Finalista del premio Herralde, relata el tiempo de un duelo desde el paisaje icónico de la literatura nacional: la pampa, vacía y llena a la vez
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La novela de Federico Falco (Córdoba, 1977), Los llanos, finalista del prestigioso premio Herralde 2020, se ubica en la larga serie de relatos y poemas argentinos que han tomado la geografía pampeana como centro de ocupación. En este caso, un campo del siglo XXI –con sus cultivos sojeros, sus ruidos de máquinas trilladoras, sus criaderos de chanchos y pollos– abraza el desconsuelo de Fede, el narrador protagonista y autor de las notas con registro de diario que construyen la textura de esta novela. En ese paisaje, de a ratos límbico, el tiempo del amor, el tiempo de la infancia, el tiempo del duelo y el de la escritura se alternan en una narración muy consciente de la tarea metafísica que emprende.
Su relato, por momentos comparado con el trabajo de una huerta, por otros, con simples maderas que le llegan para salvarse del naufragio, se va escribiendo en Zapiola, un pueblito apenas esbozado en la lisura de la región pampeana, luego de instalarse tras abandonar la casa en la ciudad que compartía con Ciro, su pareja. Fragmentaria, melancólica y bien lejos de idealizar un retorno a lo natural, Los llanos puebla el extenso horizonte alambrado de un caluroso enero a un renacido septiembre con enumeraciones recurrentes y cíclicas tanto de lo que va ganando –una huerta, un nuevo tipo de soledad– como de lo que ha perdido, pero que rebrota y cosecha de su memoria.
“Vivir el paisaje es una experiencia primitiva que no tiene nada que ver con el lenguaje. No me enfrento a describir un paisaje a menos que se lo quiera contar a otro que no lo conoce, y en general prefiero dar solo un par de detalles, porque sé que al final es un esfuerzo imposible”. Esta premisa de la precariedad en la descripción no impide, de todas maneras, captar en lo que lo rodea belleza y delicadeza: “Amanecer con niebla. El dorado del sol se difumina en el aire. El rocío revela una telaraña entre los cardos, telarañas más pequeñas sobre la gramilla”. Hay vacíos, o bien un gran vacío de fondo que se deja traslucir en su sintaxis austera, en su refrenamiento de párrafos breves y en la rutina de su protagonista. Fede, en el tránsito de su duelo amoroso, hace honor al ora et labora que resumen las actividades monásticas: además de llenar las horas, los días y los meses con los sucesos de sus cultivos a pequeña escala y los cambios del clima, la novela comparte sus lecturas “santas”. Su biblia es un nutrido campo literario que incluye a Sara Gallardo, Alicia Genovese, Félix Bruzzone, Elena Anníbali, Alejandro Schmidt y también a una serie de escritores y poetas extranjeros como Ron Padgett (ilumina la lista desde el epígrafe), Barbara Pym, Cy Twombly, Lyn Hejinian, Corita Kent, Annie Dillard...; todos y todas aparecen citados textualmente para orientar el sentido de los actos del narrador, que confiesa: “Y por momentos la ficción es la única manera de pensar lo verdadero”.
Horizontes amplísimos, tiempo, demasiado tiempo, pero siempre fugitivo, una historia de amor que no funcionó, la memoria de una infancia y una juventud que tuvo que silenciar su identidad sexual ante el nada confortable “espíritu de pueblo”, y un retorno a la llanura para ensimismarse y, quizás, buscar la excusa perfecta para narrar sobre la materialidad de la escritura: “Pero en la página escrita, un paisaje no es paisaje sino la textura de las palabras con que se lo nombra, el universo que esas palabras crean”.