Cada sociedad ha hecho culto a algún tipo de hidroterapia.
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En el primer piso de un hotel de cuatro estrellas enclavado en Potrero de Los Funes en la provincia de San Luis, dos piscinas climatizadas con luces de led azules que evocan inmediatamente el recuerdo lejano de la película ochentosa Tron atraen como un imán a los huéspedes. De día y de noche: padres, madres y su troupe estridente de hijos/as, pero también jóvenes, adultos mayores, parejas y solitarios acuden a ellas religiosamente. El agua los llama, los convoca. Les dice: “Vengan”.
Su función, piensan, va más allá de la limpieza del cuerpo. Acuden a ellas convencidos de que los ayudará a recobrar aquello que consideran que han perdido: puede ser vitalidad, juventud o alegría. Al introducir con cuidado primero un pie y luego el otro en estas piscinas calientes, entran en comunión con una tradición antigua, la hidroterapia, que los conecta con millones de personas que en el pasado han disfrutado del agua como medicina.
Además de representar la purificación del cuerpo y propiciar la socialización, el agua es el remedio más antiguo contra la enfermedad.
Si bien hay registros de grandes piscinas comunales construidas en el valle del Indo alrededor del 2500 a. C. en las ruinas de la ciudad perdida de Mohenjo-Daro (Pakistán), la práctica –como institución, como ritual– se remonta a los antiguos griegos: en las piscinas de inmersión colectivas o bajo las cascadas de agua fría de los balaneia o baños públicos que hicieron famosa a Atenas, en especial desde el siglo V a. C., los habitués se enteraban de lo que ocurría fuera de la polis de boca de los viajeros que visitaban o socializaban con sus amigos. Eran los Starbucks de la época. Sócrates los frecuentaba y fue en uno de estos baños públicos donde Aristóteles estudió los vapores que emanaban del agua caliente.
Posteriormente, los romanos los potenciaron: los baños públicos fueron allí verdaderas catedrales, con deslumbrante arquitectura, cúpulas y obras de arte. En la época de su mayor esplendor en el siglo I d. C. llegó a haber 170 baños solo en Roma.
Los hammams o baños turcos mantuvieron viva esta tradición desde el siglo VII: no se trataba ya de limpiar solo el cuerpo, sino también el alma, por lo que fueron espacios a los que se acudía en los acontecimientos más importantes como bodas o para dar a luz. Hasta el siglo XIV, cuando muchos de ellos fueron poco a poco abandonados por el miedo a la peste.
De una manera u otra, cada sociedad hizo culto a estos ritos de purificación que alternan frío y calor: los rusos tienen “la banya” y los japoneses cuentan con los “onsen” (aguas termales de origen volcánico) y el “sento” (baños públicos popularizados desde el siglo XV). Mientras que los coreanos van a los “jjimjilbangs” y el sauna se encuentra en el centro del tejido cultural finlandés.
En el siglo XIX, los médicos prescribieron hidroterapia prácticamente para todo, tanto para enfermedades reales –de gota a artritis– como imaginarias. Al mismo tiempo que en los hospitales psiquiátricos se impuso el método de usar duchas frías para tratar la locura, los balnearios termales se multiplicaban en Europa con techos abovedados, paredes de mármol y pisos de mosaico, oasis de tranquilidad alejados de la vida acelerada.
Inaugurado en 1896, el Danubius Health Spa Resort Nové Lázne en la República Checa atrajo a Freud, Edison, Kafka, Nietzsche y Kipling. Y, desde 1913, los Baños Széchenyi, con estilo neobarroco y neorrenacentista y 15 piscinas cubiertas, son una de las principales atracciones de Budapest.
Si bien hay registros de grandes piscinas comunales construidas en el valle del Indo alrededor del 2500 a. C. en Pakistán, la práctica –como institución, como ritual– se remonta a los antiguos griegos.
“El agua es el remedio más antiguo contra la enfermedad. Ningún otro agente es capaz de producir tal variedad de efectos fisiológicos”, se lee en la biblia de este tema, Rational Hydrotherapy (1902), escrita por el médico John Harvey Kellogg.
Más conocido por haber dado el puntapié a la comida ultraprocesada con sus famosos cereales, este médico excéntrico –de metro y medio de altura, vegetariano estricto y vestido siempre de blanco– fue una celebridad a principios del siglo XX. En su lujoso sanatorio de Battle Creek en Michigan, este dictador puritano recetaba lavado de colon para la desintoxicación corporal, junto a baños fríos, calientes y hasta baños de luz eléctrica.
Y nada de sexo: de hecho, Kellogg –encarnado por Anthony Hopkins en la película The Road to Wellville (1994)– fue el líder del movimiento antimasturbatorio norteamericano. En la mente retrógrada de Kellogg, el onanismo y el estreñimiento eran las raíces de todos los males de la humanidad. Los dos, decía, estaban estrechamente relacionados: la causa común era la falta de fibra, tanto dietética como moral, solo remediada por una buena ducha fría.