Junto a su mujer Paola Montes de Oca, el cantante abre las puertas de su hogar y confiesa que está en su momento más fructífero. Además de la llegada “milagrosa” de su heredera, gestó un nuevo disco y un programa de cocina que protagoniza con toda su familia
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La sala principal de su casa refleja enseguida el presente de Javier Calamaro (56). Junto al piano blanco de cola, los tambores, los micrófonos y los cuadros de su mujer, la artista plástica Paola Montes de Oca (36), se impone en el ambiente el corralito infantil de su hija Sacha, de ocho meses y medio. “La paternidad y la música aprenden a convivir en una suerte de armonía caótica”, define el cantante, entre risas. Feliz con su Big Bang doméstico, el músico redobló la apuesta y se animó, además, a dejar pasar las cámaras de televisión para compartir su mundo más privado. Desde hace unas semanas, el artista encabeza junto con Paola, su gran amor –a quien cariñosamente llama la “Pochi”–, su hijo Romeo (19) y la pequeña Sacha, el ciclo “La cocina de los Calamaro”, un programa donde cada domingo cocina, entrevista y canta con un invitado especial. “La premisa no es otra que recrear la vida misma: agasajar, compartir la charla y ese momento de sobremesa tan nuestro. Por último, cantamos algunos temas porque la música es mi mundo también”, explica entusiasmado a ¡Hola! Argentina.
–¿De dónde viene tu amor por la cocina?
–Siempre me gustó cocinar, pero nunca lo vi había visto como algo mío. Tampoco es que me considere cocinero ni nada de eso, aunque desde chico tuve curiosidad por este mundo: a los 11 años hice mi primer guiso de lentejas con la receta de mi mamá. Todavía no me daba cuenta de que cocinar también podía ser una expresión artística. Y el animarme a jugar fue parte de ese descubrimiento. Qué hacer con un puñado de lentejas crudas, un chorizo colorado, un morrón, un diente de ajo, cebolla y alguna carne arriba de la mesa. Ese juego, el componer un plato, para mí tiene mucho que ver con la experiencia musical, sobre todo por ese momento de crear. Será por eso que me gusta tanto.
–¿Cómo nació la idea del programa?
–Creo que ya tenía experiencia en almuerzos en televisión. Fui seis veces al programa de Mirtha Legrand [risas], con lo cual, aunque no lo creas, aprendí mucho. Por ejemplo, no quise repetir ese clima de distancia y frialdad que sentí cada vez que fui al programa; como que no era natural. Yo quiero que la gente que llega a casa se sienta cómoda; que nos saludemos con un abrazo y que seamos amigos al toque, charlemos y nos contemos las cosas que nos importan.
–¿Por qué decidiste incluir a tu familia en este proyecto?
–Desde el vamos estuvo gestado con este foco. Lo que más respeto en este mundo, más que la música, más que los escenarios, más que el público y que mis propios ídolos, es mi familia. Por eso en el programa hablo en plural; porque “abrimos la puerta de nuestra casa”. Y cada uno aporta desde lo suyo; mi hijo Romeo y la “Pochi”, que son fanáticos de L-Gante, me dieron una mano con esa entrevista que le hicimos. Él no tenía idea de quién era yo; L-Gante tiene 21, yo 56, hablamos distintos idiomas y sin embargo logramos una conexión para cantar juntos, incluso un tango. Fue increíble.
"Desde hace once años que queríamos ser padres con Pao. Probamos todos los tratamientos y, cuando dejamos de buscar, en medio de la cuarentena, llegó nuestra hija"
–Sacha también sale en televisión, a quien llamás cariñosamente Plin Plin.
–[Se ríe]. Sí, es un apodo que le puse porque sí. La veía tan inocente, tan linda que no podía no llamarla Plin Plin.
–¿Cómo te pegó la paternidad a los 56 años?
–Uf, superbien. Cuando lo tuve a Romeo yo tenía 37 años y estaba en otra, con muchas giras y todo el tiempo afuera. Era otro momento de mi vida. Sacha me encuentra en una etapa distinta. Y no es que la buscamos y a la segunda semana apareció. Desde hace once años que con Pao queríamos ser padres. Probamos de mil maneras, pasamos por todos los tratamientos, que son tan invasivos como terribles. Sufrimos la frustración total, el enojo, la desilusión. Resistimos todo eso y, en el momento en que nos relajamos, ahí apareció ella.
–Nació en noviembre pasado, en medio de la cuarentena…
–Sí, la verdad es que a nosotros nos fue maravillosamente bien en la cuarentena, en especial con todo lo relacionado a la creación. Además de crear una vida, la de Sacha, empecé a componer y terminar esas canciones que había dejado inconclusas tiempo atrás. Me pegó mucho por el lado creativo, a tal punto que ya tengo cerrado un nuevo disco con diez canciones. Sale en septiembre y se va a llamar El regalo, el nombre nace de la canción que compuse para Sacha.
–Muy significativo el nombre del disco.
–Es que su nacimiento de verdad me pegó muy, muy fuerte. [Se emociona]. Ser papá fue casi un milagro. La canción vino al toque de la llegada de Sacha porque ella es el regalo más inesperado de mi vida.
–¿Qué te despertó el nacimiento de tu hija?
–Ella es lo más parecido a la felicidad, es el éxtasis, lo que los católicos llaman “la gloria”. Recuerdo que los primeros días después de su llegada la miraba y me ponía a llorar de emoción, de felicidad. Lo que siento por ella es superior a todo lo que vivo. Además, es nuestra creación. ¿Existe una creación mejor que esto? Me parece que no. Yo puedo escribir mil quinientas canciones, puedo sentir que algunas son casi perfectas, pero tener un hijo es la perfección absoluta y es lo que me hace vibrar todo el tiempo. Eso sí, ser padre a esta edad te lleva también a transitar estados emocionales completamente distintos de un minuto a otro. Estás al límite todo el tiempo, es como practicar un deporte extremo.
–Hablando de eso, además de músico sos todo un aventurero. En 2018 diste un recital en una cápsula submarina en Península de Valdés y otro en el cráter Corona del Inca, La Rioja, a 5.400 metros de altura. ¿Qué te genera jugar con los límites?
–Mi criterio es que, si no lo hago en esta vida, me voy a morir arrepintiéndome de no haberlo hecho. Lo viví también con la música: pasé de cantar canciones de colegio cuando tenía 17 años a explorar otros registros, hasta jugar con el tango. Creo que en un momento necesité sentir mi carne y por eso a mí, que nunca fui un gran deportista, se me ocurrió probar los deportes extremos y, en 2018, terminé cantando en el Aconcagua. Además de bucear desde hace treinta años, el ascenso a la montaña me encanta, es como un viaje al interior.
"Cuando conocí a Pao, ella no tenía idea de quién era yo. Le importaba un pito si cantaba o no, y eso me pareció increíble. Tenía que ser yo sin mi música"
–¿No tenés miedo a la muerte?
–No. Hay que hacer todo antes de morirse. Por eso, todo lo que me pueda llamar la atención trato de hacerlo. El miedo me motiva muchísimo y la curiosidad, también, y me parece que la aventura con la curiosidad pueden ser una combinación muy linda. La adrenalina y el riesgo hacen que la vida cobre más sentido, como que si se reseteara y empezara nuevamente.
–Bueno, pero no estás solo en esa aventura.
–Claro, estoy con la “Pochi”. A ella le escribí tres canciones en este disco.
–¿Cómo se conocieron?
–Fue hace doce años. Un amigo me había regalado un pasaje para ir a Miami y, como no conocía a nadie, me pasaron el número de teléfono de un amigo de un amigo, Quique, para que me sacara a pasear. [Se ríe]. Lo llamé y nos vimos en el restaurante Novecento de la avenida Brickell. Resultó ser el padrastro de Paola; la pareja de su mamá. Ahí la conocí y fue un flechazo. Por supuesto, yo perdí el vuelo de regreso y perdí otros seis vuelos más. Hasta que al final tuve que volver a Buenos Aires y, a partir de ahí, comenzamos un amor a la distancia.
–¿Cuánto tiempo mantuvieron así la relación?
–Fueron más o menos seis meses. Resultó durísimo, terrible, me acuerdo de que nuestras videollamadas eran eternas, nos dormíamos con el teléfono prendido. Fue un momento de tortura intensa. Además, estaba el deseo y la necesidad de estar con ella. Nos conocimos en octubre y en marzo nos reencontramos. Desde entonces, no nos separamos y un año después nos casamos.
–¿Qué es lo que más te atrapó de ella?
–Me encantó su personalidad arrolladora y su belleza. Cuando la conocí, el mayor atractivo de nuestra relación era que ella no tenía idea de quién era yo. Le importaba un pito si cantaba o no; no había ningún condicionamiento por ese lado. Simplemente le tenía que gustar mi forma de ser. Y a mí eso me pareció increíble. Tenía que ser yo sin mi música. Por suerte me fue bien. [Se ríe]
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