Nos abre la puerta del mítico teatro porteño para hablar de su trabajo y de su vida junto con el piloto, cineasta y empresario
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En la obra Come from away, Carla Calabrese es esa de allá; es la rubia altísima de pelo largo, es la periodista novata, es la azafata, es la que canta al costado al fondo, en los límites del escenario del Maipo, el histórico teatro porteño. Carla, además, es la que está abajo: ella dirige este musical, un gran éxito de Broadway. Y más: eligió el libro, lo adaptó del inglés al castellano y produjo la obra, como lo hace desde hace años. “Tengo el privilegio de que soy quien trae las obras a la Argentina. Si quisiera tener un personaje central, no podría dirigir, que es mi pasión. Elijo ser parte de un equipo”, admite ella, con su voz suave, en su oficina en el Maipo, un espacio inmenso que remodeló no bien desembarcó como dueña de la sala de la porteña calle Esmeralda.
La adquisición fue de a poco (empezó con la compra del 49 %) y se terminó de concretar cuando, en 2018 y antes del cimbronazo de la pandemia, Lino Patalano les cedió el 51 por ciento de las acciones que le quedaban a Carla y su marido, el piloto, médico, actor, cineasta y filántropo Enrique Piñeyro. “Comprar el Maipo fue idea de Enrique. Él sabe de inversiones. Además, es un hombre inspirador. Ha sido muy importante en mi crecimiento y me dio seguridad en todo lo que hice: cuando empecé a trabajar en teatro, él venía a ver las muestras; y cuando yo me sentí segura para dirigir profesionalmente, él estaba ahí”.
–¿Sos la reina del Maipo, como dicen algunos?
–¡Cero! Jamás imaginé estar acá. Llegué al Maipo gracias a que un asistente de Lino vio Sueño de una noche… en el teatro La Plaza. Sin conocerme, Lino apostó por mí, que venía con una obra infantil, un género que muchas veces se considera el último orejón del tarro en el teatro. En toda mi carrera, fui paso a paso, sin saltearme etapas. Todo esto empezó con las clases de drama en los colegios. Soy profesora de inglés y, en mis veintipico, tenía a mi cargo los concerts. Más tarde, creé The Stage Company, una compañía de obras en inglés y, mientras tanto, estudiaba teatro y dirección. Tener un teatro es una inversión enorme. Somos los dueños, aunque no nos vas a ver nunca sentados en una oficina. Ese sería un lugar de mucha soledad. Siento que nos respetan desde el cariño genuino y no porque compramos el Maipo. Tanto Enrique como yo creemos en el trabajo en equipo. A él, le gusta volar, pero no le gusta tener una compañía aérea; a mí, me apasiona dirigir obras… y todas tienen un hilo conductor: Come from away se habla del antibullying en Shrek; de la solidaridad y de la compasión. Cuando uno tiene inquietudes personales, estas se traducen en lo laboral. Enrique y yo hacemos cosas en las que los dos creemos”.
–¿Cómo se conocieron con Enrique?
–Volando. Hice el curso para ser azafata y, en 1993, entré en LAPA. Al año, nos pusimos de novios. Empezamos como amigos. Enrique era distinto, misterioso; hablaba poco, estaba solo y no acostumbraba rendirle cuentas a nadie. Un día, me di cuenta de que yo sentía algo más, sin embargo, ¡no pasaba nada!
–¿Entonces?
–Di el primer paso: le di un beso. Después, el problema fue mi casa: a mis padres no les parecía bien ni la diferencia de edad [ella tenía 24; y, él, 36] ni que tuviera un hijo [Andrés, fruto de una relación anterior de Enrique, tiene hoy 42 y es padre de dos chicos]. Yo les decía que si bien éramos distintos en cuanto a caracteres –él es tranquilo; y yo, en cambio, soy más hormonal [se ríe]–, nos complementábamos y teníamos los mismos valores; les decía que era divino, que era piloto, que era médico…
–¿Quién dio el paso siguiente?
–Yo. Como muchas mujeres de mi generación, tenía en la cabeza esa idea de que, si no te piden casamiento, no te quieren lo suficiente. Necesitaba ese compromiso, y él lo entendió. A los tres años de novios, le propuse matrimonio. Por suerte, me dijo que sí (se ríe). Nos casamos en una iglesia en Barbados, un lugar que habíamos visitado. Fue una boda soñada y muy íntima.
–La maternidad, ¿era una asignatura que tenías?
–Tenía muchas ganas de ser mamá. Me encantaba, además, ver cómo era Enrique con su primer hijo, Andrés. En 2003, después de nueve años de estar juntos, nació Theo. Hoy tiene 18 años y creemos que está cómodo en casa, algo que no me pasó a mí cuando fui chica. Es amoroso y estamos muy orgullosos de él. Desde hace un tiempo, hace doblajes para películas, hizo Red y Lightyear.
–Enrique te convocó para hacer su película Whisky, Romeo, Zulú, sobre la tragedia del vuelo de LAPA 3142. ¿Te gustaría dirigirlo a él?
–El papel que tuve en esa película fue chiquito y, además, ¡me cortó! [se ríe]. Igual, no me importó: estaba embarazada de Theo y nada me hacía más feliz que eso. Enrique es un excelente actor para dirigir [en el Maipo, él hace el unipersonal Volar es humano, aterrizar es divino]. Si bien considero que tengo mucha experiencia como directora –no soy el perfil del director intelectual, raro y conflictuado--, y que sé bien lo que quiero de los actores, estoy convencida de que ni Enrique ni yo querríamos pelearnos por trabajo.
–¿Compartís con él la pasión por la gastronomía?
–No soy buena para la cocina, pero Enrique lo hace bárbaro: pruebo todo lo que hace desde que tengo 24 años. Debo decir que Anchoíta [es el restaurante que inauguró Piñeyro en 2018 y tiene tan buenas reseñas de los expertos y clientes que es necesario reservar con dos meses de antelación] ha sido lo más difícil que pasé en mi matrimonio. Es verdad que yo llegaba a casa y tenía la comida preparada, pero, como contrapartida, no lo tenía a él: volaba y, cuando volvía a Buenos Aires, se la pasaba cocinando. Es que Enrique disfruta de todo lo que hace: ¡quiero todos sus planetas astrológicos para mi próxima vida! Entonces, con lo del restaurante, lo charlamos y negociamos. Si no hubiera estado ocupada con la obra El curioso incidente…, lo habría extrañado horrores.
–Bueno… no comparten tanto lo de la gastronomía, pero sí otras cosas.
–Desde que estamos juntos, hemos pasado por diferentes etapas. Lo aeronáutico vino primero. Después, cuando Enrique empezó a hacer cine, yo ya estaba haciendo teatro. Más tarde, él empezó a hacer teatro. Y ahora volvimos a lo aeronáutico a raíz de que él tuvo la posibilidad de comprar otro avión [era dueño de un Boeing 787 y, hace tres años adquirió un 737]. Después de 25 años, volví a golpear la puerta de la cabina para llevarle café a Enrique o para hacer anuncios de seguridad.
–Aunque esta vez para realizar vuelos humanitarios.
–Sí. Todo empezó durante pandemia, que no se podía hacer teatro. En ese momento, Enrique ofreció traer vacunas a la Argentina en el avión y, como acá pusieron trabas, se cansó y lo destinó para otras causas. Mientras tanto, hice otra vez el curso de tripulante de vuelo. Con Solidarie, la ONG que creamos con Enrique, estamos ayudando mucho más en Europa que en nuestro país: colaboramos con la evacuación de ucranianos por el conflicto con Rusia. Ahora Enrique está alquilando el avión para charters de fútbol: así, se sustenta el vuelo para los refugiados. Es buenísima la ecuación.
–¡Y además compraron una embarcación!
–Es un gran barco de rescate con enfermería, el único de ese tipo que está haciendo algo con el drama de la gente que se ahoga cruzando el Mediterráneo. Para hacer esta movida de la que estoy agradecida de ser parte, Enrique se asoció con Open Arms, una ONG catalana. Enrique ha hecho todo esto porque tuvo la posibilidad: se desprendió de lo que recibió de su familia [N. d. R: el abuelo materno del piloto era Enrique Rocca, hermano y socio de Agostino Rocca, fundador de Techint y parte de una de las familias más ricas del país]. Está bueno entender para qué el universo te da esa posibilidad. En la década de los noventa, dijimos: “Tenemos esto; invirtamos acá: si no sale, no sale”. Para invertir, no hay que ser hipermaterialista. Si lo sos, no querés gastar. Estoy orgullosa de estar gastando la plata en eso y no acumulando por acumular. Cuando tenés un teatro, hacés obras que movilicen, que ayuden a tener fe en la humanidad y que permitan reactivar la industria del teatro; cuando tenés un avión o un barco, ayudás. Por otra parte, tratamos de pasarla bien: no es necesario inmolarse para ayudar al prójimo. A Òscar Camps, líder de Open Arms, le encanta andar en barco: para socorrer, ya tenía el suyo y, ahora, el nuestro. Esa vida es, para mí, más interesante que tener un yacht con marineros y tirarse en la cubierta a tomar sol. Si tener un avión o tener un teatro nos permite ayudar al prójimo, bienvenido sea. Cuando das, cuando hacés el bien, cuando tratás bien a la gente eso vuelve.
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