La pintora nos recibe en su casa, donde también tiene su atelier, en el barrio porteño de Monserrat
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Saber que hay otra. Y que esa otra guarda, en cada una las letras de su nombre y su apellido, una de las historias de amor más arrasadoras y trágicas de la Argentina. La artista plástica Camila O’Gorman (53) creció con total conciencia de la existencia de otra Camila O’Gorman, una joven de la alta sociedad porteña de mediados del 1800 que se hacía notar: la quinta de los seis hijos del matrimonio conformado por Adolfo O’Gorman y Joaquina Ximénez Pinto era inquieta, ávida lectora, sociable y desenvuelta, y, según cuentan, con una marcada veta artística. A los 18 años, en 1843 y en una de las habituales tertulias que los O’Gorman organizaban en su casa de Recoleta, esa Camila se enamoró. Ladislao Gutiérrez –tal era su nombre– era tucumano, tenía tres años más que ella y provenía de “buena familia”: era sobrino del gobernador Celedonio Gutiérrez, aliado del temido Juan Manuel de Rosas, entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires. Y algo más: Ladislao era sacerdote en la parroquia del Socorro (hoy, en la esquina de Juncal y Suipacha, en Capital). Tras cuatro años de romance clandestino, la pareja decidió huir y generó un escándalo sin precedentes en una época atravesada por las guerras violentas entre unitarios y federales. La condena social a ese amor prohibido, la persecución implacable, la delación y el encarcelamiento de la pareja forman parte de una secuencia dramática que quedó plasmada en textos de historia, libros románticos y en uno de los films más taquilleros del cine nacional: Camila. Aún hoy, a cuarenta años del estreno de la película que dirigió María Luisa Bemberg y que protagonizaron Susú Pecoraro e Imanol Arias, no hay quien no recuerde aquel memorable diálogo segundos antes del fusilamiento de los enamorados, en Santos Lugares, en 1848. “Ladislao, ¿estás ahí”; “A tu lado, Camila”, recita casi de manera automática esta Camila, la que nació en el siglo XX, la pintora y la que es madre de dos hijos.
–¿De quién fue la idea de llamarte así?
–De mi papá, Rafael, un enamorado de la historia. Quizás, como una cosa romántica, quiso que mis hermanos y yo tuviéramos nombres vinculados con la familia. Mi mamá, Susana, cuenta que cuando se conocieron, mi padre le anunció que a su primera hija la llamaría Camila. Soy la quinta generación de los O’Gorman, que vinieron al país desde Irlanda. De los seis hijos que tuvo Adolfo O’Gorman, desciendo de la rama de Enrique, uno de los hermanos de Camila (los otros eran Carlos, Carmen, Clara y Eduardo, que era sacerdote jesuita y amigo de Ladislao). Enrique estuvo al frente de la Policía y de la Penitenciaría y, además, fundó la Academia de Policía de Buenos Aires.
–¿Tu mamá qué respondió cuando tu papá propuso el nombre?
–En los setenta, cuando nací, casi no había Camilas. El boom surgió a partir de 1984, después de la película de Bemberg, quien “pintó” a una Camila feminista, decidida y empoderada, diferente de la que hablaban los libros hasta ese entonces. Hasta ese momento, nadie conocía el apellido O’Gorman. Mi mamá, sin embargo, no quería que el nombre me condenara… porque –decía– no era cualquier nombre: era el de una persona “condenada” por su época y que luego fue fusilada. De todas las generaciones de O’Gorman, nadie se animó a volver a ponerle Camila a una hija, a pesar de que hubo familias numerosas. Fui la primera en llevar el nombre de mi antepasada ¡Además, le puse Camila a mi hija! [Tiene 28 años y es diseñadora textil; Tobías, su otro hijo tiene 26 y trabaja en un bar].
–¿No sentís que, de alguna manera, ese nombre te condenó? En 1847, cuando el escándalo estalló, muchos decían que el destino de Camila estaba signado por otro nombre: el de su abuela, Marie Anne Périchon de Vandeuil O’Gorman –la llamaban la “Perichona”–, una aristócrata francesa de quien se decía tenía una vida licenciosa.
–Nunca sentí un peso por llevar este nombre. Salvo por mi hermana Juana, quien inicialmente, iba a llamarse Ana, como la Perichona, mis hermanos [son, en total, cinco] tienen nombres vinculados con aquellos O’Gorman: Rafael, Tomás, Josefina… y, para mí, la verdadera Camila soy yo; la de 1800, la de la época de Rosas, es ‘la otra’. Hay mucha gente que, en la actualidad, no sabe quién fue aquella Camila. Y quienes saben la historia tal vez desconocen el apellido. Hay quienes vieron la película y creen que es ficción.
–¿Pero nunca nadie te hizo un comentario, ni siquiera un docente de historia argentina?
–Me acuerdo del “Pobre chica, ¡qué nombre que le pusieron!” de algunos profesores del colegio religioso al que iba. El a “A tu lado, Camila” me acompaña desde siempre: aún hoy me lo ponen en mis redes sociales. Por años, mucha gente pensó que yo estaba muerta: cada 18 de agosto, un historiador [José María Méndez Avellaneda] publicaba un aviso fúnebre en los diarios recordando el aniversario del fusilamiento de Camila. “Pensé que eras vos”, me han dicho. Ahora me da gracia, pero era fuerte. En contrapartida, debido a a mi nombre, hoy me invitan a los colegios secundarios cuando, en Estudios Sociales, hablan de ese momento de la historia argentina. Y, antes, cuando tenía 13 años, por mi nombre pude entrar a la filmación de Camila [empezó a filmarse el 11 de diciembre de 1983; gran parte se grabó en Chascomús]. La vi a Susú [Pecoraro] con un vestido con flores y a Imanol, con sotana. Un día me crucé con Susú por la calle y ella me reconoció. “Camila”, me llamó Susú. Fue muy loco: ella era “la” Camila del momento.
–¿Qué te pasó cuando te pidieron que la pintaras?
–En 1996, la escritora Marta Merkin me convocó para realizar la tapa de su libro “Camila O’Gorman. La historia de un amor inoportuno”. El retrato de Camila fue uno de los primeros que abordé concienzudamente. Eso sí: hice la Camila que yo quise hacer.
–En la carta que le escribió a Rosas denunciando la huida de su hija y pidiéndole a él que interviniera en lo que consideró “el acto más atroz y nunca oído en el país”, Adolfo O’ Gorman la describe con ojos negros, alta, delgada y con un diente picado…
–Aquella Camila no era como Susú. Nadie sabe bien cómo fue… ni tampoco se sabe cómo fue Ladislao. Y, si bien de Camila existe un daguerrotipo, que era como la foto carnet de la época, preferí no pintarla así. Inspirándome en una amiga, retraté a una Camila más juvenil. A la hora de pintar, preciso que haya una conexión, una energía… Una vez, una persona me propuso hacer un retrato de Rosas: le parecía una genialidad que yo, Camila O’Gorman, pintara al Restaurador, como le decían. Si bien hoy muchos consideran que hizo maravillas, él actuó con una gran crueldad: entre todas las personas que asesinó, estaba Camila, que sí, se enamoró de un sacerdote, pero tenía 22 años y, además, estaba embarazada.
–Para muchos, la historia de Camila se compara a la de Romeo y Julieta, la tragedia de William Shakespeare. ¿Tenés vos esa veta romántica?
–Aunque está basada en hechos reales, la película está novelada. Y yo no soy tan romántica. [Se ríe]. A veces, pienso que, de haber sido yo quien se hubiera enamorado de Ladislao, me habría cansado rápido; habría subido a la carreta y me hubiera ido.
–Dicen que heredaste el espíritu rebelde de la Camila del siglo XIX: te criaste en Recoleta, cerca de la iglesia Nuestra Señora del Socorro, pero “desertaste”; y sos una pintora exitosa que trabaja con gran éxito por fuera del mainstream del arte...
–[Se ríe]. Sí, soy un poco anti. He hecho siempre un poco lo que quise… ¡aunque no hice nada tan transgresor! Con mi trabajo, sí, soy cero marketinera. En un mercado en el que personas que saben poco determinan lo que es o no es arte, yo no encajo. Por suerte, hay lugar para todos. En mi taller, doy clases y pinto todos los días. Los jóvenes de esta generación, que van para adelante y se exponen, son los protagonistas de mi última serie. Se llama “Irreverentes”.
Maquillaje: Joaquina Espínola
Agradecemos a Gerard Confalonieri @gerardconfalonieri
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