Cantante, guitarrista y compositor, al autor de este relato le genera tanta ansiedad ver una cantidad apabullante de discos que la emoción le baja a los intestinos.
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El siguiente texto es un fragmento del libro Me cago en las disquerías (Gourmet Musical).
La primera vez que me pasó fue en San Francisco, durante el último viaje que hicimos en familia mis padres, mi hermana y yo, en febrero de 1989. No me llevó demasiado tiempo descubrir que, a solo cinco cuadras del hotel, en Fisherman’s Wharf, estaba Tower Records. Había en Buenos Aires, por aquel entonces, una Tower Records apócrifa en la esquina de Federico Lacroze y 3 de Febrero que, más allá del logotipo amarillo y rojo, poco tenía que ver con lo que me topé al cruzar el umbral de aquella sucursal desarrollada en una esquina y en una única, pero enorme planta. A pocos metros de la puerta de entrada, sobre la ochava, estaban exhibidas las últimas novedades: Technique, de New Order; Delicate Sound of Thunder, de Pink Floyd, y alguna que otra preciosidad que no logré retener ni logro recordar, no por culpa de mi falta de memoria, sino por la inesperada reacción física que la inmensidad recubierta de discos de vinilo, casetes y posters que yacía detrás de ese primer aparador provocó en mi cuerpecito adolescente.
No fueron retorcijones en mi bajo vientre, o al menos no únicamente, sino una combinación de taquicardia y dolor de panza, un poco de sudor frío y la inequívoca sensación de un desenlace inminente y que la evacuación debía ser pronta. Ni se me ocurrió preguntar si el local contaba con las instalaciones adecuadas para tan urgente operación, por lo que solo atiné a dar media vuelta y correr hacia el hotel para desanudar, en privado y con una pizca de honor, el brete digestivo que la sobreabundancia de discos me había provocado.
"En Tower Records de San Francisco sentí por primera vez la combinación de taquicardia y dolor de panza."
Cada tarde, durante toda la semana que pasamos recorriendo la ciudad, a poco de regresar al hotel, recorría las cinco cuadras que lo separaban de la disquería con la esperanza de controlar mis esfínteres y concretar alguna compra, y cada tarde aguantaba unos minutos más que la anterior antes de vislumbrar la tormenta en el horizonte.
Nuestro último día en California sería la prueba final, la batalla por el oro vinílico. El viaje nos llevaría a otros destinos igualmente apetitosos en lo que a oferta de discos se refiere –Boston, Washington y Nueva York–, pero mi molino de viento yacía en San Francisco y estaba empecinado en derrotarlo, aunque fuera por cansancio. Entré por la puerta de la esquina y de inmediato tomé sendas copias de los discos de New Order y Pink Floyd (el eclecticismo es así). Raudo me dirigí hacia las bateas de maxis de 12 pulgadas y me hice con una copia de “Peek-a-boo”, de Siouxsie & The Banshees, canción que por entonces me obsesionaba. Envalentonado por mis pequeñas victorias, salté a la sección de singles y hasta me aventuré a las estanterías con ofertas donde conseguí por un dólar estadounidense mi copia de Around the World in a Day, de Prince & The Revolution, para llegar a la caja con mi botín apenas unos pocos minutos después de haber entrado al local. Todo estaba saliendo a la perfección, tal como lo había planeado, hasta que… Hasta que me di cuenta de que me faltaban un par de monedas para cubrir la factura. Retorcijones, sudor frío, ansiedad, todo lo que no podía suceder empezó a pasar. Los síntomas debieron hacerse más que visibles porque el cajero me tocó la mano (que estaba apoyada en el mostrador mientras mi cabeza permanecía gacha como si eso ayudara en algo a calmar los espasmos) y me dijo que estaba bien, que no importaba. Levanté la vista, le agradecí y arranqué los 500 metros llanos con obstáculos que me separaban del baño de mi habitación, aunque esta vez cargando un hermoso y merecido peso adicional en mis brazos.
Destino: Londres
Durante los años siguientes engordé mi colección de música, primero en Devoto Musical, al salir del colegio algunos viernes, como venía haciendo desde mi primera adolescencia cada vez que los ahorros me lo permitían, y más adelante en antros de Belgrano –La Pelela, Downtown o El Oasis (mi segundo hogar durante gran parte de los años 90)– sin perturbación intestinal alguna, a punto tal que lo ocurrido en San Francisco quedó como una anécdota excepcional, casi olvidada.
Y un día viajé a Londres.
Mi amigo Diego Ivanier y yo aprovechamos el receso invernal de la facultad para cruzar el Atlántico. En agosto de 1994 llegamos a la capital del imperio después de tres semanas de periplo continental en el que dejamos atrás, a fuerza de excursiones e infinitas escalinatas, la tristeza de la eliminación mundialista. O al menos lo intentamos. (Aunque habíamos leído las noticias del atentado a la sede de la AMIA en Buenos Aires, fue recién al regresar a casa que nos enteramos de pérdidas mucho más dolorosas e irreparables que la de USA 94).
Dejamos nuestras mochilas en el bed and breakfast de Earl’s Court y, como cualquier turista neófito, lo primero que hicimos fue tomarnos la línea azul con destino a Piccadilly Circus, tal vez la postal más trillada de la ciudad junto al Big Ben y el London Bridge. Al llegar a la estación homónima, en el West End, entre la multitud que circulaba por allí descubrí los viejos y queridos colores rojo y amarillo de la disquería de mis pesadillas. ¿Era acaso posible que una de las salidas del subterráneo londinense diera directamente a la más grande sucursal de Tower Records de Europa? ¿Podría yo contener la irracional e inevitable atracción que esa demoníaca puerta ejercía sobre mí? Las respuestas a ambas preguntas son sí y no, respectivamente.
No recuerdo haber visto a Diego en el andén. A decir verdad, no recuerdo nada salvo por un vago mareo psicodélico provocado por la obscena y absurda cantidad de discos que desfilaron frente a mis ojos al cruzar aquel portal de la perdición, todos ordenados alfabéticamente en un laberinto de bateas que susurraba a mis oídos su canto de sirena.
“¿Qué hacés acá?”, escuché decir a Diego mientras me tocaba el hombro deshaciendo el hechizo en el que había estado sumido quién sabe cuánto tiempo. “Saliste disparado del subte como un caballo de carreras en el hipódromo”, siguió. Traté de disculparme y esbozar una explicación más o menos razonable, pero enseguida empecé a sentir en el estómago contorsiones que creía olvidadas. Sin decir palabra alguna, subimos a la planta baja, buscamos la puerta principal y salimos a la vereda. Hablo en plural porque Diego me siguió sin entender demasiado qué estaba pasando. Es triste, pero la primera vez que levanté la vista en el centro de Londres fue solo para buscar entre la maraña de carteles y neones que decoraban el circo de Piccadilly la “M” milagrosa de la hamburguesería cuyos baños sabía me sacarían del apuro. Siempre hay una cerca.
"Estaba claro que, por el bien del turismo, tendría que evitar las disquerías hasta mi regreso y que, cuando me adentrara en las mismas, debía hacerlo organizado y preparado, física, mental y… químicamente."
En la puerta del local de comida rápida me esperaba Diego con lágrimas en los ojos de las carcajadas que lo habían poseído durante toda mi estancia en los servicios del lugar.
Nos quedaban por delante varios días en Londres y después partiríamos hacia Edimburgo, Escocia, donde nos separaríamos, él para regresar a Buenos Aires y yo para seguir un poco más hacia Inverness y Liverpool y terminar nuevamente en la capital del imperio. Estaba claro que, por el bien del turismo, tendría que evitar las disquerías hasta mi regreso y que, cuando me adentrara en las mismas, debía hacerlo organizado y preparado, física, mental y… químicamente.
El plan era sencillo, pero debía cumplirlo a rajatabla si quería llegar a buen puerto y sin accidentes que pusieran en peligro la navegabilidad de la misión: confeccionar una lista detallada de todos los ítems que pretendía adquirir y luego comprarlos en un único día predeterminado con antelación y con la medicación adecuada en mi sangre.
Primero, me devoré todos los ejemplares de la NME, Melody Maker, Spin, Q y demás que se cruzaron por mi camino, subrayando, resaltando y marcando todo lo que me llamara la atención. Luego, con la lista más o menos definida (siempre, siempre, hay que dejar algo librado al azar de las ofertas y a la magia que cada disquería ofrece), puse fecha precisa a mi cacería.
De regreso en Londres, la noche anterior al raid tomé, junto con la cena frugal, claro, una pastilla de carbón. La mañana siguiente repetí la operación en el desayuno y acto seguido partí hacia el Centro, confiado en haber secado mi sistema lo suficiente como para sobrevivir a la jornada.
La primera parada fue el Virgin Megastore de Oxford y Tottenham Court Road. Anoté las iniciales “VM” en la segunda columna de mi lista (la primera correspondía a los discos que pretendía encontrar) y recorrí sus bateas tomando nota de los precios de cada uno de los ítems, poniendo una “x” si no lo encontraba. Al terminar este inventario personal, bajé hacia el Soho, a Berwick Road, para repetir el proceso en los maravillosos locales que Oasis haría célebres al inmortalizarlos en la portada de su (What’s the Story) Morning Glory?: Selectadisc, Reckless Records, Sister Ray y demás. La última estación previa al almuerzo sería HMV, en Leicester Square.
Una vez repuestas mis energías, y habiendo pasado la mañana sin sobresaltos en las disquerías más sofisticadas y espectaculares que jamás había conocido, volví a cruzar las puertas del Tower de Piccadilly. Recorrí las interminables bateas y estanterías de cada uno de sus pisos, comparando precios con los recabados, recolectando álbumes y simples cuando correspondiese y saliendo ileso de la operación con una veintena de títulos entre simples y álbumes. Luego, desanduve mi recorrido matinal recolectando las piezas más convenientes en cada uno de los locales previamente relevados, para, ya entrada la tarde, volver a mi habitación de hotel con la satisfacción del deber de melómano cumplido, mi ropa interior ilesa y, sobre todo, con una más que buena cantidad de discos en mis manos.
Japón, o la revancha de Toto
Japón, o al menos las ciudades que visitamos con Gime durante nuestra luna de miel, constituye lo que en mi libro calificaría como el paraíso para el turismo cazavinilos. La cantidad, calidad y tamaño de sus disquerías, especialmente las de Tokio, justifican, con creces, las últimas palabras de mi afirmación precedente. El resto se sostiene en los dos pilares hercúleos que intentaré describir a continuación.
Durante los primeros días de nuestra visita nos sentíamos raros, como si algo estuviera fuera de lugar, incómodos, alienados, y no tenía que ver con no entender nada de lo que leíamos o nos decían. Algo estaba mal. Y, efectivamente, así era. Éramos nosotros. Al tercer día de nuestra estadía en Kioto nos dimos cuenta de que nadie, nunca, jamás y bajo ninguna circunstancia, iba a robarnos, estafarnos o intentar engañarnos. No cabía en ninguna cabeza nipona la posibilidad siquiera de sacar el mínimo provecho de nuestro desconocimiento total del idioma, costumbres o geografía locales. Y este descubrimiento derivó en una novedosa sensación de bienestar, relajación y tranquilidad permanentes que nunca antes habíamos experimentado, en ningún lugar.
"Escudados en la plena noción de que pasase lo que pasase siempre tendríamos un baño utilizable a pasos de distancia, visitamos y recorrimos disquerías de todos los estilos y tamaños."
El segundo pilar tiene nombre propio: Toto. Y fue amor a primera vista. Ya me habían advertido de sus cualidades, de su sex appeal irresistible, pero tuve que verlo para creerlo y sucumbir a sus encantos de inmediato, claro. Al llegar a la ciudad, el dueño de nuestro departamento de alquiler del barrio de Kitano, al norte de la misma, nos mostró primero la cocina, luego la habitación y el balcón, y dejó el baño para lo último. Y ahí estaba, last but not least, el Toto, el inodoro inteligente del que tanto me habían hablado: calienta-tabla, bidet incorporado con tres intensidades y dos posiciones de chorrito y hasta secador de aire caliente, todo controlado remotamente desde un pequeño tablero situado a un costado del asiento. No había sentido una emoción semejante desde que a los 15 mis padres me regalaron mi primera guitarra eléctrica.
Pero no termina ahí la cosa. El Toto (nosotros le decimos Totó, quién sabe por qué) no solo se encuentra en las casas y apartamentos privados, sino también en la mayoría de los restaurantes, centros comerciales y, adivinaron, alguna que otra disquería. Y donde no lo hubiera, como en parques y plazas públicas, los baños siempre estarán pulcros, impolutos y con una dotación de papel higiénico suficiente para limpiar los traseros de un ejército.
Esta devoción de los japoneses por mantener sus upites rozagantes y prístinos, sumada a la inédita tranquilidad con la que caminamos por la calle, me enseñaron, y por primera vez en la vida a mis 43 años, el verdadero significado de la palabra vacaciones.
Escudados en la plena noción de que pasase lo que pasase siempre tendríamos un baño utilizable a pasos de distancia, visitamos y recorrimos disquerías de todos los estilos y tamaños. Algunas, pequeños sucuchos ubicados en departamentos dentro de edificios, en general muy especializadas, y otras, enormes tiendas a la calle de varios pisos como, adivinaron, Tower Records. De hecho, aunque extinta en el resto del planeta, la cadena del logotipo rojiamarillo conserva en Japón varias sucursales, la mayor de todas en el céntrico barrio de Shibuya, en Tokio, equipada, además, con los sanitarios robóticos de mis amores. Estos eran, a decir verdad, lo mejor que tenía para ofrecerme, ya que su mercadería, aunque abundante, estaba más dirigida a un público adolescente y consumidor de J-pop, K-pop y Teen-pop que a un adulto en busca de vinilos de Van Morrison.
Una mañana, tempranito, salimos de casa a pie y nos dirigimos al norte, hacia el parque Gyoen, lindero con la ajetreada Shinjuku. Caminamos largo rato por sus senderos cubiertos de cerezos y sus jardines perfectos, rodeando el lago y disfrutando del buen clima de mayo. Tal vez la caminata matinal activó mi sistema digestivo y empecé a percibir la cada vez más intensa sensación de que en cuestión de minutos necesitaría un baño. En principio, esto no debía ser un problema. Así que salimos hacia la zona comercial en busca de alguna tienda que me permitiera deshacerme del lastre y seguir con nuestro paseo. Pero el Forever 21 de la zona no tenía baños y los restaurantes linderos todavía permanecían cerrados al público. Fracasamos sistemáticamente en cada uno de los locales con los que nos fuimos topando, hasta que la caminata devino en disimulado trote ligero con suaves notas de desesperación en el paladar.
Quiso el destino que a escasas tres cuadras del parque nos encontráramos en la puerta de la sucursal local de Disc Union, con sus siete pisos, ¡siete!, repletos de vinilos de todos los estilos y perfectamente ordenados. ¿Y baño? No, señor, la sucursal no cuenta con sanitarios. La disyuntiva era criminal. Ya había comprado suficientes discos en el viaje como para darme por satisfecho y si me alejaba de la disquería lo más probable era que nunca pudiera desandar mis pasos. Pero si me quedaba, ¿cómo haría para hacer oídos sordos al llamado de la naturaleza, cuyos gritos pelados para ese entonces ya retumbaban en mi cabeza? La decisión era obvia. Gime me preguntó cómo me sentía y, por supuesto, le mentí, diciendo que “falsa alarma, ya se me pasó”.
Primero exploré el segundo piso dedicado a los 60 y el rock clásico. ¿Alguien dijo Please, Please Me edición original en mono Parlophone de 1963 en mint condition? Por aquí, por favor. Más tarde, en el sexto, me hice de varias gemas un poco más modernas, en términos relativos, como el álbum debut de Silver Sun en vinilo amarillo por solamente 600 yenes (el equivalente a 6 dolaricos) o el oscuro Obscurities, de Stephin Merritt. Satisfecho, más no aliviado, salí a la calle donde mi flamante esposa me esperaba con gesto de notorio tedio. “¿Qué tal si vamos a almorzar a Shibuya?”, le propuse, con otros planes en mente.
La venganza es un plato que se sirve frío, como el sushi. Bajamos del subte en las cinco esquinas y seguimos caminando hacia el sur. Al principio, Gime no sospechó nada. Pero al ver el inconfundible cartel de Tower Records, enorme, erguido a lo alto de los cinco pisos de la tienda, mis intenciones se hicieron evidentes. Ya no había vuelta atrás. No me interesaban sus discos ni sus posters y revistas ilustradas con ignotas, para un servidor, estrellas juveniles. No, mi único objetivo era llegar a los baños del tercer piso, con su aroma artificial a flores de la pradera y sus impecables Totós que clamaban por mi presencia. Y por mi largamente esperada revancha.
Desabroché mis pantalones y me senté dentro de uno de los cubículos, levantando la cabeza y cerrando los ojos, dejándolo todo atrás en un suspiro: mis accidentadas tardes de San Francisco, mi fallida primera impresión de Piccadilly Circus y todos los retorcijones del pasado… al menos hasta la próxima disquería.
Editada por Gourmet Musical, esta compilación reúne las historias más increíbles de 17 melómanos (escritores, periodistas, músicos) de distintos países en la caza de tesoros discográficos. Alex Cooper, Daniel Flores, Roque Casciero, María Zentner, Giselle Hidalgo, Umberto Pérez y nuestro editor, Humphrey Inzillo, entre otros.