Miguel San Martín trabaja en la agencia norteamericana desde hace 35 años
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Cuando el hombre llegó a la Luna, el 20 de julio de 1969, Miguel San Martín tenía 10 años. Estaba sentado frente al televisor en blanco y negro del comedor de su casa en el barrio porteño de Palermo, junto a sus padres y su hermana. El mismo lugar donde dos años antes le había anunciado a su familia que iba a trabajar en la NASA. Era de noche en la Argentina y Miguel rogó que anduviera bien el enlace satelital. No como cuando despegó el Saturno V, el cohete usado para la misión Apolo 11, y él se perdió el lanzamiento porque falló la transmisión. Por suerte, esta vez, todo salió bien y pudo sentir cómo se rompía por un ratito la brecha tecnológica que separaba ese teléfono con manivela que reposaba en un rincón del comedor de la hazaña espacial más grande de la historia.
Miguel San Martín tuvo importantes roles en los cinco vehículos que la NASA logró aterrizar en Marte. El más reciente fue el Perseverance, un rover de última generación que busca descubrir si hubo vida en el planeta rojo.
El verdadero clic, sin embargo, le llegó en 1976. Miguel tenía 17 y cursaba en el colegio industrial Pío Nono, de Almagro. Leyendo la revista Mecánica Popular, se entusiasmó con la misión Viking de la NASA, que iba a ser la primera en aterrizar una nave en Marte. Cuando llegó el día del aterrizaje, estaba en Villa Regina, Río Negro, en la chacra de sus padres, a la que siempre volvían para las vacaciones. También fue un 20 de julio. Mientras con una mano cortaba los chorizos para el asado, con la otra sostenía la radio. Pero la transmisión terminó horas antes de que la nave tocara suelo marciano. Al otro día, se levantó temprano y fue al pueblo a comprar el diario. Vio la foto del aterrizaje en la tapa y lo supo.
–Esta es la ingeniería que yo quiero hacer.
Historia de una pasión
El pasado 18 de febrero, el robot explorador Perseverance de la NASA aterrizó en Marte con éxito y filmó el primer video en alta definición de un amartizaje. Es el quinto rover que envía la agencia espacial estadounidense al planeta rojo. La misión se llama Mars 2020 y su tarea principal es tratar de responder la pregunta que tanto ha desvelado a hombres y mujeres de las ciencias y las artes: ¿hubo vida en Marte? Otro objetivo es testear el terreno para preparar el primer viaje tripulado al planeta, que la NASA estima que podría concretarse en el 2030.
El argentino Miguel San Martín tuvo importantes roles en las misiones a Marte. Desde 1985, trabaja en el Jet Propulsion Laboratory (JPL), el centro de la NASA dedicado a la exploración planetaria. Es ingeniero electrónico y se especializa en el área de guiado, navegación y control. El aterrizaje del Perseverance fue diferente porque no lo vivió desde el centro de control como en las otras, sino que lo siguió desde su casa, en California, junto a su mujer, Susan. Ella fue quien filmó el video que luego una de sus hijas subió a TikTok y se viralizó.
Allí puede verse a Miguel siguiendo atentamente los famosos “siete minutos de terror”, esa etapa crítica donde la nave realiza una serie de maniobras complejas para pasar de 19.000 kilómetros por hora a posarse suavemente sobre la superficie marciana. Primero, Miguel levanta los brazos en silencio, sin despegar la vista del monitor. Pero cuando ya no hay dudas de que el aterrizaje es un éxito, se para y con un enorme “Yes!” libera las risas y lágrimas que expresan la concreción de tantos meses, años, décadas de trabajo.
"De chico, me parecía una locura que una radio que no estaba enchufada pudiera recibir y transmitir señales."
Miguel San Martín
“La ingeniería me apasiona desde que tengo uso de razón. Siempre me dio curiosidad entender cómo funcionan las cosas. Cuando era chico hacía muchas preguntas, era bastante hincha. Y mi padre, que era ingeniero civil, me alimentaba la curiosidad regalándome juguetes para armar. Pero lo que más me gustaba era la electrónica: me parecía una locura que una radio que no estaba enchufada a ningún lado pudiera recibir y transmitir señales”, cuenta desde su casa en Pasadena.
Cuando terminó el colegio, su papá le aconsejó que si quería trabajar en la NASA, fuera a estudiar a Estados Unidos. Así que armó las valijas y se fue. Lo primero que hizo fue estudiar inglés porque le costaba mucho. Aplicó a la Universidad de Cornell, en Nueva York, pero lo rebotaron. Lejos de frustrarse, agarró un mapa y se fijó cuál era la universidad que tenía más cerca. Resultó ser la de Syracuse, donde tuvo mejor suerte. “Terminé siendo uno de los mejores de la clase. Sacaba A en todo menos en inglés. Como me costaba el idioma, le preguntaba al profesor qué capítulos iba a dar en la próxima clase y me los leía antes”, recuerda Miguel.
El desarraigo no fue fácil. Extrañaba tanto las calles porteñas como la chacra patagónica. Pero perseveró y se graduó con honores. Luego, hizo el Máster en Ingeniería Aeronáutica y Astronáutica en el prestigioso Massachusetts Institute of Technology (MIT), cuyo laboratorio de instrumentación había diseñado el sistema de guiado, navegación y control del Apolo 11. “Los profesores eran los que habían llevado al hombre a la Luna. ¿Qué mejor que eso?”, subraya Miguel. Por suerte, siempre puede ponerse mejor: apenas se recibió, entró a trabajar al JPL, el centro que había sido responsable de la misión Viking que tanto lo inspiró de chico.
“Me voy a casar con él”
Susan nació en Brooklyn, Nueva York, y estudió Abogacía en la Universidad de Syracuse. Fue primera generación de universitarios en su familia y tuvo que trabajar en varios lugares para costearse la carrera. Uno de sus trabajos fue como cajera de un supermercado.
Un día, Susan reparó en un grupo de chicos que estaban en su fila y hablaban en español. “Yo había estudiado español durante siete años y, aunque el acento era un desafío, entendí que estaban hablando de mí (en un buen sentido). La primera persona que noté fue a Miguel porque yo soy muy alta y él era más alto que yo. También pensé que era lindo”, relata. Cuando llegó el momento de pagar, él entregó su documento y ella aprovechó para tomar nota mental de sus datos. Ya sabía que era argentino, 10 meses más joven que ella y que estaba estudiando para ser ingeniero. “En ese momento, decidí que nos casaríamos”, asegura Susan.
Durante varios meses, lo siguió viendo en el supermercado, pero no se animaba a hablarle. Una noche, mientras tomaba algo con una amiga en un bar de la universidad, vio entrar al grupo de argentinos del supermercado. Le dijo a su amiga: “¿Ves a ese tipo de allá? Me voy a casar con él”. Ella no le creyó mucho, pero Susan estaba decidida. “Mig y yo nos mirábamos, pero me estaba impacientando porque él no venía a hablarme. Como estaba parado cerca del baño de mujeres, decidí ir para ahí. Caminé lentamente para que él pudiera hablarme. No lo hizo. Yo era un poco tímida, pero al final respiré hondo y le dije: «Vos comprás en mi supermercado». Él me dijo «lo sé» y, desde entonces, no nos separamos más”.
Miguel y Susan se casaron en la Argentina en 1984, un día después del aniversario de la llegada del hombre a la Luna. Hoy viven juntos y tienen dos hijas, Samantha y Madeleine. “Somos sus mayores seguidoras y estamos orgullosas de él cada día”, dice Susan. Siempre que pueden, vuelven para Argentina, especialmente para las fiestas, aunque esta vez no pudieron viajar por la pandemia. Para extrañar un poco menos, Miguel, al igual que casi todos los argentinos que viven ahí, se armó su parrilla y disfruta mucho de hacer asados. Dice que se consigue buena carne.
La argentinidad al palo
La primera misión que le asignaron a Miguel en el JPL fue la sonda espacial Magallanes, que iba a orbitar Venus y poseía un radar para penetrar la atmósfera densa del planeta. Fue un éxito, pero al ingeniero no le pareció tan entretenido como esperaba. Estaba todo demasiado compartimentado. El área de navegación, donde él trabajaba, estaba separada de la de guiado y control. Entonces él hacía su parte, que consistía en determinar la posición del vehículo y hacer correcciones a la trayectoria, documentaba todo y lo pasaba a la otra sección. Al poco tiempo, pidió un cambio a guiado y control. En esa área, estaban terminando el diseño de Galileo, una nave que iba a orbitar Júpiter.
“Pero era como que había llegado tarde a la fiesta porque ya estaba todo hecho”, cuenta Miguel. También trabajó en la misión de observación de la Tierra Topex/Poseidón para el estudio de los océanos, donde se encargó de calibrar la antena del radar. Cuando despegó esa nave, hubo problemas en los instrumentos de orientación del vehículo. “Me metí de chusma, porque no era mi área. Descubrí un error en el software y pudieron solucionarlo. Después hubo otros problemas y le pregunté a mi colega, el que estaba encargado de eso, si podía darle una mano. Me puse a trabajar con él y finalmente logramos calibrar la nave. Ahí fue cuando sobresalí un poco”, relata Miguel. “Pero lo de meterme no lo hacía pensando en hacer carrera, sino porque me gustaba resolver problemas. Quería sentir, al final del día, que me había ganado el sueldo”.
La recorrida por el sistema solar continuó y su siguiente misión fue a Saturno, con la sonda Cassini. Su tarea fue desarrollar un algoritmo para determinar la orientación con respecto a las estrellas. Realizó innovaciones interesantes, pero todo seguía muy burocratizado: uno desarrollaba el software, otro lo codificaba, otro lo probaba y otro lo volaba. A veces, los grupos ni siquiera se conocían entre sí. Además, todo consistía en orbitar planetas, pero de aterrizar, nada.
Hasta que una tarde de 1993, su jefe lo llama y le dice:
–Miguel, estamos empezando con la misión Pathfinder, que va a aterrizar en Marte. Pero te digo la verdad, tenemos muy poca plata y un equipo muy pequeño. Muchos piensan que no va a andar. ¿Te interesa? Me gustaría que seas el ingeniero en jefe del Sistema de Guiado y Control.
–Sí, macanudo, ¿pero pensás que lo puedo hacer?
–Claro que lo podés hacer.
“Le agradezco mucho a ese jefe porque yo pensaba que me faltaban como 10 años para llegar a un puesto así”, dice hoy Miguel. Como había poco personal, hubo que reducir la burocracia. Los mismos ingenieros que desarrollaban el software eran los que luego lo codificaban, probaban y volaban. Todo se volvió más dinámico y Miguel, en su nuevo rol, demostró que tenía gran habilidad para comunicarse con otras áreas, una cualidad muy preciada a la hora de resolver problemas. “Quizás es una característica muy argentina. Viste que siempre queremos ser expertos en todo”, bromea.
"Para mí, el motor principal es el conocimiento. Tratar de entender el mundo que nos rodea es razón suficiente para hacer estas misiones."
Miguel San Martín
En 1997, la misión Pathfinder logró aterrizar el primer rover en Marte: el Sojourner. Luego vendrían los gemelos Opportunity (2004-2019) y Spirit (2004-2011), que habían sido fabricados para tres meses, pero duraron años; el Curiosity (2012), un vehículo del tamaño de un auto que, actualmente, continúa enviando información; y, finalmente, el Perseverance, de un diseño muy similar a su antecesor, pero con una tecnología bastante más avanzada.
El ingeniero Fred Serricchio, quien compartió cuatro de esas cinco misiones con Miguel, afirma: “Es un genio. Tiene la capacidad de crear soluciones simples y elegantes para problemas técnicos extremadamente complejos. He aprendido mucho de él y estoy agradecido de poder trabajar juntos durante tanto tiempo. Incluso después de 20 años, sigo aprendiendo y divirtiéndome, atreviéndonos a cosas poderosas”. Fred cita al final el lema del JPL (“Dare mighty things”), una frase que a los ingenieros de la NASA les gusta escribir en alguna parte de los rovers que envían al espacio. En el caso del Perseverance, el mensaje estaba codificado en el paracaídas.
Donde hubo agua, indicios quedan
El Perseverance es el vehículo más sofisticado puesto fuera de la Tierra. Gracias a las 23 cámaras que llevó con él, se pudo ver el aterrizaje casi como si se estuviera dentro de la nave. El video comienza cuando, a 12 kilómetros del suelo, se abre el paracaídas. Luego, se van desprendiendo las cápsulas que cubren el rover, mientras los radares hacen rápidos cálculos para orientar su descenso. A pocos metros del suelo, cuando el polvo rojo empieza a cubrir el vehículo, la grúa que lo venía sosteniendo lo suelta y se autopropulsa hacia arriba para estrellarse en otro lugar, mientras el rover se apoya suavemente en el suelo.
Lejos de los marcianos de tez parda y ojos amarillos que imaginó Ray Bradbury, las formas de vida que esperan encontrar las y los científicos en esta misión son microbianas. Más precisamente, biofirmas o fósiles que indiquen que allí hubo vida (claro que si descubren organismos vivos superaría las expectativas). Por eso, el lugar elegido para el amartizaje fue el cráter Jezero, donde las misiones anteriores hallaron indicios de que hace unos 3500 millones de años hubo un lago. Otra incógnita que aún busca respuesta es qué suceso pudo haber causado que el planeta se secara.
Aparte de las cámaras, el Perseverance posee siete instrumentos científicos de última generación. Uno de ellos es el Moxie, que tiene la interesante tarea de intentar producir oxígeno a partir de la atmósfera de Marte, compuesta principalmente por dióxido de carbono. Su tarea será crucial para el objetivo de enviar una misión tripulada, ya que uno de los grandes problemas es garantizar el oxígeno necesario para los astronautas. Además, el rover posee un brazo mecánico con una especie de taladro en la punta, que hará perforaciones en el suelo para extraer muestras. También está el helicóptero Ingenuity, un dron que buscará demostrar que es posible remontar vuelo en una atmósfera tan tenue como la de Marte. Toda la información recolectada será enviada por el rover a la NASA a lo largo de los próximos años. Además, en 2027 una misión irá a buscar las muestras de suelo marciano y las traerá a la Tierra para 2031.
Casi al mismo tiempo que el Perseverance, entraron en la órbita de Marte dos sondas: Al Amal, de Emiratos Árabes Unidos, y Tianwen-1, de China, que lleva un rover que aterrizará en mayo. Otra misión que estaba planeada para esta fecha, pero se pospuso por la pandemia es ExoMars, de la Agencia Espacial Europea y la agencia rusa Roscosmos, que enviará el rover Rosalind Franklin. La cercanía en las fechas tiene que ver con que la Tierra y Marte no siempre están a la misma distancia y la ventana de lanzamiento se abre cada dos años. Pero, sobre todo, con la histórica carrera espacial, donde muchos países buscan ser los primeros en marcar un nuevo hito geopolítico.
Cualquier similitud con la actual carrera por las vacunas no es pura coincidencia.
Vocación espacial
Juani Bousquet estudió en el mismo colegio industrial que Miguel y, al igual que él, siempre le interesó la cuestión espacial. De chico, solía mandar cartas a la NASA y, para su sorpresa, le respondían con sobres llenos de información. Un día, Miguel fue a dar una charla al curso de Juani. “Recuerdo muchísimo cuando vino a hablarnos sobre su trabajo en la misión Pathfinder. Lo que contaba me entusiasmó a tal punto que todo lo que quería hacer era trabajar en el sector aeroespacial”, cuenta. Hoy estudia Ingeniería Informática, trabaja con satélites y su deseo es seguir involucrándose con más proyectos espaciales. “Migue siempre fue un héroe para nosotros, los fans del espacio. Él nos mostró con enorme humildad hasta dónde podés llegar si te lo proponés. Y acá estamos, siguiendo sus consejos y sus pasos”, afirma Juani.
“Creo que tuve suerte de estar siempre en el momento correcto en el lugar correcto”, dice Miguel cuando piensa en la sucesión de eventos que lo llevaron a cumplir aquel sueño infantil de trabajar en la NASA. “Incluso después de entrar al JPL me costó años llegar adonde quería. Pero llegué. Algo que les digo a los pibes cuando empiezan es que tienen que tener en claro cuáles son sus fortalezas y sus debilidades. A mí me hubiera encantado ser jefe de proyecto, por ejemplo, pero no tengo pasta para eso. Lo mío es la electrónica; en particular, la física detrás de la electrónica. Eso es lo que me divierte”, reflexiona Miguel.
Los motivos para ir a Marte pueden ser muchos y diversos. Hay quienes quieren explorar el planeta para realizar investigaciones científicas. Otros desean ser los primeros en construir una colonia allí. También habrá quienes simplemente busquen saciar esa curiosidad infantil que solo unos pocos tienen la capacidad de conservar tras los embates de la adultez.
“Para mí, el motor principal es el conocimiento. Tratar de entender el mundo que nos rodea es razón suficiente para hacer estas misiones –dice Miguel–. Pero, en lo personal, me entusiasma más diseñar naves que los descubrimientos que se hagan con ellas. Ahora estoy trabajando en una misión para aterrizar en Europa, una de las lunas de Júpiter, y desde la ingeniería, es igual de atractivo que aterrizar en Marte”.
Y, para que no queden dudas de cuál es su pasión, remata: “Lo que me gusta es diseñar naves para aterrizar en otros mundos. Imaginate lo que va a ser ver la primera foto de esa luna, donde todavía nadie fue. Es como abrir los ojos en un mundo nuevo”.