que el del artista bohemio y sufriente. A sus 64 años, Eugenio Cuttica es dueño de un buen pasar y de una prolífica carrera, que comenzó en los años 80 como estudiante de Pintura y de Arquitectura y se terminó de consolidar en Nueva York, lejos de la ciudad que lo vio nacer y del circuito argentino del arte. Como un “llanero solitario” emigró con su familia a Estados Unidos, donde construyó una vida exitosa, y su nombre volvió a sonar con fuerza en nuestro país en 2015, cuando el Museo Nacional de Bellas Artes le dedicó una importante retrospectiva, que tuvo récord de visitas y lo ubicó en el epicentro del sistema arty.
Asistente de Antonio Berni y seleccionado como finalista para la Bienal de Venecia de 1989, Cuttica ya era un artista de cierta trayectoria cuando entendió que su futuro no estaba en su país. “Tomé la decisión de irme en 1996 porque me imaginaba lo que ahora está ocurriendo. A mí, que haya tanta probreza en el país me afecta mucho. No podía ver la destrucción y pensar que a mí no me iba a tocar. La Argentina era un país maravilloso y ya no queda nada de lo que era…”, sentencia desde su casa en Long Island, junto a Ruth Keudell, su mujer de toda la vida, sus hijos, Lautaro (33) y Franco (31), y su nuera, Isadora Capraro (25).
–¿Qué fuiste a hacer allá? ¿Pintar?
–Nunca dejé de pintar, pero me vine a hacer lo que podía, como todos los exiliados. Al principio, tuvimos heladerías. Compramos unas franquicias de Tasty Delight, una cadena italiana de helados dietéticos, y pusimos varios locales. Los tuvimos siete años, hasta que se empezó a poner de moda el yogur light y vino la crisis del Octubre Negro y el helado pasó a ser un lujo. Por suerte, un señor quiso comprar mis heladerías y se las vendí.
–¿Dónde se instalaron?
–En Greenwich, Connecticut. Había ochenta familias argentinas allá, la nuestra fue una de ellas. Muchos trabajaban como financistas en Wall Street. Después nos mudamos a Manhattan, al Upper West Side.
–Ninguno de los dos es un destino que uno imaginaría para un pintor.
–Una de las razones por las que algunos de mis colegas me odian es porque nunca fui un artista maldito, jamás. A mí nunca me faltó nada. Siempre fui un hacedor, siempre viví muy bien.
–¿Quiénes te odian?
–Todos, pero prefiero no dar nombres. Me odian mis colegas y también tengo problemas con los galeristas. ¿Sabés por qué? Porque mi obra no depende del epifenómeno que rodea al cuadro. Yo no necesito de curadores, ni de galeristas. Mi obra atraviesa el tórax de las personas en las exposiciones y eso se refleja en las ventas. Todos se dan cuenta de que no necesito del aparato que vive a expensas de los artistas para ser exitoso y no me quieren por eso.
–Una fanática de tu obra es la actual vicepresidenta, Cristina Fernández…
–A ella le gusta mucho mi obra. De hecho, fui invitado a exponer en el Bellas Artes cuando ella era presidenta y Teresa Parodi, la ministra de Cultura. Cristina sabía toda mi historia, todo. Tiene tres cuadros.
–¿Quedaste en contacto con ella?
–No, pero la vi varias veces durante mi retrospectiva. Siempre fue simpática y muy respetuosa.
–Sofía Sarkany, que también pintaba, era otra de tus fervientes devotas.
–Sí. Ella iba a todas mis muestras en Buenos Aires [Eugenio aún conserva su taller en Barracas y nunca dejó de exponer en nuestro país]. Cada vez que le hacían un reportaje, hablaba de mi obra y de mí… Un día, le dije a Ruth de invitarla a cenar al taller, para conocerla, y se creó una amistad que no estaba nutrida por la frecuentación. Era, más bien, un encuentro de almas.
–¿Tomó clases con vos?
–No, porque a mí me agarró en un momento en que tenía una lista de espera de cuarentena cuadros. No tenía ni un minuto libre.
–Murió a fines de marzo [a causa de un cáncer, a los 31 años]. ¿Qué sentiste entonces?
–Sentí una tristeza enorme, Sofía era un encanto. Fue como si se muriera un familiar. Ella era mucho más que una diseñadora y una emprendedora exitosa: era una artista de verdad y le ponía mucha entrega a su arte.
REFUGIO DE ARTISTAS
A su chacra, donde vive desde 2019, Eugenio llegó de casualidad. “Estábamos buscando una casa para comprar con Ruth y me ofrecieron esta propiedad de 16 hectáreas, con tres lagos, al lado de una reserva natural. Tiene varios edificios, tipo graneros, y una casa muy grande, de 900 metros cuadrados, que fue diseñada y construida en 2000 por Gloria Hirsch, una artista norteamericana. Ella quería hacer un centro de sanación a través del arte acá y yo siempre creí que el arte tiene ese poder… Fue como una ofrenda de los dioses y yo, que siempre digo que hay que saber abrir la mano, la acepté”, cuenta el artista.
El diario New York Post le dedicó una nota a la adquisición y la tituló: “El artista Eugenio Cuttica invierte 1,3 millones de dólares en una casa en Long Isaland”. Fue la venta más alta en la historia de la localidad de Flanders, donde queda la propiedad, a diez kilómetros de Southampton.
–Esa cosa del artista que la lucha no tiene mucho que ver con vos…
–No, porque el arte verdadero es proveedor de abundancia.
–A raíz de la pandemia, las casas en los Hamptons se valorizaron. ¿Cuánto vale tu propiedad hoy?
–Esas cosas creo que es mejor no decirlas. Lo que sí me parece interesante es que pude comprar esta casa gracias al sistema norteamericano. Los bancos me prestaron dinero y me comprometí a devolverlo en treinta años. La van a terminar de pagar mis hijos. Ahora, casualmente, bajamos la deuda adelantando cuotas.
–¿Hay que ser osado para alcanzar el éxito?
–El éxito es el resultado de una mezcla de cosas. Primero, de haber tenido una ética de trabajo incondicional: yo trabajé y estudié muchísimo. Después, tiene algo de herencia: en mi caso, yo aprendí el arte del comercio de mi padre, que era un joyero exquisito. Para ser un artista exitoso, uno tiene que ser un guerrero, un mercader y un sacerdote.
–¿Cómo es eso?
–El artista es el artífice, el mago, el que puede transformar la realidad. Para poder transformarla, tiene que ser un guerrero, poner el pecho a las balas, exponerse. El sacerdote representa la conexión espiritual, que es fundamental, y ser un mercader es saber vender y saber venderse. Cuando esas tres personalidades existen dentro de uno, el éxito es inevitable.
–Volviendo a la casa, tuvieron suerte: la pandemia los sorprendió allá, lejos del cemento.
–Desde hace un año y medio que no voy a Manhattan. Este es un lugar mágico. Hay pavos salvajes, ciervos, tortugas, cisnes... El lago que tenemos enfrente es muy estético y estamos rodeados de bosques.
–¿Qué te enamoró del lugar?
–La propiedad era perfecta para las necesidades que tenemos como familia de artistas. Tiene varios galpones para nuestros talleres, una casa principal muy grande y el espacio, que es tan grande que ahora estoy haciendo un parque de esculturas monumentales con otros artistas.
–¿Cómo describirías el estilo de la casa?
–Es de estilo Modern Antique, una especie de modernidad antigua. Es transparente, el ochenta por ciento de la construcción es vidrio y eso hace que la vista sea de 360 grados.
–Tus dos hijos siguieron tu camino.
–Sí y los dos viven de su arte. Nunca los estimulé a que se dediquen a esto. Cuando eran chicos y los llevaba a los museos, no les gustaba. El que primero dio una demostración de talento fue Lautaro [está casado con Isadora Capraro, quien fuera asistente de Eugenio]. A los 11 años dibujaba como Rafael. Franco es un constructor. Hace tiny houses y esculturas de caballos en tamaño natural.
–¿Cómo es seguir teniéndolos bajo tu órbita?
–Somos muy argentinos en eso. Ellos se separaron de nosotros durante doce años y ahora viven acá. El lugar es grande y cada uno puede tener su casa y su privacidad. Volvimos a estar juntos, aunque separados.
–¿Qué lugar ocupa Ruth en esta tribu de artistas?
–Ruth es un cable a tierra. Ella se encarga de las obligaciones de la vida cotidiana y es un elemento cohesivo de la familia.
–¿Es tu marchand?
–Sí, yo no me ocupo de la parte comercial. Ni siquiera se cuánta plata tengo. Su rol es clave en este ecosistema familiar. Demasiado clave, te diría, porque tiene muchísimo poder. [Se ríe].
–¿Cuánto tiempo llevan juntos?
–Cuarenta años. Pasamos por todos los momentos y ahora estamos en la etapa de la compañía. Es un amor sosegado, contemplativo. Vamos montaña abajo y estamos más sueltos y más cómodos. Cuando empecé, mis amigos pensaban que yo era un inconstante, un loco, y al final, resulté ser el más conservador de todos.
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