Me sé todas las canciones de Charly. O casi. No sé si lloré de emoción o de nostalgia, si el corazón se me atenazó de felicidad o de saudade, si grité de euforia o de tensión contenida, pero cuando se corrió el tul traslúcido con el símbolo de Say No More y sobre el escenario del CCK sonaron los acordes inconfundibles de “Cerca de la revolución”, todo mi aparato físico emocional sufrió un sacudón.
¿Que no es el mismo este Charly de 70 años que el que fui a ver a un campo en Alejandro Korn o a Vélez bajo una lluvia torrencial? ¿Que no es el mismo que se aparecía en el Roxy de madrugada (y por eso íbamos con amigos y amigas, aunque nos pareciera un lugar noventoso y la cerveza fuera carísima); el que le dijo a Lanata lo que el 99% de los periodistas pensamos de él, o el que en los tiempos previos a su detox zapaba en el living del Faena como si estuviera yendo de la cama al living de su casa?
No es el mismo, claro: quién lo es. Y por qué él habría de serlo. Vayamos a reclamarle a Heráclito. Y, sin embargo, cuando lo vi ahí, tocando con una mano mientras Fito lo miraba con admiración pura e Hilda Lizarazu cantaba recostada sobre su hombro, me sentí niña, adolescente, joven, universitaria, adulta, vieja. Todo a la vez. Se me aparecieron escenas de mi vida, personas, estados anímicos. Como si una corriente eléctrica hubiera unido los cables de mi historia personal. Como si mi ADN emocional estuviera tallado en esas canciones. Como si el efecto “Charly” fuera inmutable, constante, eterno.
Qué cosa cuando los recuerdos se refugian ahí afuera, en objetos y señales, para entrar de nuevo a nuestra cabeza cuando menos lo esperamos. Nabokov, que seguramente había leído a Proust, decía que nada revive el pasado tan completamente como un olor que alguna vez estuvo asociado con él. Tununa Mercado escribió en En estado de memoria –quizá uno de los libros más brillantes y entrañables de la literatura argentina– que un amigo muy querido que había muerto se le aparecía inesperadamente en la cocina cada vez que ella estaba por asar un trozo de carne: él le había enseñado que cuando el bife se pone en la plancha, no hay que moverlo, así se sella y no pierde sus jugos. A ella la maravillaba cómo la memoria atesora detalles, cuestiones intrascendentes de las personas que amamos.
Casualmente, hace unas semanas la entrevisté a Tununa por un libro de compilación de crónicas que acaba de publicar (El vuelo de la pluma). Llegué algo temprano a la cita –era en su casa, un departamento antiguo en pleno Tribunales, donde vive con su marido, Noé Jitrik– y para hacer tiempo di algunas vueltas por el barrio. Conozco bien esas calles: uno de mis primeros trabajos en Buenos Aires fue como secretaria en un estudio jurídico. Muchos locales y fachadas habían cambiado y, sin embargo, para mí seguía todo igual. Algo en la luz, en los sonidos, en los carteles y nombres. Sin querer, llegué a la puerta de entrada de un edificio que me resultó familiar. Me vi ahí parada, espejada en el vidrio, con 21 años, y sentí lo mismo que sentía por aquellos días: ¿qué voy a hacer de mi vida? ¿Por qué trabajo acá? ¿Por qué estudio Derecho si nada de esto me gusta?
Me empecé a angustiar, hasta que me di cuenta de que tenía 42 años y de que había dejado Derecho hacía mucho. Le toqué timbre a Tununa. Tomamos café que nos preparó Noé y comimos masitas en una sala luminosa. Hablamos de su pasado como periodista en el diario La Opinión, de su vida en Francia, de sus días en México, de su amistad con Puig, con Rodolfo Walsh y Lilia Ferreyra. También me dijo que lamentaba las nubes en su mente, que se daba cuenta de que muchas cosas que creía que siempre iba a recordar se le estaban yendo. “Pero está tu literatura, Tununa –le dije–. Está todo ahí”. Me sonrió y me preguntó cuántos años tenía mi hijo. Le dije que casi cinco, y que era una edad muy hermosa, que me sorprendían sus comentarios, sus interpretaciones del mundo, su modo de procesar la realidad. “¿Y estás anotando todo esto para que no se pierda?”. Le reconocí que no, que no lo estaba anotando, que debía hacerlo.
Volví a casa con esa idea, que quedó en estado de idea. En cambio, nos pusimos a escuchar música. Mi hijo me pidió que le pusiera mi canción favorita. “Mi canción favorita son muchas”, le dije. Se desilusionó: era como decirle que no tenía ninguna. Entonces recurrí a Charly. Le dio risa que ese señor cantara que no se quería volver tan loco, y me pidió que se la pusiera una, dos, tres veces, y otra vez. Ahora pienso que Charly ya entró en el ADN de mi hijo y que quizá, en muchos años, cuando escuche “Yo no quiero volverme tan loco”, su cabeza vuelva a este instante, en el que estamos cantando y bailando en el living de casa.
*Directora de Brando