Una mudanza soñada a una cabaña de madera. Meditación zen y cultivos agroecológios, o la materialización del sueño de los austeros.
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Casi todas las personas que conozco tienen sueños recurrentes con alguna casa. Una casa de la infancia, generalmente. En mi caso, el escenario recurrente de varios sueños es el departamento de mis abuelos en el barrio de Flores. También aparecen otras casas en mis sueños: casas desconocidas o familiares, casas abandonadas, mutantes, modernas, misteriosas. Se dice que una casa puede representar nuestra propia psiquis, con sus partes luminosas y oscuras, con sus sótanos, áticos, y rincones inexplorados. Durante más de 10 años, Carl Jung fue construyendo una casa en piedra que representaba su comprensión del alma humana. En un cubo de roca frente al lago, está tallado: “El tiempo es un niño que juega como un niño”.
Viví en varios departamentos, me mudé muchas veces, y siempre me costó sentirme en casa; prefería irme a caminar o sentarme en un café a leer un libro. Pero cada vez que estaba lejos de la ciudad, en algunas vacaciones, o visitando algún lugar en el campo o en la montaña, me perseguía esta obsesión de imaginarme viviendo en una casita modesta, alejada, llevando una vida contemplativa cerca de la naturaleza.
Hace algunos meses, una mañana muy temprano, me llega un mensaje al celular. Un amigo que está entrenando a un equipo olímpico de fútbol llegó a su habitación del hotel en Tokio y, al ver en el cajón de la mesita de luz un libro de escrituras budistas, se acuerda de mí y me escribe. Me adjunta la foto del libro dentro del cajón. Estoy sorprendido y agradecido por esa comunicación espontánea con el otro lado del mundo. Saco una foto y se la mando: mi mujer, Gime, duerme al lado mío, nuestras piernas debajo de la frazada apuntan a la ventana de la cabaña, donde la luz está empezando a hacer visible el dibujo de las ramas de los árboles. Es una de las primeras veces que dormimos ahí, después de más de un año de avanzar en el proyecto. Al fin, estoy en casa.
La compañía de los solitarios
Voy muchos años hacia atrás. Tengo unos 19 y me doy cuenta (¡de verdad!) de que me voy a morir. Y que puede pasar cualquier día de estos. Todos nos damos cuenta en algún momento, y después, en general, nos olvidamos. Vivimos como si nuestro tiempo fuese ilimitado, como si estar vivo fuese un derecho: perdemos un colectivo y se nos arruina la tarde.
Empiezo a leer libros de las tradiciones de sabiduría: el yoga, el taoísmo, el vedanta, el budismo tibetano, el sufismo, el Bhagavad Gita. Necesito saber en qué creo. Pero sobre todo, necesito llegar tranquilo al momento de morirme, que milagrosamente, al día de hoy, no llegó. Me encierro en mi habitación, prendo sahumerios, y medito. Mi vieja piensa que me estoy drogando.
Un día leo en el diario acerca de un argentino que, después de vivir 10 años como monje en Japón, había vuelto a Buenos Aires. Le escribo, quiero hablar con él. Nos encontramos en el café Varela, Varelita; es alto y lleva la cabeza afeitada. Le suelto una batería de preguntas interminable sobre la reencarnación, el karma, el universo, los agujeros negros, el arroz integral, el sentido de la vida. Creo que no me contestó ninguna. Pero me invitó a sentarme a meditar una o dos veces por semana en su espacio. En la transmisión del zen, voy a aprender pronto, se habla poco y se pasan muchas horas con el traste en el almohadón.
Con el tiempo me empiezan a hacer compañía los poetas místicos, los sabios ermitaños, los derviches errantes, y otras criaturas por el estilo. Y lo que pasa es que la vida se empieza a poner un poco rara cuando te acercás a ellos y sus ideas. De pronto, las cosas que la mayoría persigue dejan de interesarte, te metés en una búsqueda que muchos no entienden para qué sirve. Quizá te cuesta entender algunas cosas del mundo, y no sabés si te estás volviendo más lúcido o más estúpido.
¿No nos vendría bien hacer espacio en nuestras vidas para pensar cómo queremos vivirlas, antes de que el maremoto de la urgencia nos haya llevado demasiado lejos de lo importante?
Leo los poemas de Ryokan, un monje que pasó los últimos 30 años de su vida viviendo en una cabaña que encontró abandonada en el monte Kugami, mendigando su comida en el pueblo, conversando con los campesinos, escribiendo poemas y jugando inocentemente con los niños. Se hace llamar “Daigu”, el gran tonto, y una noche en que al volver a su casa encuentra que alguien le había robado lo poco que tenía, escribe un poema en el que cuenta que al ladrón se le olvidó la luna en la ventana. Leo las Notas desde mi cabaña de monje, de otro poeta canónico japonés, los diarios de Paul Brunton en los Himalayas, las historias de los padres del desierto. Me hago amigo, también, de Thoreau, que ya en el siglo XIX se había dado cuenta de cómo nos estábamos volviendo dependientes y esclavos de las comodidades que trae el progreso. Thoreau construyó, con sus propias manos, una cabaña pequeña en el bosque de Walden; quería saber de cuántas cosas podía prescindir. Fue, a la vez, un ermitaño y un hombre sociable, y también un defensor de la desobediencia civil. En sus propias –y ya famosas– palabras iniciales de Walden: “Fui a los bosques porque deseaba vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, de que no había vivido”.
En las Notas desde mi cabaña de monje (Hōjōki), su autor, Kamo No Chomei –otro poeta canónico de Japón– habla sobre el horror que le tocó ver en la ciudad: el hambre, la peste, las catástrofes naturales, y sobre su decisión de irse a la montaña para dedicarse a la meditación. Chomei encarna también este arquetipo del personaje que abandona el mundo y sus vanidades para volverse un solitario. Pero vale mencionar que el “viaje del héroe” del budismo zen termina –un poco como el Zaratustra de Nietzsche– con el sabio que vuelve al mercado y, mezclado con la gente, en la vida cotidiana, encuentra lo sagrado en todas partes.
Retirarse del mundo es, en el mejor caso, la mitad de la película. Se me hace que los ermitaños y los que viven en las grandes ciudades son como los bordes de una herida, que en algún momento se tiene que cerrar. ¿No necesitamos incorporar un poco de introspección a nuestras vidas frenéticas? ¿No sería bueno reencontrar el encanto de lo simple, y vivir con menos? ¿No nos vendría bien hacer espacio en nuestras vidas para pensar cómo queremos vivirlas, antes de que el maremoto de la urgencia nos haya llevado demasiado lejos de lo importante?
Preguntas compartidas
Desde hace 10 años, cada tanto voy de visita a lo de mi amigo M, que pasó de ser un diseñador gráfico e ilustrador tiempo completo a vivir en una casa en las afueras de un pueblo, y sin internet. Para avisarle, le escribo un mail, que va a leer en la computadora de la biblioteca del pueblo. Cuando nos conocimos, compartimos muchas charlas mientras él se debatía entre mantener su estatus laboral o lanzarse a una vida lejos de la ciudad.
Yo también me siento atraído por hacer un cambio así, y descubro que muchos, al pensar en eso, nos hacemos preguntas parecidas. No solo me pregunto de dónde voy a sacar los recursos para hacer una casa, o dónde hacerlo, o de qué voy a vivir. Me pregunto también si no estoy loco, si ir a vivir en condiciones más rudimentarias es un avance o un retroceso; me pregunto si –como en el koan sobre el árbol, que cae solo en el bosque sin que nadie lo escuche– mi vida tiene algún valor cuando no estoy produciendo; me cuestiono si puedo estar una tarde entera solo viviendo y contemplando sin sentir culpa. ¿Cuánto vale lo que no tiene valor en el mercado?
Terra incógnita
En uno de sus proverbios, William Blake dice que el que piensa mucho y no actúa engendra pestilencia. Un par de años atrás, casi sin darme cuenta, me encontré haciendo cosas más concretas para avanzar con la idea. Visito una inmobiliaria en el pueblo donde vive mi amigo, miro lotes, averiguo precios; busco en la web ciudades, localidades, rutas; miro mapas, me entero de la densidad de población y de la antigüedad de varios pueblos en la provincia; evalúo métodos y materiales para la construcción; miro videos de gente que se fue a vivir a Alaska o a una camioneta; hablo con amigos y desconocidos que se fueron lejos, les pregunto cómo hicieron; me pongo a ensayar el cultivo de verduras en macetas en el patio de casa.
Creo que a todos, de una manera u otra, la pandemia nos sacudió las estructuras. Y, si bien cada historia es diferente, me animo a decir una generalidad sobre las grandes crisis: nos obligan a hacernos preguntas del tipo “¿es esta la forma en que quiero vivir mi vida?”.
En este último tiempo creció la cantidad de gente que empezó a migrar fuera de las ciudades. La ciudad ofrece mucho: todo está accesible, el supermercado chino a la vuelta de tu casa, el shopping, la oferta cultural, un delivery de lo que se te ocurra a la hora que se te ocurra. Tiene la mayor variedad de ofertas para entretenernos. Pero entretenerse puede ser también una forma de estar distraído, de mantenerse corriendo una carrera sin pararte a ver si te lleva adonde querés ir. Y lo que es peor: el nivel de consumo de las ciudades es inviable, no funciona.
Todos los pronósticos para las próximas décadas acerca del impacto que va a tener el nivel de contaminación que estamos generando son aterradores. Pero hay algo que nos incita a mirar para otro lado, a seguir la fiesta que ya nos está pasando una factura que van a pagar las próximas generaciones.
En medio de la cuarentena, y a ciegas, sin poder visitar el lugar, compré –con algo de ahorros personales y una gran ayuda de ahorros familiares– un lote dentro de un condominio en lo que antes fue un proyecto de ecovilla a unos kilómetros de Navarro, en el oeste de la provincia de Buenos Aires. El lugar tiene algunos espacios de uso común: una cocina comunitaria, un auditorio, y algunas fuentes de energía limpia. Pero cada persona o familia tiene su espacio personal, donde construir su vivienda con métodos sustentables.
Composición tema: la casa
Faltan pocos meses para el final del 2020. Me separé después de una relación de casi tres años que me dio mucho apoyo durante todo el proceso. Tengo 41 años, y mis cosas guardadas en cajas en lo de mi mamá, estoy durmiendo en el living de la casa de mi abuela, y no tengo con qué pagar un alquiler: todos mis ahorros y lo que puedo ganar van a la construcción de la casa que, hasta el momento, no es más que una idea, un dibujo en un cuaderno. La noche de fin de año, con mi primo Carlitos, que es casi arquitecto, revisamos el primer boceto de lo que va a ser mi hogar: una cabaña de madera de 24 m², elevada sobre pilotes de quebracho, con un deck de madera en la entrada.
En primavera, los pájaros empiezan a cantar bien temprano (de a poco vamos aprendiendo a distinguir el canto de cada uno) y al anochecer empiezan a escucharse los grillos. Por las noches, se escuchan las ranas.
Empieza el 2021 y se van alineando los planetas. Conozco a Gime. En nuestro primer encuentro hablamos –entre mates– de arte, de yoga, de espiritualidad, de libros, de músicas varias (yo toco música clásica de la India y ella canta música del Renacimiento en un coro), y probablemente de comida. La segunda vez que nos encontramos a charlar, frente al río, le cuento de mi proyecto, sin saber si eso iba a ser un punto a favor o un impedimento para estar juntos. Resulta ser que ella estaba buscando algo muy parecido. Hacía poco tiempo le habían robado casi todo lo que tenía, había renunciado a un trabajo estable y estaba buscando rearmar su vida; se imaginaba, también, en algún lugar cerca de la naturaleza. No tenemos dudas: ese día, mi proyecto de vida y el suyo se vuelven el nuestro.
Por otro lado, hablo con dos hermanos que trabajan en la construcción de casas en madera (Brüder Woods) para que se ocupen del proyecto. Empezamos a visitar con Gime el terreno algunos fines de semana en el verano. Un día, simplemente, nos sentamos ahí a tomar mate y a pensar dónde íbamos a construir. Después, hicimos talar algunos árboles para hacer espacio y trabajamos más de una tarde moviendo los troncos que quedaron de la tala, a pleno sol.
El plan de terminar la casa para el invierno se cumplió a tiempo, pero el presupuesto –incluidos un par de préstamos– no alcanzó para varias cosas importantes. No pudimos comprar los paneles solares para dar electricidad, ni hacer el pozo de agua ni el baño. Así que el comienzo fue así: dos bibliotecas llenas de libros, un sofá cama que nos regalaron, cajas de ropa, algunos cuadros, banderitas tibetanas, un par de instrumentos, y prácticamente nada más. El agua la traemos en un bidón desde Capital, o vamos a buscarla al centro comunitario, que queda a unos 200 metros de casa. El baño, seco, portátil, tiene un pequeño depósito que hay que vaciar bastante seguido. Y, a falta de electricidad, tenemos una batería recargable que alimenta unos focos de led que nos sirven para tener luz cuando se hace de noche. De vez en cuando, nos damos el lujo de mirar una película con la laptop, pero la mayor parte de las veces preferimos leer un rato o salir a ver las estrellas. A nuestro hogar lo llamamos “casa Sarasvati”, en homenaje a la diosa de las artes, la música y el conocimiento en la tradición hindú.
Un día, en medio del invierno, empiezo a tener fiebre alta. Un hisopado en el pueblo me da positivo de covid. Tenemos que quedarnos dos semanas en aislamiento y no podemos ni ir al pueblo, que además está a unos 15 kilómetros. Por la noche, como todavía no tenemos calefacción, nos acostamos bien temprano abajo de cinco frazadas, y no nos movemos hasta bastante entrada la mañana siguiente. Gime me cuida y cocina, la mayoría de las veces, con un anafe a garrafa apoyado en el piso.
Aprendimos, entre otras cosas, que cuanto más te alejás de las comodidades de la ciudad, más importancia cobra la gente. Nuestros vecinos nos llenan de gestos que agradecemos de corazón: uno nos trae unas botellas de agua, otra nos hace unas compras en el pueblo, una pareja nos ofrece su casa con calefacción cuando no están, todos nos ayudan y apoyan. Que les llegue a todos ellos nuestro agradecimiento y abrazo desde estas páginas.
Cortar leña, acarrear agua
Antes de la iluminación,
cortar leña y acarrear agua.
Después de la iluminación,
cortar leña y acarrear agua
Proverbio zen
Matsuo Bashō recomendaba a los jóvenes poetas que acerca del pino, aprendan del pino, y acerca del bambú, aprendan del bambú. En la naturaleza, es la naturaleza la que te enseña si te disponés a ver, sentir y escuchar. A mí, que soy bicho de ciudad desde la cuna, me sorprende cada día con cosas nuevas. En la Babilonia, los cambios no son muy drásticos: los edificios y los semáforos cambian poco, y las corrientes migratorias de los autos y colectivos son casi siempre iguales. En la naturaleza, en cambio, todo es un flujo, y te invita a moverte con él. Acostumbrados como estamos a medirnos por nuestra productividad o la cantidad de likes que pescamos con las redes sociales, la naturaleza nos devuelve un reflejo diferente: el valor de cada cosa está en ser lo que es, solo hay que florecer. Tolstoi, sabiamente, se lamentaba de que hubiera quienes cruzaban el bosque y no vieran más que leña para el fuego.
En primavera, los pájaros empiezan a cantar bien temprano (de a poco vamos aprendiendo a distinguir el canto de cada uno) y al anochecer empiezan a escucharse los grillos. Después de algunos días de lluvia, por la noche, se puede oír el sonido de las ranas. En verano, la maleza crece muchísimo y, por el calor, uno prefiere trabajar temprano o al atardecer. En invierno necesitamos leña para la salamandra, y para trabajar con el hacha es mejor aprovechar las horas de sol, donde el frío afloja un poco. La mañana, en cambio, nos invita a estar adentro y desayunar algo caliente.
Nuestras vecinas más cercanas son las vacas; las vemos desde la ventana de la cocina. Los cuises, precavidos, salen de las madrigueras en la tarde para comer, pero se esconden si pasás cerca. Ayer nos quedamos mirando un nido de barro hasta que asomó la cabeza un pichón de hornero. Otro vecino nuevo.
Parte de lo bueno de perseguir un sueño es despertarse, darse cuenta de que todo tiene su lado B, su precio, sus sinsabores, sus complejidades; de que los ideales sirven para avivar el fuego, pero no existe el momento de la vida en el que, finalmente, llegamos.
Hay que cortar leña, desmalezar, regar, hacer arreglos, limpiar la casa, que se llena de polvo todo el tiempo. Muchas veces, mientras yo corto el pasto (a mano) o hago algo con las maderas, ella trasplanta suculentas y llena la casa de vida con detalles de colores. Después del almuerzo, nos gusta leer en el sillón; a veces, hacemos música o yoga.
Arrancar de cero y vivir momentos austeros nos hace ver cada cosita como un lujo: un día, finalmente, tuvimos nuestra mesa de madera, el anafe dejó de estar en el piso para quedar sobre un mueblecito en el que guardamos las especias, la yerba, los platos; a falta de agua corriente, armamos un mueble rústico con una bacha que desemboca en un bidón. Con restos de maderas de la construcción hicimos unos bancales para empezar nuestra huerta. La naturaleza nos enseña a trabajar con ella. Lo poco que sé sobre el tema de cultivar lo aprendo probando, y aplicando algunas cosas que aprendí en la huerta comunitaria La Unión, de Villa Pueyrredón. La semana pasada, en casa, cosechamos nuestros primeros papines, que Gime cocinó para el almuerzo.
And in the end…
Lanzándome a la vida alejada, me encontré, más que nunca, formando parte de una comunidad. Además, antes de poner el primer pilote de madera, la casa ya era un proyecto compartido. En todos los momentos difíciles que pasamos, tuve al lado una compañera que me hacía recordar que, aun si no tenemos mucho, tenemos todo: estamos juntos, tenemos un techo, un cielo estrellado, estamos vivos. A los pocos meses de conocernos, nos unimos en una ceremonia que dirigió un lama tibetano, y menos de un año después, nos casamos.
Parte de lo bueno de perseguir un sueño es despertarse, darse cuenta de que todo tiene su lado B, su precio, sus sinsabores, sus complejidades; de que los ideales sirven para avivar el fuego, pero no existe el momento de la vida en el que, finalmente, llegamos. Siempre estamos llegando. Así que si no aprendo a “amar el tiempo de los intentos”, estoy persiguiendo una zanahoria. Por eso, creo que un proyecto de vida no puede funcionar si se basa en escapar de algo (porque ¿dónde hay algo que en el fondo no sea yo mismo?); pero si, en cambio, ya sabemos que –como me dijo un monje zen– la tierra prometida es la que tenemos ahora abajo de los pies, entonces podemos empezar por cualquier lado, podemos embarcarnos en algo que sea una afirmación de la vida.
Unos años atrás estuve en la India, y visité Auroville, una ciudad en crecimiento fundada sobre el sueño de dos místicos que me cambiaron la vida: Sri Aurobindo y Mirra Alfassa. El sueño de un lugar en el mundo que no pertenezca a nadie en particular, sino a la humanidad; una ciudad para los que quisieran servir a la Unidad, un lugar que no estuviese centrado en el lucro y el individualismo, sino en una aspiración individual y colectiva por una vida de armonía sin dogmas. Estar ahí me hizo sentir que todos podemos aspirar a algo así en nuestro rincón del mundo, y que mi vida cobraba otro sentido cuando la entendía como una entrega a ese objetivo que es más grande que yo. Sé que ese futuro va a llegar, mi corazón está puesto ahí.
Hoy formo parte de una pequeña comunidad de vecinos que, de alguna manera, se está inventando a sí misma. Hay muchas cosas por hacer y mejorar, hay desafíos, pero se vive un clima de entusiasmo y de libertad. Hay un espíritu en común, y también espacio para que cada uno aporte al conjunto desde su forma única y particular. Quizá, reunirnos en pequeños grupos, volver a fundar los principios de una comunidad, los objetivos y los valores que queremos compartir sea una forma de empezar un cambio que con el tiempo se puede contagiar. Como termina diciendo Mary Oliver en uno de sus poemas:
“Dime, ¿qué planeas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?”.