La top se sincera sobre el fin de su relación con el empresario textil Agustín Trosman, el padre de sus dos hijos, con quien vivió una historia de amor que duró cinco años
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Pinceladas cortas en ocre y en marrón, en desorden envolvente y a gran escala. Zonas en negro estático e inquietante; y otras –unas pocas– en amarillo estridente. Antes de terminar de pintar ese lienzo inmenso de óleos y acrílicos y de trazos abstractos, Milagros Schmoll (33) ya sabía qué nombre iba a darle a su obra: La ruptura. La modelo argentina, musa de firmas top como Jean Paul Gaultier, Dolce & Gabbana, Hermès y Christian Dior pinta desde hace años: “El arte ha sido para, para mí, un lugar de sanación. Y, en aquel momento, necesitaba plasmar la ola de emociones que me estaba arrastrando. Estaba inmóvil y, de pronto, wooooo. La turbulencia, que te sorprende, que te saca de eje… “, dice ella. Lo que a Milagros la estaba sacando de eje, seis meses atrás, era su relación con Agustín Trosman (47), su pareja hasta hace seis meses atrás. La top y el empresario textil estuvieron juntos cinco años, desde fines de 2017, cuando un amigo en común los presentó. Fue, para los dos, amor a primera vista, y no tardaron en irse a vivir juntos. Los planes de casamiento –que se fueron posponiendo con el embarazo de Benoit (4) y volvieron a postergarse con la llegada de Amber (2), que nació durante la pandemia– hoy son parte del pasado. “El casamiento quedó pendiente, sí. Después me di cuenta de que no me quería casar. Y creo que si no nos casamos fue, en verdad, porque no funcionábamos. Y ¿para qué forzar?”, se sincera ella con ¡Hola Argentina! “Separarme fue, para mí, el aprendizaje más grande de mi vida. Traté de verlo de forma positiva y realista, como el final de algo que se estaba poniendo doloroso y que podía repercutir en nosotros y en nuestros hijos, y como el inicio de una nueva vida”.
-¿Fue culpa de la pandemia?
-No, pero digamos que todo se fue sumando. Durante la pandemia, se murió papá y eso hizo que viviera el embarazo de mi beba con mucha angustia. Creo que cuando la beba cumplió un año, empecé a sentir que la relación con mi ex ya no funcionaba. Cuando dos personas se enamoran, existe una magia que te permite conectar. Podés tener profesiones diferentes, no compartir ideales políticos o religiosos –como nos sucedía a nosotros, porque mi ex y yo teníamos, por ejemplo, religiones diferentes– pero debe haber una compatibilidad afectiva y espiritual. No es solo en lo sexual; sino también debe darse en la intimidad. Si, por hache o por be, esa conexión no existe, en mi experiencia, la cosa no funciona.
-¿Hicieron terapia antes de llegar a esta decisión?
-Sí, para entender: qué te pasa a vos, qué me pasa a mí, por qué no podemos encontrarnos en nada ni siquiera en un chiste. Un día me miré al espejo y dije “No quiero que mis hijos me vean así: no estoy siendo mi mejor versión: ni como madre, ni como mujer. Estoy convencida de que si una está mal en el núcleo más importante –la familia– todo el resto se complica. Al final del día, es una pelea con uno mismo: el otro es un espejo.
-Y ahí le propusiste hablar…
-Me daba mucha culpa hablar; decir “No es tu culpa, pero me quiero ir de esta pareja, no estamos evolucionando. No es lo que soñé”. Tenía miedo a dar el salto, miedo a la incertidumbre, miedo a la pérdida… A veces, una piensa que lo que tiene es lo mejor que una puede tener. En verdad, no fui yo quien sacó el tema: fue él. Estábamos de vacaciones en Barcelona. Iban a ser las vacaciones soñadas, pero viste que, a veces, las cosas no se dan de manera lineal. Me acuerdo de que, afuera, hacía un calor infernal y, al mismo tiempo, mis hijos volaban de fiebre. Y nosotros, mientras tanto, teníamos la conversación más sincera que no habíamos tenido en años. “¡Qué alivio; yo ya no puedo más!”, me acuerdo que le dije. Hoy, viéndolo en perspectiva, creo que fueron las vacaciones más honestas que tuve en mi vida: con un principio y un final.
-Recién hablaste de la culpa. ¿Qué te pasaba?
-Lo que nos puede pasar a muchos. En mi caso, vengo de una familia cuya escuela ha sido conservadora. Con mis hermanos [son diez en total], hemos sido criados con la idea de que uno tenía que quedarse en el matrimonio, pelearla y punto. Si bien mi familia se ha deconstruido bastante, a mí me costó revisar los mandatos. Y, según esos mandatos, yo iba a estar muchísimos años con el padre de mis hijos. Hice biodecodificación para dejar de repetir ciertos patrones y me di cuenta de que había cosas que, si bien las agradecía, no las quería para mi vida: quería otra cosa.
-¿Cómo explicaste la situación a Benoit y a Amber, que tienen 4 y 2 años?
-Me senté y les dije “Miren, papá y mamá se separaron, pero eso no tiene que ver con ustedes”. Todas las noches, lo hablaba con ellos para que entendieran y estuvieran tranquilos. Les decía que no había otra forma; que, en la vida se va para adelante; que había que tener fortaleza.
-Los especialistas le dan mucha importancia al duelo. ¿Cómo lo transitaste?
-Fue difícil. Me acuerdo perfecto la sensación de encontrarme sola con mis dos bebés, sin mi ex, y preguntarme “¿Qué se hace ahora? ¿Cómo sigo?”. Sin minimizar el dolor, trato de ir para adelante, atravesándolo de manera adulta y responsable.
-¿Qué ha sido lo más difícil en este último tiempo?
-Nunca lloré tanto en mi vida como la primera vez que tuve que darle los chicos a mi ex. Hasta que el cerebro se acostumbró a que hay días que los van a pasar con su papá no paré de llorar. Muchas veces, los chicos me han visto llorar y esa situación también me hizo revisar cosas que nos han impuesto de chicos: “Dejá de llorar”, “No llores”. Entonces, les dije que íbamos reír y que también íbamos a llorar y ¡¡que no pasaba nada!! ¿Por qué la voy a caretear si son mis hijos? La separación me dio mucha humanidad.
-¿Y ahora cómo estás?
-Estoy en una etapa interesante. Atravesar por esta situación me dio un gran crecimiento: me siento auténtica con la vida que tengo. Lo primero que hice fue volver a mi carrera. Porque en estos últimos cinco años fui mamá y ama de casa, que es un lugar que me encanta, pero que –de alguna manera– no soy yo. Todo se fue dando así; yo me puse en ese lugar. Por suerte, estoy en el mejor momento laboral: todo lo que construí en estos 20 años, hoy me pone en un lugar privilegiado. Estoy con proyectos no solo vinculados a la moda, sino al cine y a mi arte. ¿Y por qué me va a ir mal? Si a los 16, cuando me fui a París a trabajar, tenía agallas y me fue bien, ¿cómo no voy a tenerlas a los 33, con todo el recorrido que hice? Conozco mi trabajo, lo construí sola; y hoy puedo redoblar la apuesta. Con la vorágine del parto, la teta y la pandemia, mis hijos nunca supieron que yo trabajé alguna vez o que viví afuera. A mi próximo marido le voy a decir que mi trabajo va de la mano con mi vida, con mis hijos, que ese es mi combo. Cuando conozca al amor de mi vida, le voy a decir “Muy lindo todo, pero convivencia, no” [se ríe]. Creo que una necesita espacio y días libres. Yo, por ejemplo, volví a pintar. ¡No he parado de hacer cosas que me nutrieran a mí!
-¿Querés volver a enamorarte? En tu cuenta de Instagram ya te preguntan si tenés novio…
-En las redes sociales, donde hay mucha gente joven, preguntar si alguien tiene novio es lo más natural. Si bien no estoy enfocada en eso ahora, me encantaría volver a enamorarme. Soy una romántica. Tengo 33 años, ¿cómo no voy a soñar? Yo no soy la misma Mili que fui hace seis meses, en España: no soy la misma mamá, ni la misma mujer, ni tengo los mismos sueños. Mis sueños van cambiando todos los días y no quiero dejar de sorprenderme. Podría, incluso, tener más hijos. Si uno está abierto –no solo en el amor, sino en todo–, las oportunidades aparecen. Nada de lo que me pasa me atrasa, sino que me impulsa. En ese camino estoy. Una ruptura no es necesariamente oscuridad.
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