Multifácetico –actor, autor y director–, es uno de los artistas más premiados en Europa. Radicado en París junto a su marido, Larry Hager, desde hace cinco décadas, hace un balance de su vida arriba y abajo del escenario
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Más de cincuenta años viviendo en Francia no lograron que Alfredo Arias (78) deje de hablar, pensar, sentir y vibrar como un argentino. Un argentino nacido en Lanús. Habitante de dos mundos (se instaló en París en 1969 y, desde 1986, vuelve periódicamente a Buenos Aires), este artista fuera de serie que se inició en el Instituto Di Tella –cuando happenings y performances marcaban el pulso cultural de la ciudad– y fue pionero en hacer una dramaturgia desde lo emocional, parece conocer casi todo acerca del arte y sus posibilidades. Actor, director, autor y régisseur, acaba de ser condecorado como Caballero del Orden Nacional del Mérito, uno de los dos mayores galardones que otorga el gobierno francés a figuras de la cultura, distinción que se suma a otras tantas (ya es Caballero, Oficial y Comendador de las Artes y las Letras). Pero Europa no sólo significó su consagración artística, también le trajo el amor: allí conoció a Larry Hager, su marido norteamericano, con el que escribe su propia historia desde hace cuarenta y cinco años. Después de construir su prestigiosa carrera internacional en otro idioma, en sus regresos a Argentina montó Óperas en el Teatro Colón y presentó puestas icónicas como Mortadela y tatuaje, La mujer sentada y Familia de artistas. De vuelta una vez más en Buenos Aires –presentó en el Bafici Fanny camina, una película sobre la vida de Fanny Navarro en codirección con Ignacio Masllorens y también Alfredo Arias, el hombre de las mil y una cabezas, un documental sobre su vida dirigido por su sobrino, Alejandro Arias–, habló con ¡HOLA! Argentina sobre su recorrido, su carrera y su legado.
–Después de tantos años de carrera, ¿estás cansado de las entrevistas?
–Yo concibo las entrevistas como una manera de acercar a la gente a lo que uno pretende hacer y de lograr que les den ganas de descubrir cosas. Por eso para mí tiene un sentido más bien positivo. Porque el cine puede tener su tiempo dado que se reproduce por él mismo, es una magia eterna, en cambio el teatro necesita al público ahí, necesita absolutamente del presente.
–¿Cómo influyó en tu obra la infancia, el barrio, los amigos?
–Todo eso tuvo una gran influencia. Porque en líneas generales es en la infancia donde uno pone los íconos en funcionamiento, donde se empieza a mover el pequeño teatro de marionetas que cada niño tiene en su cabeza. En mi caso personal, todo eso estaba constantemente presente y, a pesar de la dificultad de estar en otro país y otra cultura, los franceses se interesaron en escucharlo. Ahí supe que no era necesario deshacerme de mis raíces para hacerme entender, sino más bien al contrario, que mis raíces podían estar siempre presentes y ayudarme a hacerme entender.
–¿Alguna vez renunciaste a tus orígenes de muchacho de Lanús?
–Jamás se me pasó por la cabeza negar mis orígenes. Nunca tuve necesidad socialmente de renegar que venía de Remedios de Escalada, Lanús. Pero esto no impide que uno se puede encontrar con un argentino medio idiota que te pregunte: “¿Dónde queda Lanús?”. O, peor todavía: “¿Lanús existe?”. Además, como he tenido que trabajar también, curiosamente, con culturas que me llevaron a lo barrial, como fue trabajar en el corazón de Nápoles y hacer espectáculos de un autor que para ellos es el representante de ese espíritu barrial, siempre estuve ahí, en mi lugar, en el lugar donde nací y al cual pertenezco, y el que me dan ganas de recrear. A pesar de que no fue del todo divertido.
–Cuando te fuiste de tu casa eras muy joven. ¿Sabías adónde ibas, qué buscabas o simplemente estabas escapando?
–Cuando me fui definitivamente de mi casa me fui con un proyecto. Ya había pasado toda esa fase traumática y particular que fue transitar el Liceo Militar y después yo empecé a estudiar Abogacía y, al mismo tiempo, iba a la Alianza Francesa con la idea de hacer teatro, porque ya sabía que quería ser artista.
–¿Te queda algún buen recuerdo de tu paso por el Liceo Militar?
–Hay una anécdota que me gusta contar. De pronto, en ese lugar bastante inhóspito, apareció un tipo que se ocupaba de la orientación vocacional de los cadetes. En todo caso, recuerdo bien que ninguno quería ser militar, y cuando el tipo me preguntó: “¿Usted qué quiere ser?”, yo dije: “Quiero ser artista”. La cosa es que cuando todo ese proceso de dos o tres días terminó, el hombre dijo: “Acá hay uno que sabe dónde quiere ir”. Y ese era yo.
–¿Fue difícil la infancia y la adolescencia en Lanús para alguien con tus inquietudes y tu sensibilidad?
–Siempre estuve marginalizado. Marginalizado porque yo aprendía con los libros de sexto cuando estaba en primero, entonces era como un loro parlante y me mostraban como un fenómeno. Después tuve la experiencia de ser niño peronista, es decir, de decir poemas en los sindicatos, en los hospitales y cosas así. Así que no tuve mucho tiempo de darme cuenta de si había otra marginalización, porque con esa ya alcanzaba y bastaba.
–¿Qué ventajas y qué desventajas tiene vivir en dos países?
–Vivir en un país lejos de sus raíces es una desventaja colosal. Es decir, no tiene nada que ver con el éxito, pero cuando uno nació y creció en un lugar todo te da identidad, todo te está garantizando que hacés parte de esa cultura. Cuando estás en otro país eso no pasa.
–Siempre elegís para tus obras figuras de la cultura popular: Evita, Fanny Navarro, Doña Petrona… ¿Por qué?
–Las elijo por sinceridad, porque soy sincero conmigo mismo. Ahora voy a tener que dar un pequeño discurso cuando me den esta condecoración y yo digo que podría haber escrito cuatro libros de filosofía y en realidad tengo cien mil anécdotas que he ido acumulando y finalmente mi vida es ese collar de anécdotas. Un poco es eso. Todos estos personajes constituyen el collar de perlas que he encontrado en mi camino y no las tengo que trastocar para mostrarme más inteligente o más sabio o intelectual, son todos personajes que tuvieron un impacto muy fuerte en mí, no los elegí solamente por hacer pop art, sino porque realmente viví y conviví con ellos en muchos momentos.
–¿Tenés actrices fetiche o simplemente elegís la actriz que creés que se adapta a lo que necesitás?
–Los casos de identificación más importantes son Marilú Marini y Alejandra Radano. La cuestión con Marilú es que cuando nos fuimos de acá éramos una especie de familia de teatro y de artistas, ella se integró a esa familia y así se constituyó un núcleo donde cada uno tenía atribuido un rol. Entonces Marilú tenía atribuido ese rol y ese era el mundo del cual yo disponía. Es decir: no era tanto “vi esta actriz y la voy a elegir”, sino que fue algo que pasaba casi familiarmente. Después, con el devenir del tiempo, eso hubo que razonarlo de alguna manera, porque la situación se había agotado puesto que cada uno ya tenía un lugar en Francia y una identidad, por lo que no era necesario insistir con esa forma de relacionarse entre nosotros y con el exterior. Y con Alejandra fue una suerte de continuidad de esa situación. Ella trabajó muchísimo conmigo y progresivamente me fui dando cuenta de que ya no era la misma historia, y que no vale la pena obsesionarse con una actriz, a pesar de que personalmente creo que lo que he hecho es cuidar con muchísimo detalle y dedicación cada vez que esas artistas se presentaron. Después, bueno, cada uno es libre de hacer lo que le guste, pero yo ya no necesito más de eso.
–¿Con qué actores te interesa trabajar ahora?
–En este momento me interesan más los actores amateurs. En una película que voy a hacer voy a utilizar artistas que están comenzando, una idea que me interesa mucho más que volver a recrear esos lazos más familiares.
–Si hacés un balance de tu carrera, ¿el saldo es positivo o negativo?
–Yo tengo muy poca conciencia de eso. Cuando miro para atrás me parece que hice muchísimas cosas, pero no tengo una idea de valor en peso y de sus consecuencias. Quedé siempre como fresco y listo para empezar de nuevo. Así que no sé muy bien. A veces me doy cuenta de la significación, del sentido de todo eso, más por lo que los otros me manifiestan que por mí. A mí me parece increíble que pude recorrer todo este camino con la precaria educación que tuve. Es decir que ese fue un gran esfuerzo mío, el de poder descubrir, a medida que trabajaba, los instrumentos que me eran necesarios. Porque yo quería ser artista y me mandaron al Liceo Militar, y ahí no aprendí nada. Si me hubieran guiado a esto o aquello, quizás habría podido ser todavía mejor.
–¿Creés en Dios?
–Me parece que en algo hay que creer. En la espiritualidad creo. Y creo que mi idea de elevarme es ambicionar una excelencia, no sé si eso significa Dios... Pero siempre estoy luchando para ver cómo la realidad se puede transformar en algo que tenga una excelencia. Y eso es lo que me ha guiado.
–¿Sos feliz?
–Sí, no me ha faltado nada. [Risas].
–¿Te preocupa tu legado, qué pueda pasar con tu obra cuando ya no estés?
–Para que la magia sea total la última frase debería ser: “Quemen todo”. [Risas]. Las películas que he hecho suponemos que quedarán, pero en el teatro es diferente, porque la verdad del teatro es la memoria, que se va transmitiendo por infinitas cadenas de memorias. Basta que uno solo recuerde y ya está bien, ya valió la pena.
–¿Te hubiera gustado tener hijos?
–Bueno, los tuve. Tuve una compañía llena de hijos. [Risas]. Después, en tanto que niñitos y todo eso no sé, la verdad es que no tuve tiempo de pensarlo. Fue un torbellino impresionante hacer todo esto, no me dio tiempo de respirar. Pero supongo que hubiera sido divertido tener hijos.
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