Una de las crisis migratorias más grandes desde hace dos décadas
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Cruzar el río Bravo en balsa puede tomar unos seis o siete minutos, no más. Pero no es la distancia física lo que separa, es lo que simbolizan una y otra orilla. De un lado, México. Del otro, Estados Unidos. La frontera entre el tercer y el primer mundo, entre el sur y el norte, entre una región históricamente resquebrajada y el país de la eterna promesa de progreso; en palabras de Eduardo Galeano, entre los que se especializan en perder y los que se especializan en ganar. En esos seis o siete minutos puede definirse todo. “Estaba supernervioso, escuché una sirena cerca. Pensaba que iban a venir por nosotros e íbamos a tener que saltar al río”, recuerda Carlos Reyes. Saltar el río hubiese implicado luchar en la madrugada contra una corriente turbulenta, malezas y basura, con el riesgo de terminar ahogado. Por fortuna, pudo alcanzar la otra orilla. Estaba en tierra estadounidense.
En abril de este año, unas 180.000 personas intentaron cruzar la frontera de manera ilegal y con diversa suerte. Esta es la historia de Carlos, un guatemalteco que atravesó las aguas del río Bravo en las que durante el 2019 se registraron 109 muertes.
El río Bravo es uno de los tramos más inquietantes para quien busque cruzar la frontera de forma ilegal. En 2019 se registraron ahí 109 muertes, un promedio de nueve al mes, según la Organización Internacional de las Migraciones (OIM). En junio de ese año se viralizó una fotografía de Associated Press en la que se veía al salvadoreño Óscar Alberto Martínez Ramírez ahogado en el río junto a su hija de casi 2 años, Valeria. La imagen no obtuvo la atención mundial que suscitaron otras postales similares en Europa (el ejemplo paradigmático fue la foto de Aylan Kurdi, el niño sirio cuyo cuerpo sin vida fue hallado en las costas de Turquía), pero alcanzó para que, en plena presidencia de Donald Trump, el Congreso de Estados Unidos aprobase un paquete de US$4.600 millones a fin de responder a la crisis humanitaria que se vivía en su frontera sur.
La fotografía volvió a poner en foco la trágica situación que viven los migrantes provenientes de México y del Triángulo Norte de Centroamérica –integrado por Guatemala, Honduras y El Salvador– que buscan escapar de sus países empujados por los altos índices de pobreza, violencia y desastres naturales. Pero lejos de resolverse, la situación se intensificó: la caída de Trump, con su postura embravecida hacia los inmigrantes, y la asunción de Joe Biden, con una mirada más progresista (una de sus promesas de campaña fue el pedido de ciudadanía para los 11 millones de indocumentados en Estados Unidos), provocaron un “efecto esperanza” en miles de centroamericanos que se volcaron masivamente a la frontera. El resultado es la crisis migratoria más grande de las últimas décadas. En marzo de 2021, 171.000 personas llegaron a la frontera y en abril aumentó a 178.000, por lo que se convirtieron en los meses con más cruces desde el año 2000, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de los Estados Unidos.
Algo más
Para un centroamericano, llegar a Estados Unidos de forma ilegal implica encarar una travesía plagada de riesgos, desde perder el dinero invertido, o caer en la cárcel, hasta directamente morir en el camino. A pesar de todo, Carlos Reyes, nacido en Jutiapa, Guatemala, asegura que no tenía miedo antes de partir. “Un poquito de nervios, sí. Ya teníamos la mentalidad. Ya sabíamos que el camino era difícil y que no había marcha atrás. Una decisión de vivir o morir, como dicen. Pero teníamos una cosa de fe. Pensábamos que Dios nos iba a ayudar y que iba a salir bien”.
Carlos, cuyo apellido quedará reservado, vive desde hace 11 años como ilegal en Miami. Entró en 2010 con un coyote –en la jerga, una persona que se gana la vida cruzando inmigrantes ilegales–. Para eso pagó US$12.000 en tres partes: un adelanto antes de salir de Guatemala, otro antes de cruzar el río y el saldo cuando llegó a la ciudad de Houston, Texas.
A Carlos todos lo conocen como Carlitos porque es chaparro y sonriente. Tiene la piel blanca, el pelo negrísimo, algo de rosácea en los cachetes y brackets. Es de esas personas que parecen más jóvenes cuando se dejan la barba. Cuando lo vi por primera vez tenía el pelo largo y se lo ataba con un rodete. Eso, combinado con sus ojos negros y achinados, lo hacía parecer un samurái del Caribe. Es la persona más latina que conocí, en el sentido Miami del término. Le gusta hacer actividad física, deja ver su pecho peludo debajo de la ropa deportiva y suele cargar con cadenas y relojes brillantes. Cuando suenan una bachata o un reggaetón, automáticamente todo su cuerpo entra en trance. Flexiona las rodillas, inclina su torso hacia atrás y adelanta la pelvis, mientras mueve los brazos y manos comprometido con la canción.
Carlos tenía el deseo de migrar a Estados Unidos desde los 14 años, pero sus padres le propusieron que primero terminara el bachillerato. Creció en el seno de una familia de clase trabajadora rural. Su papá era dueño de una pequeña finca de café en Jutiapa, cerca de la frontera con El Salvador, y mientras cursaba sus últimos años de estudio, él trabajó como albañil y jardinero. “Con eso pagaba mis estudios y le ayudaba siempre a mi mamá. También me alcanzaba para pasarla bien. No me faltaba nada”, cuenta.
Una persona puede pagar hasta US$12.000 para cruzar la frontera.
Una buena parte de los migrantes del Triángulo Norte busca llegar a Estados Unidos para salir de un contexto donde la violencia es moneda corriente y el tejido social está desintegrado. Son, por ejemplo, habitantes de zonas del interior de Honduras y El Salvador controladas por pandillas como MS-13 y Calle 18. Otros lo hacen para tratar de renunciar al destino de pobreza estructural en que viven. En la mayoría de los casos es un combo de ambas. “No es tanto el sueño americano en abstracto lo que los mueve, sino la más modesta, pero urgente aspiración de despertarse de la pesadilla en la que muchos de ellos nacieron”, señala la escritora mexicana Valeria Luiselli en su ensayo Los niños perdidos (2016), basado en el cuestionario que la Justicia de Nueva York les hace a los menores indocumentados para insertarlos en el sistema.
Carlos migró en la entrada de su adultez y no vivía precisamente en un contexto de marginalidad, pero estaba convencido de que sus oportunidades de desarrollo eran limitadas y solo podía superarlas en Estados Unidos. “Pues lo que yo buscaba era salir adelante. Si me quedaba en Guatemala no hubiera podido. Tal vez hubiera tenido para sobrevivir, pero uno quiere algo más. Es una cosa de superación”, afirma como si dijera una obviedad.
Guatemala es uno de los países con mayores índices de desigualdad del mundo. Según Oxfam, el 59,3% de la población vive debajo de la línea de la pobreza, el 70% depende de la economía informal y el 1% de las personas más ricas tiene los mismos ingresos que la mitad de la población del país. A su vez, vive golpeado por desastres naturales, ubicándose en el séptimo lugar de los países más vulnerables del mundo. Entre sus potenciales tragedias hay erupciones volcánicas, terremotos y huracanes.
Cuando Carlos terminó el bachillerato, a los 19 años, decidió que ya era momento de irse. Lo haría junto con dos primos. Se comunicaron con un tío que vivía en Miami para que los orientara y él les pasó el contacto de Hugo, el coyote que lo había ayudado a cruzar la frontera unos años atrás. “Nos reunimos con él en Jutiapa, nos contó cómo era el trayecto y qué se necesitaba. Ellos te dicen que va a ser fácil, que vas a viajar tranquilo, pero no es real”, dice Carlos.
Para cubrir el adelanto de US$3000, recibió ayuda de familiares. Para las familias de Guatemala, que algunos de sus miembros emigren a Estados Unidos es una suerte de inversión: saben que, si les va bien, enviarán dinero. Hay entre 1,5 y 3 millones de guatemaltecos viviendo ahí que se convirtieron en un actor importante de la macroeconomía de su país. En 2020, según el Banco de Guatemala, las remesas de los migrantes alcanzaron los US$11.300 millones, equivalente al 15% de su PBI, un monto similar a lo que recibe el país por exportaciones. En el resto de los países del Triángulo Norte, los números son similares: los 2,5 millones de salvadoreños que viven en Estados Unidos aportaron en 2020 cerca del 16% de su PBI. En Honduras, con casi un millón de migrantes, alcanzó el 20%.
De Jutiapa al río Bravo, con escala en Gracias a Dios
Una madrugada lluviosa de mayo de 2010, Carlos cargó una mochila con un par de mudas de ropa, algunas aspirinas, pasta y cepillo dental, US$400 y una pequeña Biblia que le había regalado una de sus hermanas. Después saludó a sus padres sin demorarse mucho (“sabía que era un momento difícil”) y pasó a buscar a uno de sus primos. Allí, su tía y sus primas los despidieron con llantos. Finalmente se encontraron con un tercer primo y con Hugo, el coyote. Se tomaron un bus hasta Ciudad de Guatemala y otro hasta la ciudad de Huehuetenango. Unas 10 horas en total. Ahí, Hugo los dejó con otra persona, Rubén. Al día siguiente, se tomaron otro bus hasta Gracias a Dios, una pequeña ciudad en la frontera con México, cuya economía se sostiene principalmente del paso de los migrantes. Se quedaron dos días en la casa de una señora. “Desde ahí caminamos como 10 horas, cruzamos una montaña, porque había un retén policial. Y luego tomamos un bus para cruzar a México”, recuerda Carlos.
Una vez en México, el trayecto de sur a norte les tomó seis buses y cuatro días, sin hoteles ni hospedajes, de terminal en terminal. “Rubén compraba los boletos, pero no lo hacía con nuestros nombres reales. Él tampoco venía con nosotros, nos separábamos dentro del bus. Se iba más adelante o se alejaba. Hacíamos trayectorias como de 12 horas. Estábamos muy cansados. Pero cuando faltaban algunas horas para llegar a la frontera, nos entusiasmamos, en nuestra mente pensábamos que estábamos adelantados, pero todavía nos faltaba lo peor”.
"Puedes pasar muchos días encerrado, nunca sabes cuánto tiempo vas a estar ahí. No había ni lugar para dormir."
Carlos Reyes
El punto final en México fue la ciudad de Reynosa, en el estado de Tamaulipas, a pasos de la frontera de Texas. Con 700.000 habitantes, es una de las puertas de entrada más concurridas por los migrantes y una urbe signada por la violencia. Se ha denunciado que narcotraficantes, policías y personal de la oficina de inmigración extorsionan a los indocumentados pidiéndoles sumas de dinero en dólares. Son regulares en todo el estado de Tamaulipas los reportes por secuestros y desapariciones. En 2010 hubo un caso estremecedor cuando se encontraron 72 cadáveres de migrantes centroamericanos en una fosa común en la ciudad de San Fernando, a unos 140 kilómetros de Reynosa.
En ese momento, Carlos y sus primos pasaron a estar en manos de un hombre que se hacía llamar Cachorro, un mexicano veinteañero, petiso, que los llevó a una casa donde se encontraron con unas 40 personas, entre guatemaltecos, hondureños, salvadoreños y mexicanos, todos esperando para cruzar la frontera a través del río Bravo. “Puedes pasar muchos días encerrado, nunca sabes cuánto tiempo vas a estar ahí. No había lugar para dormir, estábamos en un cuarto, prácticamente en el piso, con algo para cubrirte”. Esperaron en esa casa cinco días. Antes de salir, Carlos se comunicó con su familia en Guatemala para que depositaran la segunda parte del pago al coyote, otros US$3000.
A la madrugada, su grupo se dirigió hacia la orilla del río Bravo. “Cachorro nos llevó en carro, estábamos cerca, a unos 20 minutos. Eran como las 5 de la mañana. Llegamos y esperamos. Él tenía que calcular el momento exacto que había que cruzar. Éramos 16 personas y nos íbamos a dividir en tres grupos. Había que subir a una balsa pequeña, una lanchita”, cuenta.
“Yo fui uno de los del primer grupo, pero en ese momento mis primos no se despertaban. Había que hacerlo rápido, así que yo me subí y se subieron otras cinco personas, pero no mis primos, ellos se quedaron, querían cruzar a lo último. Fue un trayecto rápido, pero difícil. Una vez que lo cruzamos nos quedamos escondidos en unos arbustos, esperando a la otra gente. Pero mis primos no cruzaron. La balsa dejaba un grupo y regresaba a buscar al otro, pero el último viaje no lo hizo”.
Carlos ya estaba en tierra estadounidense. Se quedaron escondidos hasta que el coyote les dijo que era momento de avanzar para sortear a las patrullas fronterizas que se escuchaban cerca. No podían esperar más al grupo de sus primos. “Empezamos a caminar bien rápido. Hacía frío. El guía nos decía que estemos tranquilos, en silencio: «No se me adelanten, solo esperen mi señal». En ese trayecto cruzamos ríos, saltamos cercas, pasamos por montañas, había bosques, de todo un poco. Caminamos unas 15 horas. Yo miraba hacia atrás y preguntaba por mis primos. Me decían que ya iban a venir, que estaban atrás, que me quedara tranquilo, pero era mentira, pues no habían cruzado”.
En 2020, según el Banco de Guatemala, las remesas de los migrantes alcanzaron los US$11.300 millones, equivalentes al 15% de su PBI, un monto similar a lo que recibe el país por exportaciones.
La primera parada fue Mission, una pequeña ciudad rural en Texas de 80.000 habitantes que en ocasiones se usó como escenario de series de western. “Llegamos a una casa abandonada a oscuras. Había algunos que se caían en charcos de agua sucia. El guía nos dijo que íbamos a quedarnos un día y nos acostamos como pudimos. Estábamos todos mojados, hacía mucho frío. Ya casi se me había terminado la ropa. Estaba con cierto alivio por haber llegado a Estados Unidos, pero estaba preocupado por mis primos. Tenía muchas cosas en la mente”. Al día siguiente llevaron al grupo a otra casa, donde se encontró con otros 60 migrantes. Esperaron tres días hasta que les avisaron que había que salir. El siguiente desafío era cruzar el desierto.
Del desierto a Houston
El imaginario que se tiene del desierto fronterizo está cargado de escenas de sufrimiento y peligro. En Babel (2006), la película de Alejandro González Iñárritu, una de las escenas más desesperantes es la de Amelia, la niñera mexicana que, junto a los dos niños estadounidenses, atraviesa la desoladora zona de Arizona debajo de un sol infernal, al borde de la deshidratación. En el film Desierto (2016), de Jonas Cuarón, un grupo de migrantes intenta cruzar el área bajo la amenaza de un cazador estadounidense que les dispara por diversión. La historia estuvo inspirada en hechos reales.
Joe Biden prometió en campaña regularizar a los 11 millones de indocumentados en Estados Unidos.
La zona que tenían que atravesar Carlos y su grupo estaba ubicada en el Condado de Brooks, Texas. Es una inmensa área inhóspita plagada de ranchos, arbustos espinosos, cactus y robles. En verano, la temperatura durante el día puede superar los 45 ºC. El objetivo de los migrantes es bordear el control policial en la ciudad de Falfurrias, a 100 kilómetros de la frontera, pero las condiciones son tan extremas que se transformó en una zona letal. De 2009 a 2019 se encontraron 642 cuerpos sin vida. En 2013, un grupo de antropólogos forenses estadounidenses hallaron en fosas comunes decenas de cuerpos de indocumentados envueltos en bolsas de basura. Existe ahí una ONG, llamada Reuniendo Familias, cuyo objetivo es identificar restos de migrantes para entregarlos a sus familias.
Cuando un grupo sale hacia el desierto no está claro de antemano cuánto tiempo estará caminando: varía según las condiciones climáticas y la presencia de fuerzas de seguridad. Los migrantes tampoco pueden cargar demasiadas cosas, deben limitar el peso para poder caminar. A los tres días de haber salido, a Carlos y a su grupo se les terminó el agua y la comida. “Fue la parte más dura. Empezamos a caminar y caminar. Es algo que empiezas y nunca se termina. No existe nada más que soledad. En un momento, uno ya se preguntaba qué iba a pasar, si íbamos a encontrar algo. No teníamos agua, no teníamos comida, hacía mucho calor, no sabíamos a qué distancia había algo que nos podía ayudar. Imagínate, muy preocupante. Ya todos se empezaron a sentir incómodos y preocupados. Nos vamos a morir acá, qué vamos a hacer”.
En cierto momento, el guía calculó que había que caminar otras tres o cuatro horas para conseguir agua. Pidió que dos personas lo acompañaran y Carlos se apuntó. “Caminamos mucho y no encontramos nada, fue como que perdimos el tiempo. Así que regresamos y le dijimos al grupo que no, que teníamos que seguir. Y seguimos todos. Caminamos unas cuatro horas y, a unos 100 metros, vimos un pozo. Todos corrimos a ver qué había. Y sí, había restos de agua. Era agua muy mala, muy deteriorada, sucia, fea, pero en ese momento no pensamos nada, necesitábamos lo que sea, así que tomamos esa agua. No nos importaba qué pasaba, si nos iba a hacer daño, no importaba nada. Todos tomamos agua, llenamos los garrafones y seguimos. Fue algo increíble. No nos imaginábamos que lo íbamos a encontrar”.
Después de cinco días caminando, llegaron hasta una carretera donde los pasó a buscar un camión. Los dejaron en una casa en la ciudad de Houston, Texas. Ahí, Carlos tuvo que gestionar el último tramo del pago, de US$6000. “Cuando uno llega a Houston sabe que tienes un 80% de probabilidades de que todo salga bien. Ya te puedes comunicar con tu gente en Estados Unidos y en Guatemala para avisar que llegaste y que depositen el dinero que falta. Cuando la plata está, te dan luz verde”.
"Éramos unas 14 personas en una van. Estábamos bien apretados, no podías moverte. En un momento nos paró la policía."
Carlos Reyes
A esa altura, él ya había alcanzado la última gran meta de la travesía. Estaba a pasos de empezar su nueva vida, pero aún no tenía noticias de sus primos. No sabía si estaban bien, si efectivamente habían cruzado el río, si habían podido sobrevivir al desierto.
El alivio llegó dos días después. “Yo estaba acostado, nos dijeron que llegaba otro grupo, me levanté y ahí estaban ellos. Mucha alegría. Ahí me contaron que no llegaron a cruzar el río porque se dieron cuenta de que venía la policía y cruzaron dos noches después. Nos contamos la aventura, cómo la habíamos pasado en el desierto. Llamamos a mi tío que estaba en Miami. Depositamos el dinero y se completó el viaje”.
Última parada: Miami
Los mismos coyotes gestionaron una camioneta para que Carlos, sus primos y otros migrantes llegaran a Miami. Pero este tramo tampoco sería sencillo. “Éramos unas 14 personas en una van. Estábamos bien apretados, no podías moverte. Iba muy rápido y en un momento nos paró la policía. El chofer dice: «Ahora sí nos fregaron, valió verga todo, seguro les van a pedir papeles y si los agarran perdimos todo. Voy a hacer todo lo posible para responderle todas las preguntas. Si ven que no puedo arreglar nada, todos salen y corran a donde sea, sálvese quien pueda». Ahí llegó la policía, le preguntó a qué se dedica, qué hace, a dónde va. El chofer le dijo que tenía una compañía de construcción. Le pidió abrir la camioneta, nos alumbró con la linterna y nos vio a todos doblados, apretados. Le preguntó qué pasa, por qué van así. Le respondió que éramos el grupo de trabajo y que no pudimos coger el bus. El policía no preguntó más, nomás le dijo que podía seguir, pero que no fuera tan rápido. Tuvimos suerte”.
Después de 24 horas de viaje, finalmente la camioneta los dejó en la casa de su tío en South Beach. “Ahí estábamos felices de que habíamos llegado. Mi tío nos llevó a la peluquería, a comprarnos ropa, a comer”. En total, había pasado un mes desde la salida de su casa en Guatemala. Después de una semana de descanso, se puso a buscar trabajo y, a los pocos días, ya estaba como lavaplatos en un restaurante regentado por un argentino, cobrando US$7,66 la hora.
La pertenencia
En la película mexicana Ya no estoy aquí (2019), dirigida por Fernando Frías de la Parra y estrenada en Netflix, Ulises, el protagonista de 17 años, se ve obligado a migrar ilegalmente por un enfrentamiento entre bandas. Amante de la cumbia e identificado con la tribu urbana Kolombia, una vez que llega a Nueva York se niega a abandonar su particular look, sus formas, sus valores. Esa resistencia pone en jaque su vida en Estados Unidos.
Carlos se integró de entrada al estilo de vida de Miami. Una vez que logró juntar algo de dinero lo dividió entre la ayuda a familiares en Guatemala, gastos cotidianos y sus propios lujos: un teléfono iPhone nuevo, relojes brillantes, ropa de marca, vida nocturna. Hoy se siente a gusto ahí. Sin embargo, el placer del consumo no lo salva de moverse con cuidado, el miedo latente a la deportación, de que su acceso a la salud, a la justicia y a la educación es muy limitado y que sus posibilidades laborales deben mantenerse en el circuito informal. En 2020, la pandemia lo obligó a recalcular: la industria gastronómica y turística de Miami estaba en depresión y tuvo que salir rápidamente a encontrar otro sustento. Cambió de costa y viajó hacia el estado de Oregón en busca de un trabajo agrícola.
Sobre el final de Los niños perdidos, Valeria Luiselli reflexiona: “Los que llegamos a este país estamos dispuestos a darlo todo, o casi todo, solo por quedarnos. En Estados Unidos, quedarse es un fin en sí mismo y no un medio, es el mito fundacional de esta sociedad. Los que llegamos aquí empezamos, de forma inevitable y quizá irreversible, a querer formar parte del gran teatro de la pertenencia”. Mientras más se asimilen los migrantes, dice, más fácil se les hace la vida en Estados Unidos. El propio sistema también se ha encargado de absorberlos y sacar provecho de su presencia: representan alrededor del 5% de la fuerza de trabajo en Estados Unidos y en sectores importantes de la economía, como la construcción y el agrícola, alcanzan el 20%. Sin embargo, las marcas que les dejó el camino siempre estarán presentes.