Crónica sobre una cultura silenciada durante gran parte del siglo XX y que hoy sobrevive en los cuerpos marcados con tinta
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Un viaje, como todo proyecto, tiene un objetivo. El nuestro era conocer. Pero no solo las postales de templos, monumentos y paisajes que hoy cualquiera puede ver en 3D en una pantalla, sino lo real y menos instagrameable: lo que se incorpora a través de los modos de hablar de las personas, de moverse, de comer, de vincularse, de narrarse a sí mismas, de mirar a los extranjeros y nosotros a ellos. O sea, eso que llamamos cultura, identidad. Todavía estábamos en un mundo prepandemia cuando con mi novia Lu decidimos vivir esa experiencia por Asia. Pero antes pasaríamos seis meses en Nueva Zelanda, donde el objetivo era otro: ahorrar plata. Sin saber que ese país marcaría el inicio de nuestra aventura de manera literal.
Para los maoríes, los tatuajes tienen un sentido ancestral: en cada línea se cifra la genealogía del origen y el destino de su pueblo
Gracias al único contacto que teníamos, llegamos a un hostel en las afueras de Auckland repleto de otros latinos que también trataban de rebuscársela trabajando en el campo. Después de unos días cortando kiwis bajo el sol, un argentino nos contó que se iba a hacer un tatuaje con un experto en tā moko –el tatuaje tradicional maorí–, llamado Moi. Si nuestra premisa de partida era conocer, ahí queríamos ir. Lo acompañamos.
El estudio de Moi estaba en la parte de atrás de su casa, en Taupo, una localidad en el centro de la isla Norte. Para entrar, atravesamos un jardín de amapolas rojas (simbolizan a los caídos del ejército conjunto de neozelandeses y australianos en distintas guerras), plantas, fuentes y estatuas maoríes, que anticipaban la decoración telúrica del espacio de trabajo de Moi: en su taller, la protagonista era una bandera maorí, que con los colores negro, rojo y blanco engarzados en una especie de ola, representan el cielo y la tierra, la oscuridad y la luz, y el renacer.
Fascinados con el modo en que Moi –aprenderíamos luego– traducía su cosmogonía en la piel de los tatuados, supimos que nosotros también pasaríamos por sus manos.
Identidad
Escribe la reconocida activista maorí Ngahuia Te Awekotuku: “Tā moko hoy es mucho más que una moda pasajera para los maoríes. Se trata de quiénes somos y de quiénes venimos. Se trata de hacia dónde vamos y cómo elegimos llegar allí. Y se trata de para siempre, para siempre”. Te Awekotuku también explica que, para su pueblo, el lado vivo de una persona refleja a sus muertos: al marcar la piel, se exterioriza el interior, que a su vez es la interiorización del exterior.
De ahí que lo primero que hace Moi antes de diseñar tatuajes es preguntarte de dónde venís, hacia dónde vas y quién sos. Después, cuando toma la máquina, todo su cuerpo es pura concentración. Y el silencio se quiebra de a ratos, a modo de descanso, con anécdotas y retazos de su historia.
Lo primero que hace Moi antes de diseñar tatuajes es preguntar de dónde venís, hacia dónde vas y quién sos.
Cuenta, por ejemplo, que su koroua (abuelo) fue el encargado de transmitirle el arte del tā moko, mientras que su tupuna (abuela) fue quien le enseñó las canciones tradicionales y la gastronomía, como el hāngi, un plato similar al curanto de los aborígenes de nuestra Patagonia, que, se cree, adoptaron de navegantes polinésicos.
Y que su bisabuelo, que domaba caballos, tomaba cerveza, fumaba tabaco y murió dormido a los 106 años, también era sacerdote y le enseñó a rezar. Por eso, ahora mucha gente lo llama: Papa Moi, por favor, vení a decir las últimas plegarias para mi hermano o para mi mamá, o para quien sea; allá va Moi y acompaña al espíritu en el proceso y le hace entender al moribundo que el viaje es algo bueno, porque el espíritu viene de los dioses y vuelve a los dioses para vivir en Hawaiki, la mítica isla de donde vienen los primeros maoríes, entonces el alma se puede ir tranquila.
Moi profundizó su herencia cultural en la Universidad de Arte. Y ahora trata de convencer a los viejos maoríes de que le permitan enseñar a las nuevas generaciones el significado de los tā mokos y el resto de sus costumbres porque teme que se pierdan. Le preocupa, dice, ver a los jóvenes maoríes mendigando en las calles de Auckland o comiendo en los McDonald’s sin siquiera saber hablar su propio idioma.
Secuelas de la colonización
El día que fuimos a ver a Moi para tatuarnos, nos hizo el diseño de nuestros tā mokos y nosotros apenas sugerimos algunos cambios. Sentíamos que él sabía lo que tenía que hacer en nuestro cuerpo. Pero los y las maoríes que deciden hacerse un moko, primero, buscarán información para comprender el significado que tiene tatuarse y el sentido de cada patrón, consultarán en su familia si están de acuerdo en que emprendan este cambio definitivo en sus cuerpos y en sus almas, les preguntarán a médicos e iniciados sobre procedimientos y técnicas, y a sus amigos y familiares si creen que están preparados y son dignos de hacérselo.
Porque desde el momento en que la tinta les marca la piel, nunca más serán la misma persona, ni frente a sí mismos ni frente a la comunidad: tatuarse genera una exigencia y una expectativa. Se espera que quien lleva su piel tatuada conozca la historia de sus antepasados, sus ritos y la lengua ancestral. Se espera que representen y transmitan su identidad cultural.
Se espera que quien lleva su piel tatuada conozca la historia de sus antepasados, sus ritos y la lengua ancestral. Se espera que representen y transmitan su identidad cultural.
Al tatuador maorí se lo llama tohunga tā moko, que significa especialista en moko, y es considerado tapu: “inviolable o sagrado”. Así se conocía a los hombres que sabían cómo usar las plantas de sus islas para curar las enfermedades que habían afectado a sus tribus por siglos. Pero con la llegada de los europeos, sus conocimientos medicinales se volvieron inertes frente a enfermedades desconocidas como el sarampión, la tos convulsa o la viruela. Fueron tratados como charlatanes por los colonizadores y sus prácticas quedaron prohibidas en 1907. La misma suerte sufrió el idioma maorí. Los tohunga también eran quienes conservaban los rituales ancestrales. La pérdida del poder de los tohunga dentro de la comunidad y la asimilación del cristianismo de la mano de los misioneros silenciaron las costumbres originarias, que de a poco se fueron perdiendo.
Recién en 1962 Nueva Zelanda derogó la ley que prohibía a los tohunga practicar sus rituales. Pero las consecuencias de esa política cultural depredatoria llegan hasta hoy: en 2014, la tasa de suicidio entre los hombres maoríes en todos los grupos etarios era 1,4 veces mayor que la de los no maoríes y en 2018 ascendió a 1,7. También las tasas de encarcelamiento de maoríes es mucho más alta que la del resto de los neozelandeses, conocidos como kiwis.
Los maoríes fueron guerreros bravos y los ingleses no pudieron vencerlos con las armas. Si no puedes contra ellos, dice el dicho, únete. Los ingleses, entonces, les vendieron mosquetes a algunas tribus maoríes y fogonearon una guerra civil. Luego firmaron el Tratado de Waitangi con las tribus que no tenían mosquetes, con la promesa de proteger sus tierras y apoyarlos contra sus enemigos. El tratado fue traducido al maorí y firmado por las dos partes. La trampa era que mientras en la lengua aborigen se expresaba que ellos aceptaban la permanencia de los colonos británicos a costa de la protección permanente por parte de la corona, en la versión británica decía que los maoríes se sometían a la corona a cambio de la protección de los europeos.
Si los lazos legales con Gran Bretaña se cortaron recién en 1977 con la Ley de Ciudadanía, las injusticias ocasionadas por el Tratado de Waitangui fueron reconocidas por el Estado neozelandés mucho más tarde: en 2008 se les entregaron a las tribus maoríes unas 176.000 hectáreas de terrenos forestales y sus derechos de explotación.
Nuestra experiencia
Para un maorí, un moko en el rostro es la máxima declaración de identidad. Claro que, por cuestiones culturales, nosotros no nos hubiéramos animado a hacérnoslo en la cara, y creo que a los maoríes tampoco les hace gracia que un pākehā (no maorí) se lo haga.
Cuando conocimos a Moi, esa señal que yo había esperado durante años para animarme a hacerme un tatuaje llegó en minutos. Pero ahora que sabía lo que significaba un moko para un maorí, ¿podía apropiarme de un símbolo cultural sin necesidad de sentir el significado? Frente a la duda, llegué a un buen argumento: me lo estaba haciendo con un verdadero maorí, no estaba con un tatuador argentino que copiaba un diseño de internet sin que ninguno de los dos entendiera qué significaba. También me tranquilizaba pensar que, para un maorí, quien luce un tatuaje busca exaltar su belleza.
Al tatuador maorí se lo llama tohunga tā moko, que significa especialista en moko, y es considerado tapu: “inviolable o sagrado”.
Moi es un poco itinerante, así que había que esperar a que fuera a trabajar cerca de nuestro hostel. Estábamos en Te Puke, un pueblo chiquito, a tres horas de Auckland, donde ningún turista llega queriendo y donde los únicos extranjeros que viven, además de los latinos que vamos a cosechar, son los inmigrantes indios que tienen tiendas o trabajan en uno de los dos supermercados del pueblo.
Finalmente nos mandó un mensaje: el fin de semana estaría en la casa de unos sobrinos, en Maketu, a unos 15 kilómetros de distancia. Ese sábado me senté frente a él.
–Nico, ¿tienes a tu mamá y a tu papá?
–Sí.
–Mh. ¿Tenés hermanos?
–Sí, un hermano y una hermana.
–Mh. Ka pai, Nico. ¿Sos el más chico o el más grande?
–El más chico.
–¿Qué cosas son importantes para vos?
–Además de la familia, diría que los amigos, Lu, intentar ser feliz. No sé.
–Ka pai. ¿Y qué cosas amás? ¿Qué cosas te gusta hacer?
–Leer, escribir, viajar, jugar al fútbol.
–Mh. Ka pai. ¿Dónde querés que hagamos el tā moko?
–Acá, en la pantorrilla derecha.
–¿Por qué ahí?
–No sé, porque me gusta ahí.
–¿Sabés qué significa esa parte? La pierna es donde está la fuerza para moverse, es la que te hace avanzar y el lado derecho es el lado de tu mamá.
Con esas preguntas, Moi buscaba que el diseño se conectara con mi whakapapa (genealogía), para que cada vez que mirara los firuletes que él iba a hacer en mi pierna, yo encontrara un recuerdo de mis padres, mis hermanos, mis sobrinos y de quién soy y qué amo.
A Lu le hizo las mismas preguntas, y cuando ella le dijo que se lo quería hacer en la parte baja de la espalda, a la altura de la cintura, Moi le explicó que esa zona era sagrada, porque es donde está el útero, la zona en la que se crea la vida.
Luego nos pidió tiempo para pensar los diseños. A la tarde, los dibujaría directamente en la piel y, al día siguiente, empezaría a tatuar, así que nos ofreció que durmiéramos ahí, en el estudio, en unas colchonetas. Ya no era un simple tatuaje, ni siquiera un simple moko, estábamos viviendo una experiencia inmersiva.
A la mañana siguiente, mientras tomábamos un café con Moi antes de nuestra sesión de tatuado, llegó una pareja de neozelandeses. Calculé que tendrían unos 50 años, eran tan gigantes como casi todos los kiwis y él lucía tantos tatuajes que costaba imaginar dónde se iba a hacer el próximo. Ella quería un tā moko que representara el nacimiento de su segundo nieto. Por más que me esforcé, no pude imaginar a mi mamá tatuándose a mis tres sobrinos.
Descalzo –algo muy común en Nueva Zelanda, en donde cualquiera entra en patas a un supermercado– y sin remera, Moi tatuó a los kiwis gigantes. Después llegó nuestro turno. Antes de iniciar una sesión, Moi siempre eleva una plegaria. Con los ojos cerrados y voz profunda, de pronto nos transportó al punto cero de nuestra experiencia: nos dimos cuenta de dónde estábamos y qué íbamos a hacer en nuestro cuerpo, para siempre.
Después se ató el pelo canoso en una cola de caballo y empezó a acompasar su respiración. Miró el dibujo que había hecho con marcador y empezó a murmurar, como si enumerara los pasos por seguir. Finalmente tomó la máquina y, a partir de ese momento, solo escucharíamos las vibraciones de la aguja.
Ese día nos hizo los contornos y las líneas interiores. Fue mi primer contacto con ese dolor chiquito, punzante y repetitivo, ese ejército de agujas que suben y bajan sin descanso atacando la piel cada milésima parte de un segundo.
Con los pinchazos entendí por qué la leyenda cuenta que Mataora trajo el arte del tā moko desde el inframundo.
El día de trabajo terminó cuando Moi preguntó: Do you know what time is it? Beer time! Acá se bebe cerveza todo el tiempo, menos cuando se tatúa. A la noche nos invitó a comer con algunos de sus parientes maoríes, que viven en un barrio de motorhomes, esos que algunos viajeros usan en sus travesías –alemanes, franceses y latinos–, pero que para muchos neozelandeses es la única opción frente a la crisis habitacional y los alquileres impagables que los expulsan de las ciudades. Un primo de Moi desplegó sobre una parrilla unos trozos de cordero y unas almejas ahumadas que comimos chupándonos los dedos mientras charlábamos de cerveza y maoríes: en los meses que estuvimos en este país, casi no escuchamos hablar de política o de economía.
A la mañana siguiente, Moi tenía los ojos rojos y más hinchados de lo habitual. Bebimos café en silencio, levantamos nuestras camas, preparamos el estudio y me recosté en la camilla esperanzado: me habían dicho que el sombreado y el coloreado dolían menos que el contorno. Pero con los primeros pinchazos empecé a entender por qué la leyenda cuenta que Mataora trajo el arte del tā moko desde el inframundo. La piel todavía estaba sensible por la sesión del día anterior, y cada roce era un pequeño sufrimiento; cuando sentía que el sonido vibrante y la mano de Moi se acercaban, mi cuerpo se tensionaba como cuando se recibe una pequeña descarga eléctrica.
Para conservar algo de aquella vieja técnica tradicional, en la que el moko se hacía golpeando huesos de animales contra la piel, abriendo cicatrices profundas y luego poniendo la tinta, Moi utiliza el uhi, pero modernizado. En lugar de tener un cincel hecho con un hueso, en la punta del palo usa las agujas para tatuar, y como hacerlo con el uhi lleva mucho tiempo, solo lo usa para poner cierta parte de los colores.
Cuando avisó que estaba todo listo respiré aliviado, el dolor tenía punto final. Moi bendijo su obra con una plegaria maorí, en la que solo menciona a algunos de los 74 dioses en los que cree su pueblo. Me bajé de la camilla y miré mi pierna. Volví a respirar aliviado: el resultado me encantaba. Podría cargar con orgullo ese recuerdo maorí. Para siempre.