¿Cuántos dobles hubo? ¿Los Estados Unidos habrán perseguido al original? Una historia de doppelgängers.
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El bigote tupido, señal inequívoca de una virilidad sin afeites, y el cabello negro retinta, intocado por la mácula de una cana, no admitían dudas. ¿O sí? La casaca repleta de chapitas con condecoraciones entregadas luego de guerras imaginarias y el paraguas con bombín, que lo emparentaban con un Peter Sellers persa, completaban el ajuar. Indudablemente, ese era Saddam Hussein, el carnicero de Bagdad. ¿O no? Las mil y una noches de terror fueron escenario de episodios simultáneos, con el todopoderoso encabezando una redada en los barrios bajos mientras tomaba el té con modales británicos. Aun formados para la réplica y el secretismo, los dobles de Hussein fueron los más famosos impostores.
Un mito urbano de la mimesis habla de una academia secreta en la que tipos robustos se entrenaban para ser calcos del hombre fuerte que gobernó Irak durante 24 años. Los más fantasiosos hablan de cirugías estéticas invasivas y férulas dolorosísimas para copiar el rostro y el cuerpo del imitado; los más voluntariosos, de entrenamientos intensivos para replicar los gestos y las posturas del tirano.
Un patólogo alemán, el doctor Dieter Buhmann, llegó a la conclusión de que existieron al menos tres dobles de Hussein: el diagnóstico lombrosiano se obtuvo después de examinar miles de fotografías y videos en los que el médico pudo determinar que en unos el rostro era un milímetro más ancho, y en otros, la barbilla casi imperceptiblemente más pequeña. Parece que la práctica es tan extendida que existe una palabra en árabe (fiday) para designar al sosias de un hombre importante, y que el hijo de Hussein, el cruel Uday, tenía su propio imitador, llamado Latif Yahia, que se exilió en Bélgica y se volvió aún más famoso que el primogénito.
Si el tema del doble es uno de los desvelos universales, imagino la desesperación de cada doppelgänger el día del ahorcamiento, tres hombres enloquecidos al advertir que eso a lo que habían dedicado la vida los conduciría inevitablemente a la muerte.
Hay quienes dicen que un área del palacio presidencial estaba destinada al trío que vivía en secreto: tras los aplausos en un desfile que daba fiaca al original, el falso Hussein volvía a la oscuridad hasta el siguiente paseo. En su lucha contra el eje del mal, los Estados Unidos gastaron cientos (¡miles!) de millones de dólares para eliminarlo y, en un lapsus de honestidad bruta, un asesor de Bush hijo reconoció que “el costo de una bala sería sensiblemente menor” si algún iraquí valiente se animara a disparar contra su líder. Matar a Hussein: más de uno habría estado dispuesto. Pero ¿a cuál?