La empresaria recuerda su infancia sin amor, sus dos matrimonios que fracasaron y cómo, finalmente, encontró, la felicidad junto a Daniel, un experto en piedras preciosas
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Coqueta y aguerrida, Ada de Maurier se ve feliz y vital en su elegante departamento en la zona más exquisita de Nueva York, a pasos del Central Park. Es un lugar en el que atesora recuerdos, ya que ahí pasó muchos años junto a Daniel de Maurier, su gran amor, el hombre que le dio sentido a su vida y que murió hace cuatro años.
“Hace 25 años con Dany, mi tercer marido, nos enamoramos de este lugar por la luz, la terraza y la ubicación en pleno Manhattan. Hacía ya varios años que queríamos anexar otro departamento, porque tenía el sueño de hacer un vestidor enorme y tener una habitación para huéspedes. Pero justo Daniel se enfermó… Yo iba a desistir del proyecto, pero antes de morir él me pidió que siguiera adelante. Compré el segundo departamento hace dos años y le pedí a la arquitecta Agustina Cervera y a mi amiga, la interiorista Roxana Punta Álvarez, que se encargaran”, explica Ada.
UNA INFANCIA DIFÍCIL
Esta viajera incansable que se define como “un ave en constante vuelo”, con escalas en sus pied-à-terre de Buenos Aires, Punta del Este y Palm Beach, supo sobrellevar los avatares de una vida emocionalmente difícil y desafió los convencionalismos, se reinventó por una pasión y hoy comparte su tiempo con sus hijos Andrés (55, trabaja con ella en el diseño y venta de joyas), y Alejandro (53, físico nuclear), y junto a sus nietos, Paulina (26) y Nicolas (29). Su departamento neoyorquino durante la primavera y el otoño boreal es el punto de encuentro con amigos, muchos de ellos, celebridades que Ada conoció a lo largo de su carrera.
Su círculo cercano la define como una mujer cariñosa y empática, a pesar de que Ada tuvo una infancia conflictiva. “Mis padres eran polacos y llegamos a Argentina cuando yo tenía 2 años. Mi papá, Miguel, era abogado, muy trabajador y con principios morales muy fuertes. Eva, mi madre, era bellísima y seductora. Las expectativas de ellos respecto a mí eran opuestas: mientras que para mi madre lo importante era la belleza, para mi padre eso era algo superficial y decía que para que una persona tenga valor tenía que educarse y ‘amueblarse’ interiormente. Me costó conciliar esas contradicciones. Desde que llegué al mundo me sentí no querida”, revela Ada.
–Y, sin embargo, combina las características que esperaban los dos...
–Mi mamá decía que yo era fea, que nunca me iba a casar. Eso me daba mucha inseguridad. En el colegio fue igual. Como éramos extranjeros y yo todavía no hablaba bien el idioma, se burlaban de mí y yo me aislaba. Eso me obligaba a demostrar que era buena, a tener el mejor promedio o a ser la mejor deportista. Tuve que luchar la mitad de mi vida y sobrellevar muchas dificultades para llegar a ser la persona que soy. La llegada del deseado hijo varón para los padres de Ada, cuando ella era adolescente, la desplazó aún más en la familia. “Yo había sido hija única y de repente apareció un príncipe bello que se llevaba toda la atención y yo quedé en segundo plano”, recuerda. En busca del cariño que no recibía en su casa, se puso de novia con un fotógrafo belga que conoció en Europa, de viaje con una amiga, y se casó siendo muy joven. “Fue para demostrarle a mi madre que podía conseguir un marido, pero nuestro matrimonio duró apenas seis meses”.
–¿A los 18 ya estaba divorciada?
–Imaginate lo que fue para mi madre, ¡ahora debía encontrarle marido a una hija que, además de fea, era divorciada! Pero conocí a Lucio Szabó en el casino de Mar del Plata. Era doctor en bioquímica, buenmozo, alto, muy educado. Ese encuentro al principio no prosperó porque él no quería casarse con una divorciada. Corté yo con él, pero al tiempo nos reencontramos en una fiesta y nos casamos al año siguiente. Al poco tiempo éramos padres de dos hijos.
–¿Y era feliz?
–Cuando tuve a mis hijos me di cuenta de que me faltaba lo que me decía mi papá: “Amueblarme interiormente”, que no había hecho una carrera. Tenía un buen nivel económico y estaba muy cómoda, pero no era feliz. No había nacido para ser ama de casa. Me gustaba la calle. Quería llegar a algo en la vida y decidí estudiar Psicología en la Universidad de Buenos Aires. Tenía claro que la única independencia se logra primero por una independencia económica, que no tenés que bajar la cabeza si querés algo. Hoy hay más conciencia, pero en la época en que yo tenía 20, las mujeres no tenían acceso al trabajo y mi marido no quería que yo trabajara. Me bochó todos los proyectos que tuve.
–¿Pudo concretar alguno?
–Sí, organizar fiestas infantiles. Contrataba payasos o teatro de títeres en una época en que nadie lo hacía. Después hice remeras negras con bordados de animales en lentejuelas de colores o lámparas que se vendían bien.
–¿Tiene mentalidad de empresaria?
–Soy perseverante, ¡y capricorniana! Si quiero algo voy hacia ese objetivo y no me desvío. No sé sí está bien o mal, pero lo que me propongo lo tengo que alcanzar. Soy contrafóbica: enfrento lo que me produce miedo, y cuando lo logró la satisfacción es infinita.
–¿Qué más hizo?
–Jugué al golf con buen handicap, esquiaba dos meses por año, fui piloto de avión y tuve una vida social muy intensa que también me aburrió. Al estudiar Psicología (en una época muy turbulenta del país) intentaba lograr que esos valores opuestos con los que había sido criada –lo exterior y lo interior– pudieran convivir. Para mí, encontrar paz interna era chino básico.
–Hasta que llegó Daniel de Maurier. ¿Cómo fue ese encuentro?
–Me fui a Salvador de Bahía, Brasil, a ver a mi psicoanalista, Emilio Rodrigué, que estaba exiliado allí. Sentía una insatisfacción que no podía descifrar. No sabía qué era lo que me faltaba para estar bien. La única manera en que podía viajar sola era con esa finalidad de ver a mi terapeuta, porque mi marido no me dejaba viajar sola. En una escala en Río se me acercó un hombre y me habló en inglés. De casualidad tomábamos el mismo vuelo. Se llamaba Daniel de Maurier, un inglés experto en piedras preciosas. Fue amor a primera vista y se convirtió en el hombre de mi vida.
–Un vuelo, dos personas casadas y con familias separadas por el océano. ¿Cómo siguió la historia?
–Estuvimos todo el día juntos. Dany era divertidísimo y con un enorme sentido del humor. Almorzamos, fuimos a ver las iglesias de Bahía, cenamos. No queríamos separarnos ni para ir a dormir. Al día siguiente él se iba a Campo Formosa a ver esmeraldas y yo tenía una sesión con mi psicoanalista, que nunca se dio… Nos reencontramos esa noche en el cumpleaños de la Mãe Stella de Oxóssi, plagado de cachaça, velas y vestidos blancos.
–¿Qué pasó con su marido?
–Todo derivó en un divorcio muy conflictivo y durísimo para mí. Ninguna mujer dejaba a un hombre poderoso y con tan buena situación económica. Mis padres estaban en contra de que me separara. No había Google, ni forma de averiguar quién era De Maurier por el que estaba renunciando a todo. El miedo me desarrolló un tumor en la raíz del nervio ciático y no podía caminar. Tenía miedo, pero igual seguía. Y no me equivoqué. Por eso pienso que en la vida las decisiones uno las toma más con los sentimientos que con la cabeza. Dany iba y venía de Londres. Nos veíamos cada mes. No era tan fácil cruzar el Atlántico y él no hablaba español. Si quería que él se quedara en Buenos Aires conmigo tenía que trabajar yo para tener independencia económica.
–¿Qué hizo?
–Su especialidad eran las piedras, pero yo no entendía nada. Empezamos juntos a armar un negocio de joyería. Juntos como socios, como amantes, como una persona sola. Les vendía joyas a mis amigos, a mis vecinos, hasta que abrimos una joyería en la Avenida Alvear con mi nombre. Fui joyera por amor.
–Tiene fotos con los reyes Carlos y Camilla, Donald Trump, Barack Obama, los Bush, Plácido Domingo, y muchos miembros de la realeza, actores, políticos y famosos que son sus clientes y amigos. Pero entiendo que el encuentro que más le impactó fue con alguien en particular…
–¡Sí! [Se ríe]. Al mes de inaugurar nuestra joyería, llegó Frank Sinatra a la Argentina con su mujer, Barbara. Como imaginé que ella sería una buena compradora, fui hasta el hotel y le acerqué una tarjeta. Ella fue a la joyería y eligió varias gargantillas, y preguntó cómo podíamos hacer para que Frank las viera, porque él no salía del hotel. Se las alcanzamos hasta la suite presidencial y le encantaron. Terminamos sentados en la mesa de la primera fila con todas las mujeres del séquito de Sinatra, luciendo las joyas De Maurier.
–¿A qué alhaja le tiene más cariño?
–Me gustan todas las joyas que me rodean, pero no siento cariño por una pieza. Extrañamente, para mí los recuerdos no están en el objeto, sino en el sentimiento. Pero hay una piedra preciosa, una esmeralda que encontró Dany ese día que nos conocimos y que nunca se pulió, que quedó en bruto.
–¿Ese fue su regalo más importante?
–Lo más importante que él me dio fue conocerlo. Estuvimos 45 años juntos y tuvimos una vida maravillosa. Su regalo fue darme la felicidad. Dany nunca me cortó las alas. Los dos volábamos, y el mundo era nuestro.
Maquillaje: Sephora
Fotos: @veroruizphoto
Peinado: Herve Merlino NY
Joyas: Ada de Maurier
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