Doce cuentos de Daniel De Leo con una prosa sin adornos y amiga de la síntesis, la estrategia perfecta para exponer el costado herido de sus personajes.
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Podría arriesgarse que la materia de los 12 cuentos que componen ¿Qué sueños dorados sueña toda esta gente? de Daniel De Leo (Buenos Aires, 1973) es el contraste entre esa promesa dorada que nunca resulta ser la vida y esa convención que llamamos realidad: sus zonas de hundimiento y derrumbe, la soga que aprieta y en general ahorca, pero que en ocasiones salva y transforma. Editados recientemente por Metalúcida (casa editorial oriunda de Bernal), le anteceden otros dos libros de cuentos que confirman a De Leo en el género: Después de la tormenta, premiado por la Fundación Victoria Ocampo en 2010 y Barro nocturno, editado por Santiago Arcos, luego de obtener el tercer premio del Fondo Nacional de las Artes en 2011.
Situados preferentemente en un paisaje conurbano o rural, descritos bajo las tonalidades de la melancolía, la poesía de un detalle luminoso y la tensión, estos cuentos están lejos de la simple representación de vidas precarias y violentas, aunque sean precarias y cargadas del asedio de la violencia. No está el foco allí, sino en esos momentos interiores en los que se escucha el avance de una grieta sobre el fino cristal que sostiene la cordura de sus personajes. Como le sucede a Heredia, el anciano semipostrado y enfermo del quinto relato, “Lo perdido”. El hilo de su destino tiembla, tan solo ante la percepción de un anhelo: “El perfume de su pelo se le mete en la nariz como el aire de un lugar silvestre”.
La influencia de la narrativa de Flannery O’Connor no se oculta, al contrario, se exalta en el homenaje que le dedica en el cuento que cierra el libro: “En estado de gracia”. Allí, un poco con algún dato biográfico, otro poco con el envío intertextual a uno de los relatos icónicos de O’Connor, “El geranio”, el autor bonaerense ficcionaliza los últimos días de esta escritora sureña estadounidense que hizo de la crueldad y la maldad humanas su firma.
De Leo parece retomar este gusto por lo irredimible en varios de sus cuentos y, en particular, en el sutilmente gótico “Costuras”: “Laura sale a la huerta. El aire frío le produce una aspereza en la garganta. Arranca el palo tutor de una planta de tomates. Se topa con el títere de su padre, le estudia los botones de los ojos, la nariz, el sombrero. La boca es un gusano de tela fruncida”. Aquí, la tajante violencia con la que van creciendo las acciones de Laura apenas se corresponde con las cosas que padeció.
Sin embargo, en ¿Qué sueños dorados sueña toda esta gente?, hay espacio para otras experiencias –¿felices?– al menos inciertas, huecos que hacen tambalear un estado áspero de la cuestión y conmocionan. Así, en “Una huella familiar” quizá haya sido posible despedirse de un padre ya muerto; en “Fuera de lugar”, una memoria inconsciente devuelve algo de vitalidad en el reinado de la decrepitud; en “Retrovisor” queda abierta la posibilidad de comenzar de nuevo y en “Dimensiones”, una vieja herida puede que dé la oportunidad de un último combate en un viaje chamánico. “Todo vuelve a la calma. La luz del atardecer se adensa en la copa de los árboles. La excitación ha desaparecido y Germán se siente de pronto demasiado humano, demasiado carnal, agotado, un largo soplo de aire saliendo de su pecho”. Como le sucede al protagonista de “Calles de enero” luego de una travesura infantil, los cuentos de Daniel De Leo exhalan los vapores y el incendio de la fragua de haber vivido un impacto.