Mandamos audios mientras caminamos, respondemos mensajes en el baño y después vemos esos temas en las publicidades de Instagram
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¿Qué le damos a WhatsApp? Todo.
En la app verde dejamos nuestras vidas. Nuestras relaciones sociales (familiares, amistades, amores), nuestro trabajo (¿cuántos subgrupos laborales se pueden tener?), nuestras cuentas (¡los chats con los proveedores de servicios son cada vez más!), nuestras agendas (todas nuestras actividades, probablemente, tengan registros en chats), nuestro banco de memes y stickers, nuestras fake news.
Le damos todo a WhatsApp. Te amamos, WhatsApp.
Buen día, tenés un mensaje
Ya lo sabemos, ni siquiera es un spoiler: despertamos y lo primero que hacemos es mirar el celular. Y siempre –siempre– tenemos un mensaje de WhatsApp. Es probable que esos primeros mensajes determinen el curso de nuestro día. Muchos trabajamos por (con) WhatsApp, incluso antes de que el home office se volviera famoso con la pandemia. Un simple mensaje puede cargarte el día de laburo. Un pedido a contramano, una urgencia, hasta un despido. Por la app, también, arreglamos nuestros encuentros con los demás. ¿No te acordás de cuándo fue la última vez que viste a Mengano? Revisá tu chat con él. También –y esto es un dato aparte– el contenido de tu WhatsApp va a definir todas las publicidades que te vas a comer cada vez que entres a Instagram. (Ahí está el “uso de tus datos” y la prueba casi irrefutable de nuestras conversaciones seguramente no tengan nada de privado). Y, como extensión, puede que en esos ¡15 segundos! que dura una story en formato chivo esté el punto cero de tu siguiente compra.
WhatsApp cambió nuestras vidas porque cambió la forma en que nos comunicamos. Nuestra compulsión a la conexión, a la comunicación, a socializar nos hizo llegar a la app.
Línea de tiempo
Si somos de las generaciones que llegamos a comunicarnos por teléfono de línea –coordinar una hora, tratar de conseguir un poco de intimidad en la casa familiar, ni hablar si había que ir a llamar desde el living de un vecino–, por chat de Messenger –vía cíber o una conexión de internet que cortaba el teléfono en casa–, por mensaje de texto –primero aprendimos a quedarnos sin crédito, después a elegir con precisión científica qué números poner gratis–, cuando llegaron los WhatsApp todo se volvió más sencillo. Aunque podías quedarte sin internet y tus mensajes permanecían clavados en espera para salir, un wifi te salvaba la vida. Más aún cuando se volvió gratuito y no importaba si no tenías datos. Después empezó el tráfico de imágenes y videos. Se armaron los grupos, que antes eran solo de amigos y familias, y hoy son de todos. Y llegaron las cadenas de oración. Las primeras fake news antes de que existieran las fake news. Los mensajes políticos. Las tildes azules. Las clavadas de visto. Poder desactivar las tildes azules. Y los memes –que ojalá se queden para siempre–.
WhatsApp cambió nuestras vidas porque cambió la forma en que nos comunicamos. Y no es que WhatsApp nos volvió compulsivos a estar conectados. Nuestra compulsión a la conexión, a la comunicación, a socializar nos hizo llegar a la app. Y esta herramienta que tanto amamos la terminamos odiando porque a la vez nos satura y se convierte prácticamente en nuestra única forma de contacto: vía pantalla. Y ni hablar cuando llegó un virus y encerró al planeta entero.
La historia
Todo esto empezó en 2009, cuando el ucraniano Jan Koum y el estadounidense Brian Acton vieron que los chats de BlackBerry copaban el mercado de telefonía móvil, pero tenían un problema que podía verse desde cualquier lado: su popularidad terminaba si tu celular era de otra marca. Entonces, Koum –el hombre de la idea– decidió crear una herramienta de mensajería instantánea multiplataforma. Y, eureka, WhatsApp. Tan solo al descargarla te daba acceso a chatear libremente con todos tus contactos. ¿El secreto? Accedía a todos tus datos. Eso, a la vez, la volvía fascinante e insegura. Un aceptar y todo estaba online.
A pesar de que se metía en tus datos –hace más de 11 años hablar de datos no era lo mismo que hoy–, empezó a crecer como ni siquiera lo había logrado Facebook. A los cinco años de vida, WhatsApp llegó a los 445 millones de usuarios. Ese tiempo la red social de Mark Zuckerberg captó a 145 millones de personas. Quizás haya sido por eso que en 2014 Facebook compró WhatsApp por US$19.000 millones.
En febrero de 2020, la app verde anunció que había llegado a los 2000 millones de usuarios.
Los datos
Todos esos miles de mensajes que van y vienen en nuestros smartphones llevan info de quiénes somos, qué hacemos, qué nos gusta, qué no. En esos mensajes vamos nosotros.
En enero pasado, WhatsApp anunció que iba a cambiar su política de privacidad. O sea, cómo manejaba nuestros datos. Dijo que ahora iba a poder acceder y usar la información del registro de tu cuenta, como tu número de teléfono, los datos de operaciones que hacés en la app, la data de cómo interactuás con los demás, incluidas empresas, información sobre tu teléfono (carga de batería, proveedor de servicios de internet, potencia de la señal, sistema operativo), y tu dirección IP.
Todo eso está ahí, y es probable que viniendo de Mark Zuckerberg ya lo estén usando para definir los algoritmos de Facebook a Instagram. ¿O acaso cómo nos aparecen las publicidades en nuestras redes después de que le contamos a alguien que queremos cambiar la computadora? No es magia. Pero, bueno, lo blanquearon. El tema se volvió trending topic en todo el mundo y los registros en apps, como Telegram, empezaron a contarse de a miles por minuto.
Entonces, WhatsApp dijo que posponía sus cambios. Que habían generado confusión entre los usuarios. Y aclaró que la app “fue construida bajo una simple idea: lo que compartas con tus amigos y familia se queda entre ustedes. Esto significa que siempre protegeremos tus conversaciones personales con encriptación de punto a punto, así que ni WhatsApp o Facebook pueden ver estos mensajes privados”.
Te odio, WhatsApp. Porque sabés todo de mí.
Porque tenés todo de mí.
Te amo. Te odio. Dame más.