Con la popularización de las bombillas, nuevos estudios alertan sobre sus pocos conocidos efectos en la salud.
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En abril de 2013, Anna Levin fue asaltada por un desagradable malestar. “Era difícil de localizar o identificar”, recuerda la escritora escocesa. “No bien se prendieron las luces, me invadió una sensación de frío en el cuerpo, sentí un hormigueo y un ardor ennegrecido en el cuero cabelludo, como si mi cabeza se estuviese hinchando, y empecé a temblar”.
Levin se encontraba en un curso de escritura en una casona de Birmingham, Inglaterra, cuyas salas, pasillos, baños, cada rincón estaba iluminado por bombillas CFL, es decir, aquellas lámparas fluorescentes de bajo consumo con forma de rulito que titilan con una vibración cuando se prenden y que, al principio, dan una luz tenue y fría.
Efectos nocivos en la piel por los rayos ultravioleta emitidos por bombillas CFL, migrañas y mareos en ciertas personas, daños en los ojos y cataratas, son algunos de los impactos del uso prolongado de las bombillas CFL y LED.
Sin poder soportar aquella sensación de náusea, Levin se refugió en la oscuridad de su dormitorio. Pronto comprendió que era imposible huir de este y de otros tipos de iluminación artificial, en especial desde que en 2012 la Unión Europea exigió discontinuar las bombillas incandescentes por razones ambientales. Después de más de un siglo iluminando el mundo, esta tecnología había sido reemplazada por un tipo de iluminación de bajo consumo energético: bombillas CFL y LED.
En su reciente libro, Incandescente: Tenemos que hablar de la luz, Levin cuenta que desde aquel día se obsesionó con el tema. “¿Acaso la luz nos afecta más de lo que nos damos cuenta?”, se pregunta.
No tardó mucho para comprender que no estaba sola. No se trataba de un problema psicológico o de una fase, como le insistían sus amigos. En foros online, cientos de personas en todo el mundo reportaban casi avergonzadas los mismos síntomas –migrañas, mareos, dolores de ojos, fatiga–, la misma incomodidad, una especie de alergia al mundo moderno. Muchos confesaban que la fotofobia causada por aquellas nuevas formas de iluminación los aislaba. A otros los forzó a abandonar empleos y a huir de la ciudad para refugiarse en el campo. Y no, las gafas oscuras no aliviaban el dolor.
La bombilla de luz incandescente, perfeccionada en 1879 luego de años de ensayo y error por Thomas Edison, cambió el mundo para siempre. Como recuerda la escritora Jane Brox en Brilliant: The Evolution of Artificial Light, durante casi toda la historia de la humanidad, hasta fines del siglo XIX, la noche significaba oscuridad. La llegada de la noche y el amanecer eran increíblemente importantes. Definían el ritmo del día. El tiempo no estaba sujeto al reloj, sino a la luz.
La electricidad engendró al mundo moderno. Alteró los patrones de sueño, amplió las horas laborables, cambió nuestra relación con el ambiente. Como toda invención disruptiva, esta tecnología fue abrazada con entusiasmo. En las primeras décadas del siglo XX, se popularizaron las “fototerapias” en todas partes: hombres, mujeres, niños pasaban horas –desnudos y con gafas protectoras– bajo lámparas de luz ultravioleta para tratar la tuberculosis.
Ahora se sabe que los cambios que resultan de la exposición a la luz eléctrica durante la noche tienen conexiones biológicas con enfermedades y afecciones que son comunes en el mundo moderno actual, como la obesidad, la diabetes, el cáncer y la depresión.
A medida que las bombillas CFL y las LED inundan el mundo, nuevos estudios analizan los impactos de su uso prolongado en la salud humana. Por ejemplo, efectos nocivos de los rayos ultravioleta emitidos por bombillas CFL en la piel. Como las luces LED, estas lamparitas parpadean más de cien veces por segundo, lo que puede desencadenar migrañas y mareos en ciertas personas.
Otros informes reconocen que la exposición intensa a la luz azul, específicamente en las luces LED, puede provocar daños en los ojos, así como también aumentar el riesgo de cataratas. En especial, la luz azul –emitida por las pantallas– suprime la producción de melatonina, que prepara nuestro cuerpo para dormir y sincroniza nuestro reloj biológico.
Levin compara la situación de las bombillas CFL con lo que ocurrió con el asbesto o amianto, aquel mineral que se usó por décadas como material aislante y cuya exposición se asocia con el riesgo de cáncer. “Llevó tiempo crear la legislación que finalmente lo prohibió. Ahora es el turno de eliminar y de prohibir las bombillas CFL mediante una regulación de la Unión Europea”, indica sin dejar de fustigar una constante tecnológica: “Los fabricantes se empeñan en lanzar rápidamente nuevos productos sin realizar suficientes testeos o investigaciones, mientras que las preocupaciones en torno a la salud se rechazan o ignoran”.