Argucias de un padre con intenciones progresistas de cultivar ciertas preferencias culturales
- 4 minutos de lectura'
Sepan aquellos que se aprestan a ser padres por primera vez que habrá una pausa larga en sus consumos culturales. Dispondrán de poco tiempo y pocas ganas de salir. Pero lo más importante es que, instalado el hijo único en el centro del universo, no harán otra cosa que acompañar sus intereses. Antes de Severino, yo era un asiduo espectador de sagas policiales. Ahora soy un experto en la programación de Nickelodeon y no me pierdo un estreno de Pixar. Es solo un ejemplo; sucede otro tanto con la música que escuchamos en el auto y en casa (adiós a las playlists de rock) y con la literatura (un cuento de brujas o de simpáticos mamíferos es el menú obligado antes de dormir).
No me quejo, aprendí mucho. Y debo seguir haciéndolo porque con los niños hay que ejercer de curador. Y, ejem, de cuando en cuando, de funcionario de la censura. No me importa imponerle a Seve mi definición del buen gusto; no me desvela criar un chico culto y progresista. Al respecto atesoré la anécdota de un amigo de mi papá, quien jamás olvidó la decepción inolvidable que le produjo uno de sus cumpleaños. Había pedido de regalo el disco con las canciones de Titanes en el Ring (una troupe de luchadores de catch muy popular en los años 70), pero sus padres –intelectuales de medio pelo– juzgaron que eso era basura promovida por la televisión y eligieron un disco de María Elena Walsh. Gran cancionista y, sobre todo, quintaesencia de las artes políticamente correctas. El amigo de mi papá lloró desconsoladamente por la prohibición disfrazada de altruismo y siempre que podía contaba el episodio.
Hasta a los padres y madres más atentos y atentas les resulta arduo desentrañar el sentido (siempre político) de algunos productos maravillosamente empaquetados por la industria.
Alguna vez, en esta misma columna, me referí al exceso de celo de algunos padres y madres con respecto a las aficiones de sus hijos en materia audiovisual. Algunos suponen que los niños y niñas reproducen las imágenes como autómatas, que no procesan, que no reconocen la distancia a la que opera la ficción. Justo los niños, que se la pasan jugando, imaginando mundos de repuesto, que son maestros de la ficción y, por lo tanto, saben mejor que nadie de qué se trata. De todos modos, hay que establecer límites, claro. Hay cosas que los chicos aún no pueden discernir y no debemos cargarlos con esa responsabilidad.
Sin embargo, hasta a los padres y madres más atentos y atentas les resulta arduo desentrañar el sentido (siempre político) de algunos productos maravillosamente empaquetados por la industria. El otro día lo llevé a Seve –y me llevé a mí: el cine infantil es cada vez más inclusivo, cada vez más para adultos– a ver una película que aborda la relación de la infancia y la tecnología. Con apariencia crítica, el film denuncia la deshumanización de los vínculos y el control social y la compulsión al consumo al que están sometidos los usuarios de dispositivos y redes digitales. Pero –un pero monumental– los abusos de la compañía tecnológica que está en el centro de la trama se producen porque un maduro y desalmado capitalista traiciona a su socio, un geniecillo de las computadoras (joven, de bermudas, muy compatible con el laboratorio creativo de Google). El joven, que finalmente triunfa sobre el codicioso partenaire, tiene inspiraciones nobles y diseña cada algoritmo, según dice, para fomentar la amistad. Moraleja alentadora: quedémonos tranquilos, que los gigantes de internet tienen buenas intenciones. Cualquier desviación obedece a una intromisión perversa, ajena a la voluntad de las compañías.
Seve no entendió casi nada del argumento –pensado, se dijo, para adultos–, pero me pregunté, al tiempo que se encendían las luces de la sala, si su perceptivo cerebrito se quedaría rumiando la película, si de alguna manera asimilaría su ideología embozada. Me vino a la memoria aquel libro tan comentado hace décadas, Para leer al Pato Donald, y, aunque lo recuerdo vaga y parcialmente (por comentarios, jamás lo leí), no me pareció tan rebuscado. Y seguí con las preguntas: más allá de la educación formal y de la influencia de madres y padres, cómo (y cuándo) se construyen nuestras opiniones sobre el mundo. Endilgarles todo a los medios es un recorte que distrae y simplifica un asunto verdaderamente gordo. Me pareció mucho compartir tal inquietud con mi hijo mientras nos volvíamos a casa.