En el flamante disco Chemtrails over the Country Club, la artista se posiciona como una de las voces más importantes
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Hay algo del presente que incomoda a Lana Del Rey. Queda revelado con claridad meridiana en la identidad y en el temperamento de sus canciones, con mucha frecuencia apuntadas a recuperar un pasado idealizado –el Hollywood clásico, Elvis Presley, la promesa del sueño americano– que ella ve indiscutiblemente como un tiempo mejor que el de esta era de colapso climático, pandemia acechante e invasiones de fanáticos al Capitolio.
Enemiga declarada de Donald Trump (a quien tachó directamente de sociópata), Lana eligió construir su propio universo para sufrir un poco menos con esa realidad cotidiana en la que no encaja: en el sólido repertorio que viene modelando hace 10 años ha evocado con nostalgia el Brooklyn de Lou Reed (“Ultraviolence”), la belleza emblemática del art déco nacido en los años 20 y el espíritu hippie de fines de los 60. Si el mundo es cruel y desalentador, la música puede aparecer como un refugio posible, edificado con retazos del pasado.
Lana eligió construir su propio universo para sufrir un poco menos con esa realidad cotidiana en la que no encaja.
Otra vez con Jack Antonoff como socio –el mismo productor de Norman Fucking Rockwell! (2019)–, Lana se afirma entonces como una de las voces más importantes de su generación con un álbum más conciso y despojado que su predecesor. También suena más vulnerable que de costumbre, lo que en su caso no es poco.
Los ambientes que propone como escenario principal para un puñado de historias que siempre tienen la potencia de imaginativos relatos literarios han variado: a los atardeceres dorados del Laurel Canyon, uno de sus escenarios favoritos, ahora se suman los paisajes de carretera de la América profunda, las zonas rurales donde manda el country.
Ya desde el arranque, Del Rey juega con su enorme poder de sugestión en “White Dress”, uno de los temas más íntimos y confesionales de su carrera. El falsete que lleva su voz al borde del quiebre marca el tono de una canción que nos traslada a la época en la que todavía era Lizzy Grant, trabajaba de camarera, escuchaba con devoción a The White Stripes y Kings of Leon y soñaba con su propio espacio en el mundo de la música, dominado históricamente por la energía masculina.
“Chemtrails over the Country Club”, el tema que le da nombre al disco, encierra en poco más de cuatro minutos una convicción que esta neoyorquina enamorada de la Costa Oeste ha repetido como un mantra en las entrevistas de promoción que dio este año: el mundo es hoy lo suficientemente salvaje, no hace falta sobreactuar la ira como lo vienen haciendo los ultras de su país, empeñados en defender ese eslogan solipsista y extemporáneo que fue mascarón de proa de una aventura extravagante: “Make America Great Again”.
Ya más cerca del epílogo, Lana reclama con sutileza un lugar en un selecto club de grandes voces femeninas de la música popular: “Estuve haciendo versiones de Joni y bailando con Joan. Stevie me llama por teléfono”, nos cuenta en “Dance Till We Die”. Y para reafirmar su deseo de pertenencia a esa liga de heroínas que brillaron en los 60 y los 70, cierra con “For Free”, uno de los pilares de Ladies of the Canyon (1970), aquel disco inolvidable en el que Mitchell empezó a tender puentes hacia el jazz. Generosa, invita a dos colegas de su generación (Zella Day y Weyes Blood) para que sean parte del homenaje. La empatía también es parte del vocabulario de esta soñadora romántica que apoya los pies en la tierra cada vez con más firmeza.