A través del perfil del célebre montañista, y amigo, Mo Anthoine, el escritor Al Alvarez reflexiona acerca de la pasión por perseguir las cimas
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En el agosto italiano de 1964, en una pequeña cabaña al pie de la cara sur de las Tres Cimas de Lavaredo, el escritor inglés Al Alvarez se encontró con el escalador británico Mo Anthoine. Si bien habían llegado por separado, decidieron subir juntos. Unas horas más tarde, una furiosa tormenta de nieve los obligó a pasar la noche en una cornisa ínfima, a 150 metros de la cumbre. El aire se congelaba y Alvarez supo que ya no les quedaba ni una gota de suerte: morirían de frío. Sin embargo, en las horas siguientes Anthoine se encargó de hablarle, de zamarrearlo y así, ayudándolo a evitar el sueño, le salvó la vida.
A partir de la experiencia, Alvarez escribió un cuento que publicó en septiembre de 1971 en la revista New Yorker. Se hicieron amigos y 17 años después, en 1988, editó en Inglaterra el libro Feeding the Rat, que, traducido por Juan Nadalini, Libros del Asteroide saca ahora con el título Alimentar a la bestia. Un largo perfil del hombre que en los Dolomitas de Auronzo lo ayudó cuando nadie más podía ayudarlo.
“Mo es bajo (un metro setenta y tres), de torso algo robusto, pectorales anchos, brazos como troncos y piernas sorprendentemente flacas y largas. Sus deltoides y sus músculos dorsales están tan desarrollados que cuando extiende los brazos parece que estuviera a punto de levantar vuelo”, describe Alvarez y cuenta la historia de este hombre que a los 17 años empezó a trabajar en una empresa de alfombras como administrativo. Dos años después, sus jefes lo mandaron a un curso de actividades al aire libre. Allí, aprendió a escalar. Al principio, iba a la montaña los fines de semana. Luego, del jueves a la tarde hasta el lunes a la noche. Ese mismo año, cuando llegaron las vacaciones de verano, renunció al trabajo de oficina y viajó por primera vez a los Alpes para dedicar su vida a la escalada, que definía como una actividad para haraganes: “Alterna intensos estallidos de esfuerzo en las paredes de roca con largos descansos donde uno se relaja, fuma, contempla el paisaje o se queja de la lluvia”.
“Para algunas personas –dice Alvarez–, la escalada se convierte en una adicción capaz de alterar la química de la mente del mismo modo que la heroína altera la del cuerpo”. Para el escritor inglés, Mo ejemplifica la frase.
Alpinista atípico, Anthoine pensaba que llegar a la cima no era tan importante (“siempre se puede volver”): lo que uno recuerda después no es el momento en el que pisó la cumbre, sino lo que sucedió hasta llegar ahí. La escalada como experiencia, una sucesión de anécdotas en las que uno confía en los demás y los demás confían en uno. Un escalador que, frente a las críticas por ese exceso de cuidado, citaba al alpinista inglés Don Whillans: “Un buen montañista es un montañista vivo”.
Subir con la mirada
Martín Caparrós dice que una buena crónica es aquella que hace que un lector a quien no le interesa un tema pueda apasionarse desde la primera hasta la última frase con un texto sobre eso. La buena crónica no tiene tanto que ver con qué se mira, sino con cómo se lo mira. Al Alvarez no es un escalador cualquiera. Es un poeta que escala. Y los poetas, se sabe, no escalan como el resto de los mortales. Escalan con mirada de poeta. Entonces, cuando un ascenso es difícil, pero no tanto: “La tensión se esfuma, el movimiento parece no demandar esfuerzo, todo riesgo aparenta estar bajo control y el silencio interior del escalador se equipara al de las montañas”. O que “la luna estaba baja, el valle era un gran remanso de tinta y los picos distantes, de un negro azulado, se recortaban sobre un cielo repleto de estrellas. Pero no era solo la naturaleza de la oscuridad lo que había mutado; también el silencio era más hondo, casi impenetrable”.
Esta doble condición de Alvarez lo lleva a escribir un libro que no solo habla de montañismo. “Cuando uno escala compite solo contra sí mismo”, dice. “Esto es: contra la rebelión de los músculos, contra los nervios y, cuando algo falla, contra la falta de entereza. En cierto modo, la escalada es incluso una actividad intelectual, aunque con un requisito indispensable: hay que pensar con el cuerpo”. Alvarez escribe sobre la escalada, piensa en la escalada y, al mismo tiempo, se refiere a la escritura, porque cuando uno escribe también compite solo contra sí mismo. Contra la rebelión de los músculos, contra los nervios y, siempre (porque siempre algo falla), contra la falta de entereza. A fin de cuentas, en cierto modo, escribir es también una actividad física.