Martín Ron, retrato de un artista que se construyó a sí mismo
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Una nena se alza en puntas de pie para cubrir una pared con bloques de Lego. Juega. Es el centro de la imagen de un mural monumental sobre la medianera de un edificio en Banfield con el que Martín Ron, el argentino posicionado entre los mejores artistas urbanos del mundo, acaba de batir el récord en altura.
Sobre la pared de 65 metros, que alberga el mural más alto de la región, la imagen de la niña es observada con atención o por azar desde centenares de ventanas, balcones y veredas. Ron colgó su cuadro a cielo abierto y dio motivos para levantar la mirada y dejarse sorprender ante una obra que rompe con la monotonía del paisaje del sur del Conurbano.
Con el diseño, el espacio público se convierte en marco de una pintura que lleva la gestualidad de la infancia a una escala magnífica. Los vecinos son ahora habitantes de unas tierras de Liliput ante el retrato de un gigante, que ya son dos, puesto que a una cuadra, sobre otra gran fachada, Ron pintó un año atrás un niño, que dialoga visualmente sobre el escenario urbano con quien conforma la nueva dupla. Próximamente, serán tres. Mientras tanto, la niña hace pie sobre el globo metalizado con el que juega el protagonista del otro cuadro.
“Cuando pinto, le doy literalmente la espalda a la ciudad; luego es la obra la que se manifiesta, hace que las cosas sucedan, le crecen alas”, comenta el artista, ya con un pie puesto en su siguiente reto superador: los 98 metros de alto del edificio Lex Tower, al que pondrá su sello en el centro porteño.
Se pagó su viaje de egresados pintando un jardín de infantes en Caseros y desde ahí no paró: del barrio despegó al mundo, realizó obras en paredones de Londres, de Moscú, de Miami, de Tailandia, entre otros sitios.
Del blanco inicial de la pared a la nena en puntas de pie, la obra en Banfield –situada al 1500 de la calle Belgrano– se ejecutó en cuatro semanas, entre los meses de enero y febrero. Dominio técnico y pincelada experta bajo el sol ardiente, jornadas frustradas por la lluvia y el vértigo sobre el balancín electrónico colgante a decenas de metros del suelo estuvieron presentes en el subir y bajar del andamio pendido de cables de acero.
Martín Ron es esencialmente pintor, no usa aerosoles. Más de 50 pinceles, igual número de rodillos, unos 250 litros de pintura y otros 200 de laca desfilaron por su atril en altura. Para la preparación de la pared y las pinceladas de base, relleno y sellado del dibujo, el autor y ejecutor del diseño cuenta con el soporte de los integrantes de su equipo, Mariana Parra, artista de Tres de Febrero, y Nicolás Dicianno, el “MacGyver” del grupo. Ninguno de los tres es amigo de las alturas, pero es principios de enero y allí están colgados sobre el fondo en blanco garabateando la pared.
Cómo pintar el mural más alto
“Hay algo del antes y el después en el proceso que es maravilloso”, sostiene este artista de 39 años que ha pintado murales en distintas ciudades de Argentina, Estados Unidos, Australia, Asia y Europa. La pared limpia recibe primero una capa de impermeabilización, para favorecer la adherencia y evitar humedades, sobre la que se bocetará la cuadrícula.
El autor de piezas icónicas como el mural de Carlos Tevez, en Fuerte Apache, el de Lionel Messi, en la Isla Maciel, o El cuento de los loros, en la Comuna 12, explica que es entonces cuando se planta sobre el muro un garabateo a mano alzada, freestyle, para marcar coordenadas. Este esquema no responde a ningún criterio estético y el equipo lo ejecuta en unas cuatro horas. ¿Va a quedar así?, se preguntaron algunos vecinos en la primera fase. ¿Quién se espera que alguien suba y garabatee sin más un edificio de 20 pisos? “Llegamos y decimos: «Arruinemos la pared». Es bastante corporal, lo hacemos con aerosol: jugamos un ta-te-ti y hacemos dibujitos, que esta vez tuvieron una impronta medio de virus, con siluetas que recuerdan la representación gráfica del covid”, apunta el artista. En este primer despliegue gráfico, que genera desconcertantes expectativas, subyace una marca de la casa: la frase “Volví, mamá”, un guiño ritual dedicado a su madre. “Con esas referencias, sé por dónde pasa el dibujo. Después, a escala, lo replicás”.
Martín Ron no usa aerosoles. Para su último mural utilizó 50 pinceles y rodillos, unos 250 litros de pintura y otros 200 de laca.
El artista superpone así sobre el esquema su propuesta artística, basada, en este caso, en una fotografía de una nena jugando. Partiendo de su combo estilístico de hiperrealismo, surrealismo, arte popular, fantasía lúdica y 3D, Ron opta por imágenes con literalidad, “con cierta poética y con mucha pregnancia”, para favorecer lecturas “fáciles y que generen algún tipo de sensación: ternura esta vez”.
En todo el proceso, el artista visualiza el avance de los resultados a través de registros fotográficos –a cargo de Joaquín Caba– con drones, tomas desde edificios cercanos y desde tierra, comprobando cómo el mural sale al encuentro con su entorno. Desde su auto y a pie, el muralista observa y, a medida que se acerca al edificio, constata: “Descubrís los piecitos, el juego con la propia arquitectura. No pinto la figurita pegada a la medianera como si fuera un tatuaje, busco la interacción y el mural sale al encuentro”. Ejemplos de ello son la tortuga marina en 3D de su emblemática pintura Pedro Luján y su perro, de Barracas (hoy inexistente), o el niño que pintó en Rusia sacando un lateral y ofreciendo la pelota a la ciudad.
A unos 40 metros de la pared, en Banfield, desde la ventana de un sexto piso de un edificio próximo, Andrea Acosta, vecina del barrio, también pintora, fiscaliza con atención los avances del mural. “Los veo y los veo jugar con pasión y profesionalismo, además de la rapidez con que lo hacen, la liviandad con que hacen los trazos y el grado de detalle, como las torzaditas del pelo o los pliegues del vestido”, opina.
En alguna ocasión, Ron da indicaciones a su equipo desde la ventana de Andrea, a la que llegó gracias a un vecino que le habló de esa vista ideal para supervisar el trabajo. El autor del mural pega un grito suave que viaja de un edificio a otro: “Van perfectos los colores, aunque de ocre denle solo una mano: lo quiero más vivo”.
En total, se aplicarán tres capas de pintura. “Es como que pinto tres veces el edificio. La primera es un planteo del color para cubrir la superficie. En la segunda, me aproximo y modelo. Empiezo a construir el volumen. Finalmente, defino los juegos de luces y sombras, el detalle fino, las últimas iluminaciones, el reflejo de luz, el pelito, los ornamentos, los detalles de las costuras, el globo”, relata.
Las escenas retratadas en ambos murales de Banfield parten de fotografías de situaciones reales. “Es lo que más me gusta. El nene es Fausti, el hijo de una pareja de amigos, y la nena es una amiguita suya. Hice con cintas la escala del edificio a la altura de él y le dije: «Fausti, jugá», y saqué fotos. La nena estaba dibujando al lado”. Sobre la complejidad del dibujo en altura, el muralista indica que la escala se domina con el tamaño de las herramientas “y escalando la distancia de lo que ves, que es el mayor desafío”.
Pintar junto a uno de los mayores muralistas del mundo supone para Mariana Parra un aprendizaje constante. “No debe quedar ni un porito sin entrar la pintura, el delineado perfecto, los colores perfectos, el balanceo. Cuando él lo dice, tiene razón, y se nota en el resultado”, señala. Nicolás Dicianno aprendió con él, especialmente, a trabajar el color. Tras la referencia del mural anterior, los vecinos de Banfield los conocen. En las ventanitas del edificio les pegan dibujitos, frases de ánimo para encarar el día, y les convidan galletitas a medida que suben y bajan sobre el balancín danzante.
"Las obras generan un sentido de pertenencia y de orgullo para el barrio."
Martín Ron
“Las obras generan un sentido de pertenencia y de orgullo para el barrio”, señala Ron. “Vivo acá hace cinco años. Hasta ahora, abría una ventana y donde ahora veo los murales veía una pared. Se convirtió en un atractivo, y las propiedades, calculo, se van a revalorizar”, agrega Andrea.
Mientras cuenta que el paso final será el laqueado para proteger la pintura del sol, el artista insiste en que, una vez finalizadas, “las obras se mueven solas, son como antenas y el entorno se adueña de ellas”. Sin embargo, recuerda que los artistas son dueños de las ideas, “pero no de las paredes gigantes”. En este sentido, destaca el rol de los desarrolladores inmobiliarios que apuestan por lo que considera una “contribución a la comunidad y una puesta en valor”. En Banfield, fue la constructora Vidal Desarrollos la que jugó este papel y puso el barrio en el mapa del arte urbano.
El muralismo urbano contemporáneo es aceptado en los circuitos del arte y se legitima con la convocatoria de creadores de todo el mundo a festivales, tours de atractivo internacional e iniciativas de embellecimiento de las ciudades. Ron menciona los ejemplos de Wynwood, en Miami, o la calle Brick Lane, en Londres. Hay festivales que reutilizan locaciones y proyectos macro vinculados a planeamientos de urbanismo.
Dentro de esta tendencia global, las ciudades empezaron a capitalizar este tipo de intervenciones, tendientes a embellecer los barrios, no sin cuestionamientos por las dinámicas de gentrificación o los desplazamientos generados por ciertos desarrollos inmobiliarios. Sobre la mutación en la identidad del espacio, el muralista considera que hay acciones que potencian el entorno, mientras sea “con cuidado” y en espacios “que necesiten un mimo”, que estén degradados.
El muralismo urbano contemporáneo generó una verdadera masa crítica de aficionados, fotógrafos que salen a cazar murales, autores de blogs y crítica especializada en arte urbano. Varios de estos agentes han mencionado el nombre de Martín Ron junto al de los más grandes referentes mundiales del género.
De Caseros al mundo
Martín Ron pintó infinidad de murales en distintos países. Puertas adentro, sin embargo, confiesa que es una asignatura pendiente hacer lo propio en los muros de su casa, donde en pandemia, al suspenderse los viajes que tenía previstos a Medio Oriente, retomó la pintura de pequeño formato, con lienzos foto-realistas, e ideó dos concursos, con los que triunfó en las redes: Puerta 40, en el que 300 artistas intervinieron las puertas de sus casas, y el Mundial de chancletas con medias, que reunió una gran cantidad de fotos de estos looks descontracturados. Jugador de fútbol amateur, el artista también se entretiene generando humor “bizarro hogareño o de la torpeza” en redes.
Cuando Ron empezó a pintar, de chico y en caballete, no tenía referentes de arte urbano. “Eso es lo que más me gusta de cómo empecé. No había información y yo no vengo del palo del grafiti, solo dibujaba y pintaba”, cuenta.
Sin embargo, ya desde joven pintó en grande: siendo un adolescente se encargaba de la escenografía del colegio en su Caseros natal y se pagó el viaje de egresados adornando el jardín de infantes con dibujos de Tom & Jerry y Scooby Doo. “En Caseros, las únicas pintadas que veías eran políticas. Y ni íbamos a Capital, pero yo no dejaba de pintar y veía que cada obra que hacía generaba algo en la gente, que me empezaba a referenciar”.
"Es como que pinto tres veces el edificio. La primera es un planteo del color para cubrir la superficie. En la segunda, empiezo a construir el volumen. Finalmente, defino los juegos de luces y sombras, el detalle fino."
Martín Ron
Antes de que las mismas obras lo fueran introduciendo en el circuito internacional, un proyecto supuso para él un antes y un después cuando lo nombraron director artístico del Programa de Embellecimiento Urbano en el partido de Tres de Febrero, que intervino paredones deteriorados, bibliotecas y colegios junto con otros artistas. “Encontré un espacio de producción y aprendizaje para mejorar la técnica. Llega un punto en el que decís: seré esto o no seré nada. Y después empezaron los proyectos cada vez más grandes. Me dediqué de lleno y me profesionalicé. Mi búsqueda tiene que ver con la perfección en la técnica”, señala.
Sus primeras obras, hoy icónicas, partieron de una serie de murales surrealistas, retratos de hombres-máquina, híbridos y en mutación con técnicas en 3D, pintados entre 2010 y 2012. “La gente se volvía loca, sacaba fotos. Se viralizaban”. Entonces cobraban vida también los murales de su autoría de Ernesto Sábato en Santos Lugares, o el de Carlos Tevez en la fachada del edificio donde vivió en Fuerte Apache. Empezó a participar en festivales internacionales y vinieron los primeros viajes. Entró en la escena, impartió clases y ya no se detuvo.
El mural de Carlos Tevez
“Cuanto más grande pintás, más monumental es todo. Para el mural de Tevez jugando el partido en el Mundial de Sudáfrica, cuando le ganamos a México, pedí las grúas que cambian las lamparitas. Fue mi primer trabajo en altura, la primera medianera que se hizo en Buenos Aires. La veo ahora y es chiquita, pero son cuatro pisos de alto. Lo pinté en el edificio donde él nació y vivió, en la medianera que da al potrero donde se dice que dio sus primeros pasos”, cuenta.
Gracias a esta obra icónica, unos años después, Martín y Tevez se hicieron amigos. Y el futbolista lo contrató en 2017 para pintar el paisaje de Fuerte Apache en el gimnasio de su casa y un mural con retratos suyos festejando un gol por cada club por donde pasó en el museo particular que Tevez acondicionó en su hogar.
Con aquella obra, a partir de la cual comenzaron los intercambios con otros artistas, Ron adquirió protagonismo local en festivales, como el Meeting of Styles. Su salto internacional llegó entonces con su primer gran hit: la tortuga en 3D del mural que bautizó como Pedro Luján y su perro. “Se viralizó y empezaron a levantarlo todos los blogs de afuera. Era una tortuga con mucha técnica. Aún hoy es insuperable. Tiene la fuerza del juego visual, del movimiento, y me permitió mostrar otros laburos. Pero no está más, quiero volver a pintarla”, comenta.
A partir de 2013, llegaron las invitaciones al extranjero. Su primer destino fue Londres, donde continuó dando forma a máquinas mutantes de surrealismo urbano, seguido del North West Walls Street Art Festival en Bélgica, impulsado por el artista conceptual Arne Quinze y donde intervino unas torres-containers. Después viajó a Malasia y a Tailandia, donde pintó un resort, a las islas Canarias, nuevamente a Londres, a Wynwood (Miami) y a Moscú, donde pintó, en la previa del Mundial, un niño, inspirado en el personaje de Drago, de la película Rocky, sacando un lateral en la fachada de un edificio soviético cercano a un estadio.
En el terreno local, las obras de Martín Ron se multiplican por el Conurbano y la Capital: en estaciones de subte, en el Hospital de Clínicas, ornamentaciones bajo puentes o en locales, y murales que destacan, como los de la Casa Amarilla o El cuento de los loros, en Villa Urquiza. Esta última es otra de sus piezas bandera, que tiene pensado restaurar. El mural cambió el color del barrio, cuenta el vecino Franco González, que suele llevar a sus hijos a la plaza. “Mucha gente viene a ver el dibujo, que se acopla a la remodelación de la zona”, opina mientras sus hijos juegan a la pelota y cuenta que Mateo, uno de ellos, suele interactuar con el nene que Ron pintó en la pared. “Siempre veo si está ahí, con mi primo jugamos con él en ese rinconcito de la plaza. Es divertido que esté”, dice el niño.
A diferencia de los gigantes pintados en las medianeras de Banfield, este nene trazado por Ron es pequeño y está al nivel del suelo, casi hay que inclinarse para observarlo. Diferente escala con similar espíritu: no pasa desapercibido y es una invitación a perderse de nuevo, otro ejemplo del diálogo del arte callejero con su entorno. A mayores, la obra generó en el barrio un efecto contagio: las cuadras se llenaron de murales y grafitis de otros autores. Una invitación a repensar el rol del arte urbano en el espacio público, donde todo sucede.