Especialista en ecología, elabora productos a base de plantas con una antigua disciplina
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Un pasillo largo cercado por puertas y una escalera angosta que lleva a lo alto, al laboratorio de alquimia del biólogo Justo Sánchez Elía (31). Balones de diferentes tamaños, embudos separadores, morteros, frascos rotulados que contienen hierbas, tinturas y esencias, libros que guardan el secreto de las plantas y cuadros con simbología milenaria bajo la fórmula en latín solve et coagula (‘separar y reunir’) conviven en este gran espacio atravesado por la luz, la interacción de las fuerzas de la naturaleza y el diseño de autor. Desde las mesas hasta las estanterías, pasando por los manteles, se distingue el sello de la diseñadora Laura Orcoyen, la madre de Justo. La arquitectura es obra de Pablo Sánchez Elía, el reconocido arquitecto, quien creó nuevos espacios en este lugar ubicado en el barrio de Chacarita: dos unidades independientes –con impronta de diseño limpio y sereno– conectadas por un pasillo. Sobre la calle, tiene su casa Flor, la hermana menor de Justo, que es actriz, artista e ilustradora. El laboratorio de Justo, que es segundo hijo de la dupla Sánchez Elía-Orcoyen [Marcial, el primogénito, es economista y se dedica a la enología], está en la planta alta de lo que hoy es su casa, conformada por un gran living con sillones by Laura O, cocina, su dormitorio y el de su hijo Fénix (4). “Nada de esto existía antes”, dirá Justo en referencia al combo de casa y laboratorio donde –desde 2021 y a fuego lento– se han ido cocinando mucho más que pócimas y elixires.
–Te recibiste de biólogo, una licenciatura científica. ¿Cómo fue que encontraste la alquimia, una práctica antigua, hermética y esotérica?
–Fue consecuencia de la incomodidad. Me anoté en Biología por mi amor por la naturaleza. Pero, mientras estudiaba, fui sintiendo que el sistema académico era, para mí, reduccionista y que me distanciaba cada vez más de ella. Eso me tenía inquieto y disociado. En los últimos años de la carrera, hice un curso sobre chamanismo y religiones comparadas dictado por un psicólogo jungiano que me había recomendado mi ex pareja [la mamá de su hijo Fénix]. Luego hice un seminario en Taos, Nuevo México, que me voló la cabeza. Hasta ese momento, yo venía estudiando la parte filosófica de la alquimia: la historia, los simbolismos. Allí me encontré con una alquimia operativa: descubrí que existían trabajos concretos. Por ejemplo, las medicinas holísticas. Era 2018. Faltaba una semana para recibirme, y recuerdo haber dicho: “Es por acá”.
–¿Y qué dijeron tus padres? Por siglos, a quienes se dedicaban a la alquimia se los consideró charlatanes: decían, por ejemplo, que podían conseguir oro a través de otros metales básicos.
–Mis viejos son personas excepcionales y poco convencionales. “Si un camino no tiene corazón, no vale nada”, nos ha repetido mi madre citando a Carlos Castaneda. Ellos son profesionales con mucha pasión y alentaron que yo siguiera la mía... y que terminara la carrera. [Se ríe]. En las disciplinas que, con mis hermanos fuimos encarando, el amor por la naturaleza, los materiales, los ritmos y la estética están presentes. Así, por más loco que fuera todo, me bancaron siempre, incluso en tiempos de crisis. ¡Aquellos años fueron movidos! Coincidió con el inicio y la entrada en el retorno de Saturno, que es un momento astrológico épico porque marca la entrada en la adultez. La astrología y la alquimia van de la mano: los ritmos de los planetas tienen influencias en todo, incluso en los procesos de laboratorio. Y estos, a la vez, son un espejo de los procesos internos de la persona: mientras llevás adelante procesos alquímicos, vas comprendiendo cosas propias.
–Hace poco, acompañaste el lanzamiento de una colección de la marca Curatoria –que trabaja con artesanos locales–, con licores, aceites esenciales e infusiones asociadas al norte argentino. ¿En qué otros proyectos estás trabajando hoy?
–Muchas marcas me convocan para hacer experiencias en vivo: voy con mis pipetas y hago destilaciones, aunque todo depende de lo que el cliente quiera. Trabajo con la espagiria, una disciplina que propuso el alquimista Paracelso en el siglo XVI: grosso modo, se separan los componentes de la planta, se los purifica y, luego, se los reúne. Ahora estoy enfocado en El.Largavida, un gin realizado a base de botánica nativa. Y en Melifluo, un proyecto de mieles elaborado a partir de las dieciocho ecorregiones de la Argentina. El puntapié inicial fue con Porá, una miel que proviene del apiario de Porá, el campo que mi familia tiene en el Delta e islas del Paraná. La próxima miel será de El Potrero, una reserva ubicada en Entre Ríos, a orillas del río Uruguay, cuya dueña es mi tía, Azul García Uriburu. En la base de estos proyectos está el rescate y la revalorización de lo nativo, de las culturas originarias y de su riqueza, un propósito que desvela a mis padres y que mis hermanos y yo hemos heredado.
–¿Se puede vivir de la alquimia?
–Como todo producto artesanal, hay que remar día a día. Con Aty [es una palabra de origen guaraní que significa ‘reunión’], que es el paraguas a partir del cual llevo adelante varios de los emprendimientos, se afianza el trabajo que vengo haciendo. Trato de apuntar a lo mejor. Con templanza, como dice mi viejo. Hay que tener paciencia con aquello que se cocina a fuego lento.
–La alquimia, con ese halo de misterio, ¿es una buena herramienta para la conquista?
–Puede ser. [Se ríe]. Las cuestiones esotéricas tienen magnetismo y generan atracción. El laboratorio es un terreno de conquista. Allí, suceden, por un lado, procesos que “se cocinan” en soledad. La alquimia, además, guarda una idea de reunión, que descubrí gracias a Julio Azcoaga, mi maestro y con quien hoy dicto cursos. La alquimia promueve la intimidad y el encuentro con el otro; te lleva a compartir. Creando alquimia, conocí a mi actual pareja, pero también a muchos amigos con quienes hoy comparto proyectos. Esta disciplina no sólo me dio un mapa para comprender que la vida es la naturaleza y uno mismo con ella. Me transformó: me permitió estar más conectado y más consciente; y a gestar vínculos verdaderos y profundos. Estar cerca de la esencia es el oro.
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