Un día, el monarca desapareció y dio lugar al mito y a los tantos que se hicieron pasar por él, a pesar de no tener un solo parecido.
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¡Que se vayan todos!”, se escucha en la plaza cada cierta pila de años y en la paradoja antipolítica (solo la política puede resolver los problemas de la política) se esconde un reclamo popular: que se queden y arreglen lo que rompieron. En el delirio que las monarquías fomentan, el rey Sebastián de Portugal asumió el trono a los 3 años, en 1557, y si es injusto decir que gobernó por capricho, ya de mayor fue un guerrero heroico, al que llamaron “el otro Alejandro” y que compartía con el magno aptitudes bélicas e inclinaciones personales: “No tenía ojos más que para sus ambiciones, de suerte que la simple belleza de una mujer no parecía atraerle”, lo describen con pudor.
Alto, esbelto, vigoroso, de ojos claros y cabello rubio rojizo (“su tez era tan fina y transparente como la de una muchacha”), Sebastián era un soldado extraordinario que se propuso encabezar unas nuevas cruzadas y conquistar Marruecos, y luego todo el norte de África, en una guerra que ningún episodio de Game of Thrones es capaz de empardar: más de 18.000 portugueses que llegaron en incontables barcos contra 55.000 moros con el triple de cañones. El resultado fue desastroso para Sebastián y el 5 de agosto de 1578 desapareció en pleno combate y nació la leyenda. Muerto o vivo, nunca volvió a Lisboa.
En un desfile interminable de impostores, como esos que se presentan en la televisión para decir que son hijos de Perón o de Sandro, el palacio recibió a decenas de falsarios, algunos tan improvisados como un cocinero español que tenía 60 años cuando el rey apenas habría llegado a los 40. Pero ninguno como uno que se hacía llamar el Caballero de la Cruz, que llevó el timo hasta el mismísimo Vaticano y que, a pesar de la credulidad del pueblo, al que no le importaba que este Sebastián fuera bajo, grueso, blandengue, de ojos oscuros y cabello negro ceniza, carecía de un saber que lo delataba: no hablaba portugués. Por las dudas, lo ejecutaron.
Como un Mesías esquivo, Sebastián se convirtió en un mito romántico, un rey durmiente que volverá para salvar a su pueblo cuando las papas quemen en serio. Podría parecer exagerado decir que los portugueses todavía esperan la llegada de su salvador, pero el sebastianismo, que tiene el mismo mérito que los sueños o las religiones, alcanzó al poeta nacional Fernando Pessoa, que le dedicó un ensayo donde analizó la persistente obsesión en el inconsciente colectivo. ¿Acaso el mayor drama de una nación es que la gobierne alguien que no existe? Es inevitable: ante cada situación de peligro, y en esta época hay muchas, los devotos aguardan la aparición de Sebastián como emblema del gobernante virtuoso y, ante cada decepción, que también hay muchas, gritan a los impostores: “¡Que se vayan todos a dormir!”.