La reconocida paisajista recibe a ¡HOLA! Argentina en La Gama, su estancia al oeste de La Pampa
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“¿Están listas para el Lejano Oeste?”, pregunta, con una media sonrisa y se ceba un mate. A su alrededor, Aeroparque bulle de personas que van y vienen, pero a Ernestina Anchorena (46) el movimiento la tiene sin cuidado.
Hasta hace dos años, la vida de esta paisajista, reconocida por su talento para crear praderas salvajes con especies nativas, iba por un camino claro, despejado. Madre de los gemelos Justo y Cruz (24) y de Lucio (16) -fruto de su primer matrimonio con el polista Eduardo Novillo Astrada-, y de Hilario Lagos (8) –que tuvo con su ex pareja, el también polista Juan “Juanchi” Lagos-, los días de “Tina”, como le dicen con cariño quienes la conocen, se repartían entre su campo en La Pampa, la estancia de su familia materna en Alberdi, su casa de San Isidro –en la zona norte de Buenos Aires y los distintos lugares del país a donde el trabajo la llevara. Pero, en la madrugada del 27 de junio de 2021, unas pocas horas después de haber cumplido y festejado sus 44 años, el destino le arrebató la vida de Justo, uno de los gemelos, que murió en un accidente, en el kilómetro 103 de la ruta 8.
Por primera vez desde aquel instante en que la arrasó una tristeza sin igual, Tina está lista para contar su duelo. Quiere hacerlo en La Gama, la estancia pampeana que heredó de su padre, Alfredo Anchorena. Allí, se dedica a la ganadería holística y a la conservación de los caldenes junto a su pareja, Santos Cruz Llosa (49). “¿Trajeron abrigo, no?”, pregunta antes de embarcar en un vuelo cuyo destino no es sólo Santa Rosa, sino la oportunidad de abrirse para contarnos su historia.
−¿Qué recordás del día en que murió tu hijo?
−Justo murió en un accidente terrible. Se quemó su auto. Estaba yendo a una fiesta con sus amigos, pero ellos no vieron el accidente. Chocó de frente con un colectivo, en un lugar insólito, el peaje de Solís. Evidentemente, era su momento. Había conseguido el trabajo de su vida, que era ser guía de pesca de mosca en Montana. Al día siguiente se iba a Estados Unidos.
−En una serie de textos que compartiste sobre tu duelo en Instagram, contaste que habías tenido presentimientos.
−Sí, hubo muchas señales. Durante la pandemia, estuvimos mucho tiempo acá. Una noche, un año antes de su muerte, volvíamos de recorrer el campo a caballo los seis [se refiere a Justo, Cruz, Lucio, Hilario, ella y su pareja, Santos], y, de repente, el cielo se iluminó. Me di vuelta, pensando que alguien había sacado una foto con el celular, pero no: era una estrella fugaz como nunca había visto. “Mamá, esto quiere decir algo”, me dijo Justo. Unos meses después, cerca de Año Nuevo, vimos con Hilario la Estrella de Belén durante varias noches. E Hilario, que es muy sabio, me dijo: “Mamá, si nosotros podemos ver esta estrella es porque va a pasar algo que nos va a cambiar la vida”. Diez días antes del accidente, Justo y yo hablamos por teléfono. Yo estaba en Córdoba, con Santos, y quería hacer el camino de las altas cumbres. Como había nevado, lo cerraron y tuvimos que tomar la ruta conocida, pero nos perdimos. Sin quererlo, llegamos a la iglesia del Cura Brochero, que tiene un museo. A lo largo de su vida, mamá [Margarita “Pussy” Perkins, fundadora de la Fundación Vida Silvestre y una reconocida mujer de campo] me había hablado de Brochero, un cura que recorría los cerros a lomo de burro para ayudar a la gente. Entramos al museo y cuando vi su poncho me largué a llorar, desconsolada. No había razón: hacía dos años que era muy feliz. Le saqué una foto y se la mandé a Justo, porque él también iba para todos lados con su poncho, su cuchillo y su sombrero. “Quiero ir a conocerlo”, me dijo. Un día antes de su accidente, le pedí por favor que no viniera a mi cumpleaños porque me daba miedo la ruta. Esa noche, volví a ver una gran estrella fugaz y me fui a dormir pensando: “¿Que me querrá decir?”. Eran símbolos que recién cobraron sentido cuando Justo murió.
−¿De dónde vienen y para qué sirven esas señales?
−Son una llave que nos conecta con una parte desconocida e inaccesible de nosotros mismos: el mundo inconsciente. Es lo que desconocemos, pero nos constituye. Ahí están nuestro ser más profundo, nuestros antepasados, nuestra idea de infinito… Estos mensajes se nos presentan de manera simbólica porque, si no, no los podríamos entender. El símbolo te marca un camino para conectar con lo eterno. Después de la muerte de Justo, fue muy sanador recorrer hacia atrás todos los indicios que la vida me había ido dejando, hilvanarlos y hacerlos parte de una trama. Hoy tengo la certeza de que la vida me preparó durante décadas para enfrentar este momento.
−¿Dónde ubicás el primer indicio?
−A mis seis años, con la muerte de mi tío Martín, hermano de mamá, que fue un shock para mí. Vivíamos en el campo y una de nuestras costumbres con mamá era salir a recorrer el parque en busca de pájaros heridos, pero muchos se morían. Después de la muerte de mi tío, empecé a enterrarlos: llenaba una carretilla con flores y los llevaba a un cementerio que había construido para ellos. Era un círculo de piedras que traía de una vía cercana. Puse una fuente para que otros pajaritos vinieran y tomaran agua y, de a poco, se fue convirtiendo en mi lugar. Tiempo después, en el campo también, transité de cerca la enfermedad y la muerte de mi abuela materna [Carmen Peers]. Era una mujer tan sabia que se preparó para ese momento. Traspasó su umbral acompañada por toda su familia, mientras nosotros le cantábamos. Ese día, dejé de tenerle miedo a la muerte y, tras la muerte de Justo, entendí que mi lugar estuvo siempre cerca de ese umbral.
−Pronto, se cumplirán dos años del accidente. ¿Cuándo se termina el duelo por la pérdida de un hijo?
−Nunca. La muerte de un hijo es radicalmente distinta a la de tus padres. Uno nunca deja de ser madre o padre de sus hijos, aunque no estén. Es imposible dejar de serlo. Cuando perdí a papá [Alfredo murió a los 87 años], hubo un momento en que se empezó a despegar de las cosas y sentí que su alma ya estaba preparada para partir. Justo, en cambio, se quedó con nosotros. La misión de mi hijo es ser un ángel, acá.
−¿Cómo fueron estos años para vos?
−Ya no soy la misma persona ni lo voy a ser. Es un dolor que me va a acompañar toda la vida. Lo que más sentido tuvo para mí fue aprender a permanecer en él. Atravesé muchos lugares, me pregunté muchas veces cómo podría haber evitado el accidente y finalmente entendí que lo mejor que podía hacer era aceptar lo que me fue dado.
−¿En qué sentido?
−Cuando el dolor aparece, estar ahí. No escaparle, no tratar de distraerme. Ese es el principal error con los duelos: la idea de que hay que distraer al que está triste. De un dolor así no te podés distraer, pero lo que sí podés hacer es darle cabida, no batallar contra él. Después, una vez que aprendés a hacerlo, la vida sigue. Hay momentos en que podés conectar con los otros, trabajar, y hay momentos en que sólo querés llorar.
−En tu caso, además, está el duelo de sus hermanos, tus hijos.
−Lo más difícil de un duelo es acompañar a tus hijos. La única manera es estando en silencio y disponible para ellos. Un buen espacio para mí es el auto. Salgo a la ruta, conecto con Justo y si quiero llorar, lloro durante tres horas; si quiero gritar, grito; y si quiero escuchar música, escucho la música que le gustaba a él.
−¿Y los chicos?
−Ellos son como Justo: libres y sensibles. Encuentran a su hermano en las cosas que él tanto amaba, como la pesca, los viajes y sus amigos. Hilario siempre me dice: “Mamá, yo no estoy triste porque Justo está conmigo y me acompaña”. Su único miedo es olvidarse de su hermano. Por suerte, tenemos muchos registros: hay fotos, videos, mensajes y están todos los momentos que vivimos con Justo. A su vez, seguimos dándole densidad, lo seguimos haciendo presente: festejamos su cumpleaños y, en casa, tenemos un altar con sus fotos y las piedras que le traemos de cada viaje.
−¿Volviste a leer sus mensajes? ¿A escuchar sus audios?
−Tenía un mensaje muy lindo que Justo me había mandado por mi cumpleaños, pero me robaron el teléfono y perdí todos los mensajes. Hace poco, me compré un teléfono nuevo y cuando le cargué un back-up viejo, aparecieron sus mensajes de nuevo. Escuché uno solo y no pude escuchar más. Prefiero visitarlo en su Instagram: leo las cosas que escribía, miro sus videos y sus fotos, que hablan de su manera de vivir la vida.
−¿Cómo era Justo?
−Era un aventurero. En plena pandemia, cuando la gente estaba encerrada y tenía miedo, él se dedicó a viajar, ir a pescar y a disfrutar de la vida. Se escapaba. Hasta hizo una fiesta en connivencia con mamá, en Alberdi. Festejó su último cumpleaños con doscientas personas. A sus 21, ya había entendido de qué se trata estar vivo….
−Le organizaste un entierro muy lindo, que fue fotografiado y filmado. El film se puede ver en YouTube.
−Lo enterramos una semana después el accidente, en el campo de mamá. No me preguntes cómo, pero tuve la fuerza suficiente para organizar la fiesta de Justo. Sus cenizas están enterradas a la vera de una laguna muy linda, donde se ven la puesta del sol y la salida de la luna. Él siempre me decía que iba a hacer su casa ahí. Esa tarde, hicimos un círculo mágico con sus amigos para honrar su vida, un círculo como el de los pajaritos, que hice cuando era muy chica.
−¿Qué te llevó a despedirlo así?
−Apenas tuvo el accidente, supe que no podía dejar que la muerte de Justo, que era un ser luminoso y amado, quedara en el drama. Entendí que mi deber era celebrar su vida y que esa celebración tenía que hacer carne en todos sus amigos, para que ellos también pudieran salir de la tragedia y permitir que él viva en sus corazones, con alegría. Dos días después del accidente fuimos con sus amigos al lugar e hicimos un almita. Le dejaron fotos, regalos, rosarios…
−¿Qué es un almita?
−Es un lugar que recuerda donde alguien murió. Son esas cruces, con fotos, santitos, flores de plástico y cartas que ves al costado de la ruta. Pusimos una cruz, plantamos un cactus y un árbol y todos sus amigos dijeron lo que sentían. Después de ese día, sus amigos tuvieron sueños en los que Justo los acompañaba o les decía algo. A mí, cada vez que salgo a la ruta, hay un halcón que me sigue. A Justo le encantaban los pájaros, como a mi madre y a mí, y su preferido era el Halcón Ceniciento.
−Pussy, tu madre, murió poco después.
−En un año perdí a Justo y a mamá, que se murió de tristeza. Se amaban, eran iguales, él era el hijo varón que nunca tuvo. Murió en el campo, por decisión propia y yo pude acompañarla en sus últimos días. A diferencia de Justo, a quien nunca más vi, mamá murió en mis brazos. Ella me dio la oportunidad de procesar la muerte de mi hijo, cuya presencia en mi vida quedó suspendida. Fue muy sanador.
−¿Qué aprendiste en estos años?
−Aprendí que las personas que te quieren y se van, te siguen acompañando con caricias, que son mágicas. Se presentan de modos a los que no estamos acostumbrados. Hace un tiempo, tuve un día difícil en el trabajo. Salí del estudio y el perfume de la Madreselva que había plantado él envolvía todo el patio. No tenía una sola flor, pero el perfume estaba ahí. No sólo eso, sino que, además, llegó una mariposa volando y se puso al lado de mi nariz, como diciéndome: “Mamá, soy yo. Estoy acá…”.
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