La clase de angustia que se presenta cuando la belleza hace mal
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Empachado de paisaje, trato de ver dónde termina el cerro Bayo, pero la vista se pierde antes de llegar a las cumbres altas. En el bosque, compruebo al tacto la frialdad de los arrayanes y admiro la cualidad de cámara frigorífica natural de los árboles legendarios. En la playa, busco un reflejo en el espejo inmóvil del lago Nahuel Huapi (“¡qué narcisista!”, diría un psicólogo de café) y la quietud del agua, más plana que un plato playo, la limpidez del cielo y el congelamiento estático de la montaña son remansos para los que vivimos con el cielorraso pegado a nuestras cabezas, o con el ruido de los bocinazos aún en la madrugada. Y, por eso, nos resulta inverosímil que una nacida y criada acá nos diga, en la declaración de la que no dan crédito los oídos, “vivir acá es vivir en Villa La Angustia”.
Estamos en el invierno de nuestro descontento. Habrá que pasarlo, dijo alguien menos ilustre que Shakespeare, el muerto que gozaba de buena salud hasta que el noticiero informó lo contrario. Lugareña de la Patagonia más feliz, esa que tiene ramilletes de rosa mosqueta en lugar de piedras, se queja de que la atracción turística es taimada: ofrece lo mejor al que llega rápido y se va pronto, aquel que viene para pasar una semana en la nieve. Al que se queda le restan el vacío y la incertidumbre del que vive al sur del sur. Para mí, ella sufre del síndrome del viajero: es una clase de angustia que se presenta cuando la belleza hace mal. Insoportable por exuberante y omnipresente, la lindura de la naturaleza se nos antoja antinatural a quienes crecimos impregnados de beige consorcio. También se conoce como síndrome de Stendhal porque la sufrió en carne propia el autor del novelón Rojo y negro la primera vez que visitó Florencia: admirado hasta la locura ante la presencia del Domo, el campanario y el David, sufrió taquicardia, mareos, visión borrosa, delirios, alucinaciones y el síntoma fatal, ese que los médicos definen como “pata de elefante”, una presión en el pecho que anuncia el estallido cardíaco.
Son los síntomas de la angustia. Me parece que sufrir así en el paraíso no solo es una injusticia, sino también una provocación al destino: “Pensaba que estaba mal entregarse a tales pensamientos, que eso podía traer mala suerte”, escribió Emmanuel Carrère en Una semana en la nieve, su novela sobre un niño que se pone triste durante las vacaciones en un paisaje nevado y gélido. Además de la mufa, angustiarse aquí es el recordatorio más cruel del sitio al que llegamos como especie: afincados en la fealdad del techo de durlock y el piso flotante, la belleza auténtica se nos hace intolerable.