El director construye un relato que funciona como un homenaje a su educación sentimental.
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Paul Thomas Anderson es uno de los cineastas más interesantes de las últimas tres décadas. No “mejor”, sino “interesante”: cada película genera interés. En algunos casos, lo aplaudimos a rabiar; en otros, nos sentimos abrumados. Pero siempre hay algo en las películas que las pone aparte. Es cierto: un cinéfilo más o menos entrenado puede rastrear sin demasiada dificultad sus influencias y sus gustos. Como casi todos los realizadores de su generación (conjunto que incluye a Quentin Tarantino, por ejemplo), la influencia de la generación de los 70 es notable, especialmente la de Martin Scorsese y Brian De Palma. Pero este juego de saber de dónde viene el plano secuencia o el uso de las canciones es un poco eso, un juego nomás. Cuando se despeja un poco la inmensa sombra de los maestros reconocidos, aparece la mano del discípulo.
Y si la de Tarantino tiene puesto un guante de box (o uno con cuchillas alla Freddy Krueger), la de Paul Thomas Anderson tiene uno de cuero o de seda. Sus films se basan en, quizás, el tema que sostiene todo el arte: la vocación en el sentido más amplio posible. Que se puede manifestar en una artesanía (Phantom Thread), en una ambición económica (Petróleo sangriento), en una pasión amorosa (la sublime Embriagado de amor, con Adam Sandler), en la compulsión por el azar (Hard Eight) o en muchas cosas a la vez (Magnolia). También, obviamente, en el cine: eso es Boogie Nights, con su familia de cineastas pornográficos en caída y redención, y (albricias: hay una nueva película de Paul Thomas Anderson) Licorice Pizza, de la que hablan encantados los críticos de medio mundo. Quizás porque toca bastante el mundo del cine, o quizás –somos de esta segunda opinión– porque es muy buena.
La historia tiene bastante de autobiográfico: un pibe de 15 se enamora (platónicamente) de una chica mucho más grande que él. Pero para equilibrar el asunto, el que tiene un poco más de habilidad y mundo es él. De hecho, por razones que no vamos a despejar aquí, hace desde chico papeles en películas, audiciona para comerciales, come en los mejores restaurantes gracias al trabajo de su mamá. La dinámica entre estos dos personajes que están creciendo y enfrentándose realmente al mundo adulto es lo que sostiene la película y, en este punto, recuerda mucho a Embriagado de amor. Pero hay un (gran) toque autobiográfico en todo esto. En las aventuras de estos dos chicos se entreteje el mundo del cine (y el mundo en general) tal como era en los años 70 en el valle de San Francisco. Y Anderson sostiene, además, que el talento, cuando entra en la máquina de inflar egos, produce monstruos. El cast adulto (Sean Penn, Bradley Cooper haciendo de un personaje “real” y bastante poderoso, Tom Waits) es un muestrario de eso. Y, en espejo, una mirada desde ese pasado de la ficción (y del autor) a futuros posibles.
Pero aquí viene lo importante. Anderson, muchas veces, opta por la elegancia del melodrama con sus tomas largas, sus planos secuencia, etcétera. Pero tiene un gran talento para la comedia y para pescar el gesto ridículo que vuelve humano a cualquiera (incluso se lo “saca” a Daniel Day-Lewis, toda una hazaña si no se es Scorsese). Aquí se nota que quiere mucho a esos personajes, y por eso les otorga algo más que humor (la película es, básicamente, una comedia romántica, aunque un poco excéntrica): les otorga gracia.
Así, con un uso muy preciso –y emotivo– de la banda sonora, y una mano para dirigir actores, incluso en los excesos, que resulta admirable, Anderson hace algo más que recordar con cariño un pasado definitivamente ido: lo reconstruye a modo de ficción. Lo que el cine le hizo al mundo fue transformar lo perdido en presente continuo y recuperable con cada visión. Ese costado aparentemente inmortal del cine es, probablemente, lo que le da una gigantesca calidez a Licorice Pizza: una película para que no pensemos en el paso ineluctable del tiempo.
El Oscar para Anderson (?)
Aunque es uno de los realizadores más respetados de Hollywood, Anderson todavía espera (como Tarantino) su Oscar como director. Pero acaba de ganar el National Board of Review (el más importante de la crítica en los Estados Unidos) por Licorice Pizza, tanto en el rubro de dirección como en el de película, más el de revelación para sus jóvenes estrellas Alana Haim y Cooper Hoffman. A lo mejor es su año.