El 19 de noviembre de 1988, la única hija mujer del magnate naviero Aristóteles Onassis murió en Buenos Aires, en la casa de su íntima amiga Marina Dodero. La tragedia griega de una heredera infeliz
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Desde que era adolescente, Christina Onassis pasaba una temporada en Buenos Aires cada año, en la casa del country club Tortugas de su amiga Marina Tchomlekdjoglou de Dodero. Se habían conocido en el verano de 1966, en Punta del Este, y se volvieron inseparables. Además de contarse sus secretos, juntas recorrieron el mundo, compartieron los momentos más felices de la vida de cada una y también se acompañaron en los más tristes. La noche del 18 de noviembre de 1988, Christina –tras la muerte de su hermano Alexander en 1973, única hija del magnate griego Aristóteles Onassis y heredera de la fortuna familiar– se había comprometido con el empresario textil Jorge Tchomlekdjoglou, hermano de su mejor amiga, y, tras cuatro matrimonios que terminaron en divorcio, parecía feliz de haber encontrado al amor de su vida. Contenta, habló por teléfono con su hija Athina, que estaba en Suiza con el padre, Thierry Roussel, se despidió de todos en casa de los Dodero y se fue a dormir. Murió en algún momento de la madrugada del 19 (según la autopsia, de un edema agudo de pulmón) y la encontró junto a la bañera la dueña de casa, quien en un primer momento pensó que su amiga dormía. Pero no era así: la mujer más rica del mundo había muerto sola y muy lejos de su tierra, a los 37 años.
LA NIÑA MIMADA DE ARI
La primera hipótesis que manejó la policía fue la de suicidio. Algo que, aunque después fue descartado, no sonaba descabellado porque, desde chica, Christina peleó contra su sobrepeso, su depresión y sus ataques de pánico consumiendo un cóctel de remedios que la tornó adicta a los psicofármacos y las pastillas para adelgazar y para dormir. Lo cierto es que su organismo estaba minado por una vida de excesos que, además, estuvo marcada por las tragedias familiares y el desamor. Alexander Onassis, su hermano mayor, murió en un accidente aéreo el 23 de enero de 1973, a los 24 años. Semejante pérdida la dejó devastada. Un año después, su madre, Athina Livanos, murió en París de una sobredosis, dejándole una herencia de 77 millones de dólares. Y, en marzo de 1975, también perdió a su padre: el todopoderoso Aristóteles Onassis murió de neumonía en la localidad francesa de Neuilly-sur-Seine y Christina terminó de hundirse. “Ahora sí que estoy sola en la vida”, les decía constantemente a sus amigos. Apenas pasado el funeral del empresario, la heredera renunció a la ciudadanía estadounidense –había nacido en Nueva York, el 11 de diciembre de 1950– pero conservó la doble nacionalidad griega y argentina durante el resto de su vida. Así, en menos de dos años, la niña mimada de los ojos de Ari quedó al frente del mayor imperio naviero del siglo XX, la mitad del principado de Mónaco, la Olympic Airlines, propiedades en todo el mundo, una fortuna en arte y el emblema insignia del magnate griego: el crucero Christina, de 134 metros de eslora, que Onassis compró en 1954 para regarle a su hija en su cumpleaños número 4.
AL CIELO NO SE VA EN LIMUSINA
Después de tanto dolor, Christina sólo encontró consuelo en un lujoso tren de vida y en sus caprichos de niña rica, que podían llevarla a alquilar un helicóptero para que volara de Austria a Suiza porque se había olvidado un cassette de David Bowie, o a gastar miles de dólares para enviar un avión privado a Estados Unidos para abastecerse de Coca-Cola Light (según sus amigas, ha llegado a tomarse 24 latas en un día, una por hora). Así, se convirtió en la obsesión de los medios de comunicación, que la seguían a sol y sombra, la comparaban con Jackie Kennedy (la viuda de su padre) y se hacían eco de su turbulenta vida sentimental. Porque a Christina le sobraba todo menos amor, y se lanzó a una búsqueda desesperada del príncipe azul que desde el mismo comienzo estaba condenada al fracaso. Su primer marido fue Joseph Bolker, un agente inmobiliario divorciado con cuatro hijos, casi treinta años mayor y sin un dólar, con el que se casó en 1971, pese a la oposición de su padre. Nueve meses después de la boda ya estaba divorciada. Cuatro años más tarde, en julio de 1975, dio el “sí, quiero” con Alexander Andreadis, amigo de la infancia e hijo de un magnate cercano a Onassis, porque así se lo había prometido a su padre antes de morir. Parecía que esta vez sí habría final feliz, pero la depresión en la que estaba sumida Christina tras las pérdidas familiares complotó contra cualquier posibilidad de felicidad, y menos de un año y medio después de la boda estaban cada uno por su lado. El tercer marido fue el ruso Sergei Kouzov: se lo presentaron en una reunión de negocios en Moscú, en 1976, y aunque era casado, logró ilusionarla de nuevo. Sergei se divorció y en septiembre de 1978 Christina Onassis volvió a casarse, esta vez con una discreta ceremonia celebrada en Moscú. Kouzov logró imponer su voluntad de que la pareja viviera en Moscú, porque él no tenía autorización para instalarse en el extranjero, y ella aceptó. Pero sólo resistió un invierno: diecisiete meses después se divorciaron. Y, por último, la chica rica que buscaba amor y protección no pudo resistirse al cortejo del francés Thierry Roussel, de familia adinerada, con fama de playboy y más joven que ella. La boda tuvo lugar en 1984, en 1985 nació Athina Roussel Onassis, la única hija de Christina, y en 1987 ella le pidió el divorcio, cuando se enteró de que Roussel había tenido un hijo con la modelo sueca Marianne Landhage mientras estaban casados. Todos estos desengaños amorosos no hicieron más que agudizar sus desórdenes alimentarios, su adicción a los somníferos y las anfetaminas. Pero, aunque su vida personal era un desastre, Christina se volvió a enamorar: había encontrado refugio en los brazos de Jorge Tchomlekdjoglou y planeaba una quinta boda, que no llegó a concretarse: la lucha constante por combatir la depresión y el sobrepeso, su enorme tristeza por la muerte de su familia y las desilusiones que le provocaron los hombres terminaron de debilitar su corazón, que dejó de latir esa madrugada de 1988. Tras burocráticos trámites, el cuerpo de Christina fue sepultado en la isla Skorpios –el lugar favorito de Aristóteles Onassis–, junto a los de su padre y su hermano. Según las personas presentes en el entierro, fue Jorge Tchomlekdjoglou quien más la lloró.
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