La economista y su marido, el senador provincial Walter Torchio, abrieron las tranqueras de su campo de Carlos Casares y, en una charla profunda, analizaron su relación con el dinero y contaron cómo preparan a sus hijos para que hereden su negocio agropecuario
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El campo “La Familia” se extiende hasta donde alcanza la vista, un horizonte en el que se recorta la silueta de unos eucaliptos centenarios y se distingue la mancha verde del trigo que crece lento, pero fuerte, pese a la sequía. Son algo más de mil hectáreas (1043, exactamente) que Andrea Grobocopatel (58) y su marido, Walter Torchio (60), compraron en 2010 para tener “algo propio”. Los apellidos de los dos son sinónimos de Carlos Casares, el partido ubicado en el centro de la provincia de Buenos Aires –a 326 kilómetros de la Capital Federal– donde están sus tierras, que en épocas de la Conquista del Desierto eran una línea de fortines.
El bisabuelo de Andrea, Abraham Grobocopatel, se radicó allí con su hijo Bernardo, de apenas 9 años, en 1912, cuando emigraron desde Moldavia –parte del Imperio ruso–, y se establecieron en una colonia agrícola para rusos judíos, del barón Moritz Hirsch. Con el tiempo, los Grobocopatel crearon su propio imperio, una empresa agropecuaria que hicieron crecer y traspasaron a las sucesivas generaciones. De Bernardo a sus hijos Adolfo, Jorge y Samuel. Luego, de Adolfo a sus hijos Gustavo, Andrea, Gabriela y Matilde. “Somos los pocos gauchos judíos que quedan en esta zona”, cuenta Andrea. Criaron vacas y sembraron girasol, avena, cebada y maíz, hasta que cultivaron soja, y entonces el despegue económico de Los Grobo, la compañía familiar, fue tan impresionante que su apellido trascendió el ambiente rural y los medios los bautizaron como “los reyes de la soja”. El nombre de Torchio, en cambio, está ligado a otro tipo de actividad. Él es escribano y se volcó a la política: fue intendente de Casares entre 2011 y 2021, y ahora es senador provincial.
En un espectacular día de primavera, Andrea y Walter nos abrieron la tranquera de “La Familia” para compartir con ¡HOLA! Argentina una tarde de campo junto a sus hijos Agustina (33), Delfina (30) y los mellizos Paulina y Luciano (27) y hablar de legados, de desafíos y de resiliencia, una palabra que marca sus vidas.
“Lo que se ve es fruto de nuestro esfuerzo y de nuestros hijos. Con mi marido trabajamos desde muy jovencitos. Empezamos viviendo de un sueldo en Los Grobo, la empresa que fundamos mi papá, mi hermano Gustavo y yo en 1984. Yo era generalista o, como me gusta llamarlo, ‘todóloga’. Si bien soy economista, empecé haciendo lo que fuera necesario, como ocurre en cualquier pyme: manejaba las finanzas, atendía a los clientes, hacía trámites bancarios y, si era necesario, abría y cerraba las tranqueras”, recuerda Andrea.
–¿Eran una familia rica entonces?
WALTER: No, yo diría que éramos clase media un poco hacia arriba. Durante diez años, dejé de lado mi profesión de escribano y me ocupé de la logística de Los Grobo. Adolfo, mi suegro, aceptaba a los que quisieran sumarse a la empresa, que estaba en expansión.
ANDREA: Trabajábamos muchísimas horas… Los siete días de la semana. Papá también trabajaba mucho y era muy exigente. Marcaba los errores y no felicitaba por los aciertos porque se supone que hacer bien las cosas es un deber. Walter y yo nos casamos en 1988, muy jóvenes. Yo tenía 24 y él, 26. Al año nació Agustina, mi primera hija, y en el parto se descubrió que tenía espina bífida y que necesitaba muchas cirugías y cuidados especiales.
WALTER: Antes te decíamos que no éramos ricos, y la verdad es que nosotros como pareja no teníamos muchos recursos para afrontar el tratamiento de Agus, que fue carísimo. Los que tienen hijos con discapacidad saben lo que cuesta todo. Así como Adolfo siempre fue muy generoso, también nos enseñó que para que las cosas funcionen hay que esforzarse. Un día salí a recorrer el campo con él y le conté que estábamos un poco cortos de dinero para esos tratamientos y él me planteó una solución que implicaba un sacrificio: “Vendé tu auto, comprá un camión y yo pongo el acoplado. El camión va a generar ingresos y con eso vas a tener el dinero necesario”, me dijo. Yo tenía una coupé Fuego, que en 1989 era como un BMW de hoy. Seguí su consejo y salimos adelante. Durante un año me subía a los camiones de la compañía para ir de Buenos Aires a Casares. Él nos hubiera ayudado sin dudarlo si hubiera visto que no podíamos, pero nos ensenó a avanzar por nuestros medios.
ANDREA: Mi papá nos hizo resilientes. No sólo a sus hijos, también a su yerno. Esa experiencia nos volvió mejores. No podemos decir “Uy, cuántos problemas tenemos”, pero de los que tenemos o tuvimos siempre aprendimos algo.
Debido a su enfermedad, mielomeningocele (durante la gestación no se cierran los huesos de la columna y la médula espinal y los nervios quedan al descubierto), Agustina pasó por dieciséis cirugías y hasta la adolescencia caminó con un reciprocador, una estructura que la mantenía pie. “Como un robot”, recuerda Walter. Pero la hija mayor se cansó de tanto esfuerzo y un día anunció que se quedaría en su silla de ruedas… Lo que no significó que permaneciera quieta. Agustina no sólo tiene un sentido del humor agudo para enfrentar la adversidad, sino ganas de hacer todo lo que desea, como si su discapacidad no fuera un límite, sino un desafío constante. “Al comienzo fue difícil porque no encontrábamos colegio para ella, por eso dejamos Buenos Aires, adonde nos habíamos mudado para darle atención médica, y regresamos a Casares. Agus desborda de energía y la peleó mucho. Siempre quiso hacer todo: meterse en el trigo, practicar deportes, bailar. Incluso, andaba a caballo. Ya no. Pero ella es mi definición de resiliencia”, se emociona Andrea.
WALTER: Estamos orgullosos de todos nuestros hijos. Hoy Agustina no trabaja en la empresa porque estudió Comunicación, tiene su programa de radio y les da clases de oratoria a personas que tienen problemas para hablar en público. Pero, tratamos de que los chicos se comprometan y los preparamos para traspasarles el negocio en el futuro, como hizo mi suegro con sus propios hijos.
–¿Y lograron que se comprometan?
ANDREA: Paulina se dedica a Ampatel, la empresa agropecuaria nuestra que maneja este campo y el que tenemos en Pehuajó. Ella es abogada y también trabaja con la promoción de “La Familia” como destino de turismo rural. La gente puede venir y pasar unos días en contacto total con la naturaleza y ver cómo se trabaja en el campo. Delfina es contadora y está con Resiliencia SGR, una sociedad que fundamos para ayudar a que pequeñas y medianas empresas puedan desarrollarse. Luciano trabaja en una estación de servicio que es una inversión de Walter. Todos trabajan y participan de las decisiones familiares, pero a veces me cuesta que me escuchen. [Risas].
LIBRE PARA ELEGIR
Andrea no sólo prepara a sus hijos para los negocios. Hace diez años creó FLOR (Fundación Liderazgo y Organizaciones Responsables) para impulsar el acceso de las mujeres a los directorios de las empresas y también para capacitar a los empresarios para que entiendan que la diversidad enriquece sus compañías. Por eso lo que empezó como mentoría para mujeres pronto abarcará también otros grupos que suelen ser marginados en los directorios, como las personas con discapacidad.
–¿Hay un prejuicio en Argentina con los que tienen éxito económico?
ANDREA: Bastante, sí. Hay que aprender a disfrutar del éxito, ser generoso y disfrutar también de que al otro le vaya bien. Es parte de lo que propiciamos desde la Fundación FLOR, que la gente tome conciencia de que cooperar nos beneficia a todos. De lo contrario, la torta que hay que repartir es cada vez más chica.
–En 2016, en un momento del gran éxito financiero de Los Grobo, dejaste la empresa. ¿Por qué lo hiciste?
ANDREA: No sólo porque había alcanzado un techo, sino porque había completado mi aprendizaje. Empezamos siendo cinco personas y terminamos siendo miles. A medida que crecía nuestra familia, también crecían las empresas y nuestro patrimonio. Después de ser empleada “todóloga”, fui gerenta, directora de la empresa, vicepresidenta y dueña, porque mi padre nos donó sus acciones a los cuatro hermanos. Fue un capítulo importante de mi vida profesional y personal, pero necesito aprender cosas nuevas. Si yo seguía en Los Grobo, todo mi tiempo era para la empresa y el directorio. Soy muy responsable y no hago las cosas a medias. Y ya tenía el proyecto de la Fundación FLOR y necesitaba tiempo para hacerlo funcionar. Quería llevar lo que había aprendido en la práctica a un formato académico. Y lo hice.
–¿Te costó irte de la empresa familiar?
ANDREA: Me cuesta soltar, pero cuando suelto me siento fantástica. No fue de un día para el otro, sino un proceso.
–¿Tus padres y tus hermanos entendieron tu decisión?
ANDREA: Sí, porque teníamos previsto que cualquiera pudiera dejar libremente la compañía. Además, a esa altura teníamos socios de Brasil, no era totalmente familiar.
–¿Les vendiste las acciones a tus hermanos?
ANDREA: No, a un grupo argentino con fondos del exterior. Mis hermanos también vendieron acciones. Gabriela, que es artista plástica, y yo nos desvinculamos totalmente. Creo que en la actualidad sólo el 25 por ciento de las acciones de Los Grobo están en manos de mis hermanos Gustavo y Matilde. El resto son de un fondo. Y la dirección es totalmente profesional, ya no hay cargos altos en manos de la familia.
–¿Discuten menos ahora que no comparten los negocios?
ANDREA: [Se ríe]. Siempre organizamos las cosas de manera tal de no tener que pelearnos entre nosotros. Eso no quita que como hermanos tuviéramos diferencias permanentemente, pero conservamos el vínculo fuerte como siempre. Nos reunimos, nos turnamos en el cuidado de nuestros padres y nuestros hijos con sus primos se quieren muchísimo. Nunca permitimos que las cuestiones de la empresa enturbiaran la relación familiar. Teníamos protocolos por escrito para evitar los conflictos. Nos asesoraron los Bunge para lograrlo.
–Dijiste que en tu casa se consulta y se decide entre todos. ¿Ese modelo de diálogo familiar viene de tus padres, Adolfo (84) y Edith (82)?
ANDREA: Mis padres hablaban mucho de todo, pero el que iba al frente con las decisiones era mi papá. La diferencia entre mi mamá y yo es que ella toma decisiones relacionadas en lo emocional, pero yo tomo también decisiones económicas. Mi mamá nunca administró, le tenía que pedir el dinero a mi papá si tenía que comprar algo.
–¿Viven de lo que produce el campo?
ANDREA: Sí, vivimos básicamente de la agricultura y la ganadería.
WALTER: Y tenemos otras inversiones, como mi estación de servicio. Reinvertimos mucho lo que ganamos.
–¿Y los Torchio-Grobocopatel también tienen un protocolo escrito para evitar conflictos?
ANDREA: ¡Sí! Si hay alguna inversión, ya sea la compra de un campo vecino o un departamento, se consulta, se explica y se decide. Mis hijos participan de lo bueno y de lo malo. Lo que pasa es que Delfina vive con Leo, su marido, y su bebé de un año, Bautista, en Buenos Aires, y para encontrarnos tenemos que coordinar con tiempo.
PAULINA: ¡Por eso cada tres meses tenemos reuniones familiares obligatorias! [Risas].
–Andrea, ¿tan previsora sos como para organizar esos encuentros por escrito?
ANDREA: Cuando viajo dejo todo escrito porque deseo que, si nos morimos Walter y yo, los chicos sigan adelante. Soy consciente de que soy mortal y pienso como alguien que se va a morir. Lo hago no sólo para vivir lo mejor que pueda cada día, sino porque sin mí todo debe funcionar igual. ¡Obvio que si yo estoy es bárbaro!
–¿Disfrutás de la vida y de lo que tenés?
ANDREA: Disfruto mucho. Lo único que lamento es no viajar un poquito más con mi familia. También disfruto de lo que hago con la fundación. Me encanta ayudar y también mi trabajo en la agropecuaria.
WALTER: No nos gusta quejarnos, preferimos actuar. Antes de que fuera intendente, vos salías del centro de Carlos Casares y no había cloacas ni iluminación. Y lo cambiamos. También nos involucramos con el colegio de los chicos. ¿Eso nos quita tiempo? Y, sí. Pero es una decisión de vida, tan válida como decir “me dedico a disfrutar y me gasto la plata”.
ANDREA: ¡Y también lo podemos hacer! Pero nos da mucho placer devolverle a la comunidad algo de lo que nos dio. No tuvimos privilegios, pero nos educamos en la escuela pública y somos agradecidos con lo que recibimos. Por eso no paramos. A las siete de la tarde, después de días intensos, nos juntamos con Walter en la cocina a tomar mate y le pregunto cómo está. “Agotado”, me responde. “Pero fue un día espectacular”, agrega. Y para mí es igual. Trabajando somos felices.
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