Referente de la moda en los 90, critica a los grandes modistos, habla de la inspiración y asegura que su hija heredó su creatividad
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Qué tiene esa entrerriana que emociona tanto? A Bea Carabio (75) esa pregunta la persigue desde finales de los años 80, cuando irrumpió en la moda argentina. Todos, entonces, hablaban de la audacia, los colores y los sonidos de tierras lejanas de los diseños de esta mujer arrolladora nacida en Villaguay y en cuyo curriculum vitae sólo constaban sus doce años como azafata en Austral Líneas Aéreas. Mientras sus propuestas se convertían en tendencia y su sola presencia marcaba la aguja del glam de cualquier evento, se volvió la diseñadora de culto de las celebrities. Cuentan que, antes de poner un pie en “La Mary”, su mansión de Punta del Este, Susana Giménez hacía impostergables escalas técnicas en Carabio del Este, la icónica tienda en el Uruguay. Susana, clienta fiel por treinta años, arrasaba con todo. En aquellos años, se decía que, quien no tenía un ítem by Carabio no había estado en Punta.
–¿Cómo empezaste?
–Volvía de volar e iba a Once por telas; y, después, vendía mi ropa a boutiques. Con el tiempo fui sumando clientas; organicé desfiles increíbles con sponsors que ningún diseñador conseguía… pero el primer “desfilito” lo hice con ocho modelos y ocho vestidos. Empecé de abajo, solita.
–¿Te sentiste criticada o envidiada?
–Es un karma la envidia. Yo la siento desde chica, cuando mi madre nos vestía a mi hermana María Elvira y a mí para ir a misa los domingos. La gente nos esperaba afuera para ver las creaciones de mi mamá. Eran las mejores del pueblo. Yo me lancé a diseñar sin apellido prestado ni estudios previos. Y fui criticada porque me animé a cambiar. Fui la primera en usar saris para hacer trajes de novia, en tomar modelos jóvenes… Fui la primera en exigirles que, al desfilar, no sonrieran. Fijate si actualmente alguien sonríe en la pasarela. Me adelanté treinta años. A Susana [Giménez] le diseñé un corset de metal veintidós años antes que Dolce & Gabbana. Javier [Lúquez] me contaba que a él le vivían preguntando de dónde sacaba yo mi inspiración…
–¿No tener locales a la calle fue para que no te copiaran?
–Detesto el local a la calle. Tengo el showroom en mi casa, donde vienen mis clientas desde hace décadas. Y no es para que no me copien: nadie puede saber qué voy a hacer mañana. No hay dos Beas Carabio.
–¿Qué tienen tus diseños, entonces?
–Cultura. Cultura es tener una cabeza abierta. Fui la primera en traer la etnia de la India y de Europa del Este. En la Argentina del trajecito sastre yo estaba en las antípodas. “Estoy harta de que me vistan como una vieja”, me decían. Nunca copié a nadie ni vestí a nadie con gasa azul con moñito. Antes, me descompongo. Poné un [Gino] Bogani o un Benito [Fernández] en una pasarela y poné un Carabio… un collar o un ruedo mío y ya está. Nadie es como yo.
–Son dos de los grandes modistos argentinos. En la moda, Gino es un prócer...
–Por las clientas que tenía, pero no por lo que hacía. Son las mujeres mayores quienes lo tienen en el altar. La gente joven no lo conoce. Hay que reconocer que con Juanita [Viale] algunas veces acertó con buenas telas y colores. Pero, a mí no me importa cómo se definan los demás. Estoy segura de lo que hago. Hay un abismo entre tener seguridad y creérsela. En mis comienzos, me decían: “Sos una genia, Bea”. ¡Pero no soy ninguna genia! Mi único misterio es haber sido trabajadora y humilde. Cuando bajás la cabeza de corazón, Dios te ayuda. A lo largo de estas décadas, diseñé cosas muy divertidas y, con los años, me volví mucho más segura y audaz. Hoy redoblé la apuesta.
CARABIO RECARGADA
Hay sol que entra por las ventanas altas. Hay deco ecléctica. Hay percheros con suéteres, parkas, pantalones, babuchas, cinturones, camperas. Hay conversaciones que van del español al francés (la madre de Bea, Margarita “Tití” Galindo, profesora de música, les hablaba a sus hijas en ese idioma). Hay eso en donde vive Carabio desde hace cuarenta años. Junto con ella vive su hija Bamboo (21). “Nadie tiene ese nombre: Bamboo Carabio”, dice orgullosa Bea, como si pronunciara el nombre y apellido por primera vez. En verdad, en el DNI figura como Mia, pero ella la llama “Bamboo” desde los dos años porque de ese material era la cama de su hija. “A Bamboo la adopté; salió de mi corazón, que es lo más importante”, dirá ella a ¡HOLA! Argentina. Desde hace cuatro años, al team Carabio se sumó Roma, la hija de Bamboo.
–¿Qué te llevó a adoptar?
–A mí no me interesaba tener hijos. Un día, fuimos con Ginette [Reynal] y Javier [Lúquez, el famoso RRPP de los años 90] al cine a ver Hombre de familia. El protagonista, Nicolas Cage, tenía todo, pero no era feliz. “No puedo irme del mundo sin tener un hijo. Quiero adoptar”, dije tras la película. Tenía 55 años y un cerebro que debió haber tapado esa necesidad con trabajo… y con perros. Pasé años criando salchichas Dachshund. ¡Eran mi vida! ¡Ni había mirado a los bebés! Nunca había sentido siquiera el deseo de alzarlos… Hasta que llegó Bamboocita.
–Y ¿qué hiciste?
–Legalmente, todo lo que se debe hacer, por supuesto. Cuando, finalmente, la tuve en mis brazos, no lo podía creer. Con Bamboo, tomé conciencia de lo que significa que un hijo te trascienda.
–Y ¿cómo fue la maternidad?
Bea: Un descubrimiento maravilloso que fui haciendo de a poco, al igual que ser abuela. ¡Con Bamboo no sabía cambiar pañales ni identificar la fiebre! Fui una lámpara con un bebé al lado. Tenemos muchos años de diferencia, pero he tratado de acompañarla y de escucharla.
Bamboo: En mi adolescencia, fui un poco rebelde, pero con Roma [nació en 2019, cuando Bamboo tenía 17] senté cabeza. Cuando me separé de su papá y volví a casa, la relación con mamá mejoró. La maternidad nos unió más. Mamá ha sabido siempre ponerme los límites; yo también hago lo mismo con mi hija.
–En la maternidad y en el abuelazgo, ¿te hubiera gustado estar acompañada por una pareja, Bea?
–Jamás. Casarme es lo anti-yo. Después de mi último gran amor [el sueco Curt Friman, dueño de una galería de arte en Vadstena, Suecia], determiné que no iba a dejar nada por un hombre.
–¿Qué hacen juntas con Bamboo?
Bea: Todo. Desde mirar películas hasta ir al chino para ver qué hay. En todos los planes está Roma, claro. Y, durante la pandemia, Bamboo se lanzó a diseñar.
Bamboo: La literatura es mi pasión, pero di mi primer paso en el diseño con unas camperas. Es muy loco: mamá empezó con camperas. En vez de la clásica etiqueta, pongo en su interior frases de algún pensador que me ha movilizado, como Aristóteles o Picasso. Los jóvenes ya no se guían por las marcas.
–Vas a entrar a la moda con gran ayuda…
Bamboo: [Se ríe]. Mamá me ha alentado mucho. ¡Y Roma también! Busca géneros o galones y me los acerca: ya es una experta.
Bea: Sentí como nunca el peso de la herencia cuando Bamboo se lanzó a diseñar. Presentamos varias capsules acá, en casa. Desde hace doce años, por decisión propia, no hago desfiles ni tengo prensa porque me acompañan clientas maravillosas. Y mirá lo que ya le sucede a Bamboo: en Punta del Este, Chile y España, se venderán sus creaciones. Una frase de sus camperas me impactó: “J’accepte la grande aventure d’être moi” [’Acepto la gran aventura de ser yo’], de Simone de Beauvoir. Cuando la leí, inmediatamente, nos vi reflejadas a Bamboo y a mí. Seguro muchos ya deben estar preguntándose qué tiene mi hija y de dónde saca esas ideas.
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