Fue el primero del país; detrás de sus vitrinas con animales embalsamados y fósiles, alberga una intensa actividad de investigación y conservación.
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En el escritorio de Pablo Tubaro hay un tesoro. En uno de sus cajones, el director del Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia tiene una carta escrita de puño y letra del naturalista inglés Charles Darwin dirigida al doctor Francisco Javier Muñiz, el primer paleontólogo argentino. En la carta, fechada en 1847, Darwin le pregunta por la vaca ñata, una raza de ganado silvestre que habitó el sur, de rostro muy corto –tipo bulldog–, y que se había desarrollado en simultáneo en distintos lugares del mundo con características similares a la Patagonia. El investigador inglés estaba escribiendo en ese momento El origen de las especies, publicado en 1859, y le encomendaba a Muñiz el aporte de información valiosa para su trabajo.
Creado a instancias de Bernardino Rivadavia a principios del siglo XIX, el Museo Argentino de Ciencias Naturales fue el primero del país. Hoy tiene su sede definitiva en Parque Centenario.
“Este escritorio sobre el que trabajo era, además, del propio Ángel Gallardo”, dice Tubaro. “Y a tiro de brazo tengo un libro sobre caracoles escrito por el gran naturalista francés Jean-Baptiste Lamarck”, continúa, como un chico asombrado, a pesar de que ocupa ese cargo desde 2011 y trabaja en el museo desde hace más de 20 años.
Este sitio tan particular, enclavado en un parque en el corazón de Buenos Aires, es una especie de joya urbana cargada de naturaleza. El museo está compuesto de pequeños y grandes hallazgos que se amplían año tras año: todavía hoy sigue sumando piezas a su enorme colección gracias a la exploración e investigación permanente. “Hay tantas joyas que es injusto destacar una”, dice su director. “Tenemos al carnotaurus, que es un fósil que se encontró muy completo, lo cual es una rareza porque hasta se ha preservado la impronta de la piel; también tenemos un huevo de ave elefante de Madagascar, en perfecto estado, que llegó al museo a finales de la década del 20 de un argentino que no sabemos cómo lo consiguió”, enumera.
El Bernardino Rivadavia fue el primer museo del país. Sus orígenes se remontan a 1812, cuando Rivadavia invitó a las provincias a reunir materiales para “dar principio al establecimiento en la Capital de un Museo de Historia Natural”. Formalmente fue creado en 1823 y, desde entonces, pasó por diversas sedes: estuvo en el Convento de Santo Domingo, después en la Manzana de las Luces durante muchos años. El emblemático edificio de Parque Centenario se comenzó a construir a mediados de la década de 1920. La construcción, que demoró 10 años, tiene 14.000 m2 de superficie distribuidos en seis niveles y alberga las salas de exhibición, los espacios para las colecciones y los laboratorios.
“El edificio que se construyó es un 20% del proyecto original, que era una cosa extraordinaria”, revela Tubaro. La entrada principal no estaba pensada sobre la avenida Ángel Gallardo –por donde se ingresa actualmente–, sino desde el propio Parque Centenario. “Es decir, se iba a entrar desde ahí porque el parque estaba pensado como un espacio temático, con animales prehistóricos gigantes, esculturas de megafauna, una suerte de «Disney»... era una idea faraónica, magnífica”, detalla.
La definición del proyecto no estuvo exenta de polémica. La expansión del edificio se inició a principios del siglo XX, llevó más de 30 años de discusiones y se barajaron otras posibilidades: un edificio en Recoleta, otro enfrente del Jardín Botánico de Palermo. “Florencio Ameghino tenía un proyecto bastante feo, arquitectónicamente hablando: una serie de galpones para guardar fósiles, porque esa era básicamente su preocupación. Por suerte, después levantaron la vara”, ríe Tubaro.
Como un iceberg
¿Por qué tuvo tanta relevancia la construcción de la sede de un museo de ciencias naturales? Hacia fines del siglo XIX y principios del XX, estos museos eran los principales centros de investigación. La biología era la estrella de la ciencia. Después, eso fue cambiando y el rol lo tomaron instituciones específicas (como el Conicet en la Argentina, creado en 1958) y las universidades. Los museos fueron parcialmente eclipsados y convertidos en una suerte de mausoleos para exhibir colecciones. “Es una visión bastante incorrecta”, se ataja Tubaro.
Justamente, las exhibiciones son una parte ínfima del trabajo que se hace día a día. Hoy por hoy, el museo es un centro de investigación que, además, presenta exhibiciones para mostrar al público el valor de la ciencia y los descubrimientos que se van registrando. “Los museos son como un iceberg”, grafica su director. “La punta es la parte pública, pero la gran masa está por debajo de la superficie: las colecciones y el trabajo de investigación”, explica. Por cada objeto exhibido, hay 100 más guardados, en especial, los ejemplares más valiosos. La del Bernardino Rivadavia es una de las colecciones más importantes de Latinoamérica.
La dinámica está lejos de la estática, del silencio archivista. “Nosotros vamos al campo, descubrimos el fósil –o cualquier otro ejemplar de cualquier especie–, lo traemos, lo clasificamos, lo guardamos y lo ponemos a disposición para las generaciones futuras. Además, lo exhibimos para contarle a la gente de qué se trata este descubrimiento”, enumera.
Primavera y verano es temporada alta para los investigadores del museo, que salen a la búsqueda de nuevos tesoros por todo el país. No solo salen los paleontólogos, también hay investigadores de arañas que van a buscar ejemplares a distintos lugares de la Argentina y el mundo. “En este momento, hay un grupo estudiando a un conjunto de pájaros en el norte de la Patagonia”, cuenta Tubaro. La actividad es incesante e intensa. Mamíferos, reptiles, todas las especies tienen un grupo investigador asignado.
"Tenemos que capturar el interés, acercarla a las ciencias naturales, es posible desde el lado de la curiosidad por saber. Despertar al niño que todos tenemos adentro."
Pablo Tubaro, director
No solo del pasado vive el museo. En el año 2004, decidieron empezar a confeccionar una novedosa colección de tejidos ultracongelados, que hoy en día es la más grande de América Latina. “Tenemos tejidos conservados de cerca de 150.000 especímenes”, revela Tubaro. Esto permite hacer estudios genómicos y de ADN: además de los tejidos, poseen el ejemplar de donde se extrajo, lo cual es fundamental para cualquier estudio de evolución molecular y de especiación. El valor de estos materiales es tan importante que cotidianamente reciben consultas del exterior para acceder a la base que lograron reunir.
Además, en 2005, el museo se sumó a otro proyecto llamado Códigos de Barras de la Vida, que tiene por objetivo identificar a todos los organismos eucariotas, a partir de una secuencia estandarizada de material genético. Como primer paso, están desarrollando la secuencia genética de cada especie, una suerte de guía telefónica donde cada una tiene su número asignado: “Por ejemplo, el 80% o 90% de las especies de aves de la Argentina se pueden identificar genéticamente gracias al trabajo del museo en los últimos 15 años; la mitad de los peces marinos; las hormigas, las polillas, las arañas… la Argentina ha sido contribuyente de primer orden”.
¿Qué tanto sabemos de lo que nos rodea? Poco y nada. “Todos los años se descubren nuevas especies y faltan muchísimas por descubrir, conocemos muy poco de la naturaleza”, dice Tubaro. La ciencia ha logrado reunir información precisa de poco más de 2 millones de especies. Sin embargo, se calcula que puede haber entre 10 y 100 millones de especies sobre la tierra. “Estamos muy lejos de entender qué está pasando: ¿cómo son las interacciones entre todas esas especies? ¡No tenemos la menor idea!”, se asombra.
Tubaro todavía siente la curiosidad a flor de piel. Como si fuera un niño persiguiendo una mariposa colorida en el Botánico, todos los días se sienta en el escritorio de director –junto a la carta de Darwin– con ánimo de ponerse a “jugar”. “El investigador es básicamente un chico curioso”, explica. Especializado en ornitología, a los 5 años supo que lo suyo era la biología. Durante su adolescencia se interesó particularmente por las aves. “Es una especie que tiene sus ventajas: son abundantes, diurnas, tienen vocalizaciones y plumajes de colores”, cuenta.
La mirada optimista
En el museo sucede algo muy particular. La mayoría de sus trabajadores lo visitaban cuando eran pequeños y soñaban con dedicarse a la investigación: “Por eso, todos tienen la camiseta puesta, un sentido de pertenencia muy fuerte a la institución”. Un amor que se replica en cada sala, en cada espacio del edificio.
En el área de ornitología trabajan unas 20 personas que estudian metódicamente el comportamiento de las aves, sus cambios genéticos asociados al ambiente, como por ejemplo la adaptación de los dialectos de canto. “Estamos estudiando cómo el ruido del mar afecta el canto de los chingolos que viven en la primera línea de médanos, estamos observando un corrimiento de las frecuencias para escapar a ese ruido”, se entusiasma. “Lo que nos interesa saber es si estos cambios repercuten en las decisiones reproductivas… estamos en un momento increíble gracias al avance de la técnica, no tenemos tiempo de aburrirnos, la naturaleza es inagotable”, agrega.
En momentos de mucha incertidumbre por el impacto del cambio climático, la desaparición de especies y la pérdida de biodiversidad, museos como este se revelan como una fuente de sabiduría para comprender qué está sucediendo con aquello que sostiene la vida sobre el planeta. Sin embargo, Tubaro prefiere correrse del discurso pesimista. Sabe que entre sus manos o, mejor dicho, al alcance de los ojos de cualquiera que quiera ver, hay una posibilidad de reencontrarse con la naturaleza, comprenderla, abrazarla y cuidarla. “Es verdad que no hay muchos elementos para ser demasiado optimistas; sin embargo, si bien la conservación es algo primordial, soy crítico del discurso pesimista del conservacionismo”, dice. Y cierra: “Lo único que se logra es angustiar a la gente y, si la gente siente que está todo perdido, es contraproducente. Tenemos que capturar el interés, acercarla a las ciencias naturales, es posible desde el lado de la curiosidad por saber. Despertar al niño que todos tenemos adentro, sin angustiarse”.