La reconocida periodista y escritora repasa su vida dentro y fuera de la televisión. Su Italia natal, la guerra, sus hijos, sus nietos y todo lo que le queda por hacer
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Atravesar la puerta de la casa de Canela es, de alguna manera, entrar en un lugar donde todo es narrado, donde cada cosa tiene su historia. Y si es con la voz dulce y cálida a la que nos tiene acostumbrados Gigliola Zecchin –como así figura en el documento–, imposible quitarle el oído. La orquídea que le acaban de regalar, el biombo en miniatura con letras chinas que heredó de una de sus hermanas, las fotos familiares que cuelgan en una de las paredes del comedor, la tela que compró en una feria de garaje en Nueva York y con la que tapizó un almohadón… Todo tiene su historia, como ella misma, claro. Canela nació en 1942 en Vicenza, Italia. Es la menor de diez hermanos. Atravesó el Atlántico, vivió en Mar del Plata y en algunas ciudades de Córdoba. Se enamoró con locura de Héctor Duhalde (murió hace unos años), se mudó –una vez más– a Buenos Aires, se casó y tuvo cuatro hijos, Constanza, Aldana, Oliverio y Juan Manuel. Hizo radio y televisión durante muchísimos años y le puso su firma y un estilo muy propio a cada programa en el que estuvo. Fue editora literaria y es una apasionada escritora (de hecho, en este momento está escribiendo tres libros). A sus espléndidos 80 años, recibe a ¡HOLA! Argentina en su departamento y se entrega a la charla de manera amorosa.
-Alguna vez dijiste que de chica eras miedosa, llorona y demandante. ¿Cambió algo?
-Soy menos miedosa, menos llorona y menos demandante. Me costó 80 años de vida. [Sonríe] He ido moderando estas cosas que eran producto de la época y el lugar en el que nací. Un niño que nace en la guerra está rodeado de temor. Temor a no tener alimentos, a las bombas, a que tus padres no vuelvan. Temor a la muerte. Yo tengo la suerte de poder decir que, dentro de mi familia, me sobró alegría, motivaciones y creatividad. Por eso me parece que me fui liberando del miedo, el llanto y la demanda.
-¿En qué año vinieron a la Argentina?
-En el 48 vinieron los padres de mi madre, sus hermanos y mis hermanos mayores. Yo llegué con el resto, a comienzos de 1952. Ellos nos mandaron los pasajes, nos esperaron. No fue que llegamos y no sabíamos dónde íbamos a vivir. Emigrar cuando Europa todavía estaba bajo el temor de otra posible guerra era una salvación.
-¿Las vivencias de la guerra desaparecen en algún momento de la vida?
-No. Yo sigo siendo una persona muy prudente que trata de no enfrentarse a los demás si no es indispensable. Cuando es indispensable, lo hago. Pero la obediencia, la prudencia y el sentido común fueron cosas que yo recibí desde muy chica. Que son las cosas que te permiten sobrevivir, pero no siempre progresar. Si sos prudente nunca intentás lo diferente. Ahí es donde la Argentina y la vida me tendieron la mano en distintos momentos. Yo tuve mucha suerte y la acompañé con cierto atrevimiento. Evidentemente mis mayores, para poder sobrevivir, fueron muy atrevidos. Y el mayor atrevimiento fue irse a buscar horizontes nuevos. La bondad también era una virtud en mi casa. Si algo caracterizó a mis padres y a mi familia es que eran gente buena. Eso lo recibís. Yo tengo fama de buena. No soy tan buena, pero tengo la fama. [Se ríe].
-A la hora de armar tu propia familia vos también cambiaste de paisaje.
-Sí, yo me vive de Córdoba a Buenos Aires para estar con Héctor. Fue un puente que empecé a construir yo porque me enamoré de él cuando era muy jovencita. Tardó mucho en ir a buscarme. Pero cuando volvimos a vernos, yo ya tenía 18 y fue ahí cuando me le declaré.
-¿Cuántos años te llevaba él?
-Él tenía seis años más que yo. En cuanto salimos y comenzamos a vernos, me dijo que quería casarse conmigo. Y yo le dije que sí. No casamos, tuvimos hijos y una vida de mucho compañerismo, de complicidad. Él era un hombre bueno, como a mí me gustan los hombres. Bueno e inteligente.
-¿Cómo combinaste una familia numerosa con tu carrera?
-Con solidaridad, con buen humor. Yo venía de una familia numerosa dedicada a la hotelería. Vivíamos en un hotel. En un hotel no hay horarios, ni lugar fijo para dormir. Son situaciones cambiantes todo el tiempo. Yo tenía una especie de gimnasia en todo esto. La emigración, la hotelería, la familia grande. Todo eso me ayudó muchísimo el día que me preguntaron “¿Usted se anima a ponerse frente a una cámara y hacer televisión?”. Yo hasta entonces sólo hacía radio.
-¿Cómo fuiste como mamá?
-”Por los frutos los conoceréis…”. Ellos son hijos amorosos, con carreras y vocaciones muy distintas. Constanza es doctora en Psicología, Aldana hizo Ciencias de la Comunicación, Oliverio es músico, director de orquesta y compositor y Juan es empresario. Puedo decirte que todos son buenos padres. Yo no sé si fui buena madre, pero sí muy feliz.
“FUE UNA DECISIÓN MÍA”
-¿Ahora ves una cámara de televisión y huis?
-No, pero ya está. Misión cumplida. Las señales de la vejez -que son visibles- me perturbaban porque me decían “Ponete así, movete así”, “Vamos a ponerte un filtro”. No, no quiero filtros en mi vida. Tratar de tener gestualidad, actitudes y un ropaje que me haga parecer más joven no era mi vocación. Me gusta mucho aparentar la edad que tengo.
-¿Te dolió dejar la tele?
-Fue una decisión mía, así que no me dolió. Lo que me apenó un poco fue ver cada vez más claramente que no hay mucho lugar para la cul - tura en televisión. A medida que veía que los horarios de los programas culturales se volvían más marginales y que los anunciantes preferían otras áreas del entretenimiento y no la cultura, sentí que el es - fuerzo enorme que implicaba hacer un programa -hablo de Colectivo imaginario, el último programa que hice hasta 2019-, dije “ya está”. Fui decidiendo poco a poco, lo maduré en mí para que no se notara mi partida hasta el último día. Llorar en cámara no es lo mío.
-¿Y después del último programa?
-Ya estaba elaborado. Además, yo tenía un deseo postergado de hacer algunos viajes y dedicarme más a la escritura. De hecho, también ilustré mi primer libro, que hice en España. Comencé a sacar fotos y a trabajar con las imágenes. Se trata de mover el alma.
-Para mover el alma te fuiste en marzo a Tokio, Japón.
-Fui con mi hijo y un grupo a un safari fotográfico. Soy una loca. Pero sí, yo creo que tiene que haber un costado de locura en quien trabaja con el arte porque hay que lanzarse. Cambiar el rumbo. Es como ir en el barco del inmigrante, saber que viene la tormenta e ir para otro lado. Y si aparece una costa linda parar, pispear un poco por ahí.
-Tu último libro, La hoguera, habla de la búsqueda de la felicidad.
-Siempre tenemos una propuesta para ser felices, pero a veces no la tomamos. En estos tiempos modernos se habla menos de la felicidad. Ahora se habla del confort. Y entonces hay como un desvío de la humanidad hacia el rodearse de confort, vivir una vida confortable. Antes, por la felicidad eras capaz de lanzarte a un mar para rescatar a tu amada. Ahora no sé si esto es tan así.
-Escribís mucho para chicos y adolescentes. -
Es que yo siempre soy ese niño, ese adolescente. Por eso es tan importante cuidar la infancia. Hablo de la sociedad, hablo de las políticas y del consumismo. Un niño no es un ser humano al que hay que cubrirlo de juguetes, de ropa. No. Un niño es un ser que necesita ser amado, alimentado, que necesita tener un buen dormir. Pero sobre todo tiene que ser abrazado por el amor de alguien.
-¿Cómo es el vínculo con tus nietos?
-Bueno, ellos están descubriendo que yo he tenido una vida de exposición pública porque algunos ni siquiera habían nacido cuando yo ya estaba en cable. Ellos no viven lo que vivieron mis hijos, eso de estar en la calle y que nos pararan todo el tiempo para saludarme, para darme un beso. Creo que fue un sufrimiento para mis hijos. Así que yo salía poco con ellos, salíamos con la familia entera, sí. Me doy cuenta ahora de que trataba de evitar esas cosas para cuidarlos.
-¿Tenés nietos desde 6 años hasta…?
-Hasta 22. Tengo diez nietos. Me gusta mucho elegir la oportunidad de salir con uno o con otro. La última vez fui a ver el Cirque du Soleil con tres de mis nietas y pasamos una tarde divina. El sábado pasado fue dedicado a Amelia, con la que nunca había salido a comprar ropa y fue una fiesta.
-¿Ellos te acercan a la tecnología?
-Sí, claro, pero yo sólo tengo Facebook e Instagram. Hasta ahí llego.
-¿Ves televisión?
-No. Escucho radio, variando las distintas voces porque hay mover el dial. Leo los diarios. Si puedo, leo un diario italiano, también.
-¿Por qué no ves tele?
-Mirá, primero porque no la sé manejar bien y después porque no es el mundo que más me interesa. Sí veo películas y series. Me atrapan. Eso me molesta un poco, pero me dejo atrapar.
-¿Qué otras cosas te entretienen?
-Me gusta mucho hablar con mis amigos por teléfono y muchas veces vienen a tomar un café a casa. Yo he tenido dificultades con la amistad. Primero por la emigración y después porque trabajando en los medios es muy difícil construir amistades. Pero en esta etapa de mi vida, tengo nuevos amigos.
-¿Qué es el éxito?
-El éxito es algo que yo nunca busqué, pero evidentemente, desde muy chica quise estar presente y tener una identidad y cierto poder, porque no lo tenía en ningún sentido. La pobreza, la guerra, la emigración, los cambios de lugar en la Argentina. Si vos no tenés un poco de poder sobre tu propio destino es muy difícil dirigirte hacia algún lugar. Yo sabía que quería dirigirme a algún lugar para poder tener mis propias decisiones.
-Cuando dejaste la tele, ¿no te dio miedo de que la gente se olvidara de vos?
-No me lo he planteado. Acá abajo, en la esquina, cuando empecé a vivir en este departamento hace cuatro años, una señora me puso la mano en el hombro cuando estaba por cruzar la calle -cosa que me asustó mucho- me hizo girar y me dijo “¿Usted está viva?”. Entonces deben creer que tengo 120 años o que estoy muerta. [Se ríe].
-¿Te gusta o te molesta en un poco tener fama de ser tan buena?
-Es un poco molesto porque la gente cree que sos un algo tonta si sos buena. La bondad prestó a una cierta confusión respecto a mis propias ideas políticas o mis actitudes. Yo soy una persona muy moderada, pero en mis causas más profundas he sido muy firme. No me tiembla el pulso, pero tengo una actitud física y gestual de comunicación que evita la confrontación. Sobre todo, cuando la confrontación no conduce a ningún lado.
-¿Qué te queda por hacer?
-Descansar. Me queda estar más tiempo con mis nietos que con la pandemia tuvimos privación de familia. Y cuidarme mucho para tener buena salud. Con buena salud, podés ser mala. [Se ríe].
-¿Cómo te cuidás?
-Hago taichi, tengo una cinta para caminar y desde hace poco, empecé con clases de Pilates personalizadas. Tomo muy poquito alcohol, sólo en alguna comida, nada más. Me gusta comer rico, me encanta, pero soy medida con las porciones.
-¿Le tenés miedo a la muerte?
-Poquito. No la conozco demasiado y en la medida de lo posible, no quisiera conocerla por el momento. Intento, en lo que a mí me cabe del mundo, dejarlo un poquito mejor que el lugar que se me había sido asignado a mí. Yo quiero que este mundo sea un poquito más justo, más equitativo.
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