Con la leche de coco como base, los helados Haulani revolucionan los paladares argentinos
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La chica de 26 años está desnuda, sentada sobre la arena; contempla las enormes olas. Un joven –también desvestido– se le acerca y conversan. Ella está despojada de todo: no hace nada, no tiene nada, no está en pareja, no sigue un rumbo, no está en su país. Él sí, él hace helados con leche de coco y los vende en esas playas (en Secret Beach, la playa nudista donde se encuentran, y también en las otras de Wailea Maui). Fue una epifanía. Victoria Torterola (33) supo que algo tan inesperado como un helado saludable podría contar su historia con un sentido. Volvió de Hawai a Buenos Aires decidida: diseñó recetas como si esculpiera obras de arte; con $600 compró una máquina por Mercado Libre, vendió algunos por Facebook, y más y más. Creó una marca, Haulani (significa “hielo celestial”, en hawaiano). Con sabores como matcha y vainilla, maracuyá y cúrcuma, ananá y jengibre, hoy vende, por mes, 10 toneladas de helados veganos (todos menos uno: el de dulce de leche). Tiene dos heladerías propias, hace también bombones, frascos de dulce de leche de coco y yogures de origen vegetal. Comercializa en supermercados y en dietéticas, está por exportar a Uruguay y a Paraguay. El trayecto recorrido cumple los principios del manifiesto de su empresa: “Un helado que te hace bien, un desafío que te potencia, una pérdida que te enriquece, un fracaso que te enseña”. Es que la historia empezó con la pérdida. Claro que para perder, primero hay que tener.
Tienen 15 empleados y venden 10 toneladas de helado por mes.
La infancia de Victoria fue “muy espectacular”, dice ella; transcurrió en la abundancia de regalos, de viajes. Una niña consentida. Cuando tenía 13 años, su padre –que trabajaba en el sector financiero– pateó el tablero. Era 2001: Mariano Torterola renunció a su trabajo, Victoria y sus dos hermanos dejaron el colegio y, junto a Silvana Raballo –la mamá– se fueron a pasar un año sabático a Hawai. En la isla de Maui, mientras el padre y el hermano corrían triatlones, la madre incursionaba en terapias alternativas y su pequeña hermana jugaba en un entorno de fantasía, donde podían aparecer una ballena con su bebé o un búho blanco, Victoria era libre. Hacía lo que sentía ganas y sin exigencias sociales.
La algarabía del sabático fue directamente proporcional a la zozobra del regreso: el padre quebró, no logró reinsertarse y lo que había sido abundancia viró a la escasez. Vicky salió a trabajar para pagar sus estudios en Hotelería. Era camarera en un restaurante de Pilar. “Servirles la cena a los padres de mis compañeras del colegio me mostraba la caída de mil escalones. Fue un descolocamiento brutal al que hoy le agradezco”, explica.
“Una pérdida que te enriquece”. Volvió a Hawai cada verano para trabajar en la temporada y para recuperar energías. Por mucho tiempo siguieron los viajes, escapando de una situación económica familiar “realmente hostil” –según cuenta–. En Australia se enamoró de un cocinero inglés y, mientras profundizaba la relación con él, también desarrolló un vínculo de otro nivel con lo gastronómico. La pareja no prosperó, pero la pasión de Vicky por la alimentación placentera y nutritiva sí.
250% creció la facturación en 2020.
Trabajar en cualquier cosa para sobrevivir le demandaba un esfuerzo desmedido. La carga más pesada era el terror constante a quedarse sin trabajo y sin nada. Tocó fondo en su miedo y se propuso enfrentarlo.
“Un desafío que te potencia”. Eligió luchar con el arma del desapego. Se deshizo de pertenencias y responsabilidades, consumió sus ahorros, se fue una vez más a su isla mágica y entonces sí –tan libre y segura, se sintió desnuda de todo en una playa paradisíaca– visualizó una manera en que trabajar para vivir podía ser vivir la vida que ella quería: producir un helado diferente a lo establecido. Era deconstruir el símbolo de algo rico, un capricho, un deseo infantil, algo “que no es alimento” en el imaginario social. Y, así, fue escribiendo su propio manifiesto, basado en la experiencia.
“Un helado que te hace bien”. Victoria no buscaba tener una empresa, ni ganar plata, ni hacer helados veganos. “Yo quería romper mandatos”, explica. En marzo de 2014, volvió a la Argentina con una idea y mucha energía para escalarla. Llevó su tiempo: “Compré una máquina para hacer helado en Mercado Libre y con esa inversión de $600 me la pasé hasta septiembre haciendo helados cristalizados, aguados, tipo piedra. Hasta que di con el punto justo y abrí una página en Facebook para ofrecerlos. Apenas salí al mercado, supe que si yo empujaba, las ruedas giraban”, reconoce.
“Un fracaso que te enseña”. Cada vez le hacían más pedidos y ella, además de elaborar recetas de nicho –con polen de abejas y cúrcuma o kiwi con espirulina y limón–, hacía el reparto al volante de su Fiat 147. “A los meses me di cuenta de que se necesitaba un packaging y, ya en 2015, vendí mi primer pote en una dietética”.
$600 fue la inversión inicial.
Se convirtió en una marca de culto para las personas veganas, aunque ese no había sido el propósito. “Yo endulzaba con miel y el dulce de leche llevaba leche de coco, pero también dulce de leche tradicional”, cuenta. “Como el movimiento vegano me pedía sacar opciones 100% plant based, accedí, sin limitarme. Comulgar con el veganismo como contracara de un consumismo dañino es necesario, pero es complicado convertirlo en un dogma religioso que juega con la culpa y los mandatos. Para mí, se trata de resignificar el concepto de lo saludable en lugar de meterlo en nuevas casillas”.
Que el dulce de leche no sea vegano es motivo de ataques en las redes sociales. Pero Victoria tiene una defensa sólida: “Es el segundo sabor más vendido (después del chocolate). Hay mucha gente que entra a las otras opciones veganas por esta puerta. En ese sentido, ¡el dulce de leche es un agente de cambio!”.
En 2018, Victoria montó una fábrica propia y, a fines de 2019, recibió la inversión de un socio suizo –Nicolas Denis– que le permitió crecer para estar a la altura de una demanda.
Cambiaron el modelo de management: Victoria puso el foco más en la marca que en el producto, en la parte comercial y de comunicación más que en la elaboración. “Ya no invierto en maquinaria, cerré la fábrica; tercerizo en la planta de Guapaletas y estoy concentrada en armar un equipo estratégico”, dice.
Venden en dietéticas, tiendas naturistas, algunos supermercados y tienen dos heladerías propias: una en Plaza Serrado -Palermo- y la otra en Mercat Villa Crespo.
La identidad cambió hacia el eslogan “Viví consentido, nutrí tus hábitos”; del pote de helado blanco con florcitas pasó a envases de bombones con una estética de bocas chorreadas, de lenguas que serpentean y de labios brillantes que envuelven una frambuesa. “¡Es otra película!”, exclama Victoria.
Con la misma libertad del inicio, Victoria ya no está aislada, ni despojada. En 2020 creció un 250% la facturación.
Según los códigos, Haulani es un helado que no es helado, un dulce de leche que no es dulce de leche, yogures que no son yogures. Cuadrar en el orden impuesto no es el juego de Vicky y, de acuerdo con las nomenclaturas, estos alimentos necesariamente tienen que llevar suero de origen animal, si no, son otra cosa. Así que Haulani es otra cosa, en todo sentido.