En su libro El dilema humano, el autor desmenuza la idea de que todo pasado fue mejor
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En su nuevo libro, El dilema humano, Joan Cwaik analiza la tensión entre el avance de la tecnología y nuestra vida cotidiana. Aquí, en uno de sus capítulos, pone en perspectiva la idea de que todo pasado fue mejor.
Uno de los grandes mitos de nuestro tiempo es que todo tiempo pasado fue mejor. Que estamos atravesando un período oscuro y turbulento de la historia de la humanidad, y que incluso es la antesala de otro todavía peor. Las series y las películas que consumimos tienden a romantizar el pasado y a advertir sobre los peligros del futuro. Tomemos por ejemplo Reign (2013), la serie norteamericana de ficción histórica basada –siendo muy generosos con el término– en la vida de María Estuardo. Si nos dejamos llevar por los exuberantes vestidos, los imponentes palacios, los atractivos protagonistas y las historias de amor y amistad al estilo Gossip Girl del siglo XVI, a todos nos gustaría vivir en esa época. Claro, si omitimos algunos pequeños detalles sobre las condiciones de higiene, incluso dentro de los palacios, donde las crónicas de la época describen la existencia de montículos de desechos humanos. En 1765, 200 años después de la época de María Estuardo, la esperanza de vida al nacer en Francia era de tan solo 26 años. Una vida extremadamente corta, incluso para la realeza, especialmente si la comparamos con el índice actual, que asciende a 82 años para el mismo territorio.
Esta pandemia nos parece terrible, precisamente, porque elimina el futuro y destruye las proyecciones, dejándonos presos de un presente interminable.
Una buena respuesta a estas ideas bien podría ser: “Ok, pero es ficción, no hay que tomarlo demasiado en serio”. No estoy tan de acuerdo con esa afirmación. La forma en que nos imaginamos el pasado y el futuro, incluso en la ficción, nos dice mucho respecto de cómo entendemos nuestro presente.
2020: ¿El peor año de todos?
Para todos los que lo vivimos, el 2020 fue un año inolvidable para el olvido. En diciembre de ese año, que por las dudas mejor no nombrar, la portada de la histórica revista norteamericana Time definió el 2020 como el peor año de todos los tiempos. “Esta es la historia de un año al que no querrás volver”, comienza diciendo el artículo del semanario, que, concentrado en la realidad de los Estados Unidos, ofrece los argumentos que respaldan tamaña afirmación: catástrofes naturales, unas “bochornosas” elecciones presidenciales en Estados Unidos, la pandemia de covid-19 (que hasta el momento se había llevado más de un millón y medio de vidas), la muerte de Kobe Bryant, protestas y violencia callejera en todo Occidente, el aburrimiento, la ansiedad, el desempleo o las condiciones de “explotación laboral”, especialmente de los jóvenes, la muerte de Diego Armando Maradona, las protestas del Black Lives Matter y, por supuesto, los videos de TikTok y las clases virtuales de absolutamente todo.
Más allá de que técnicamente es casi incomprobable saber cuál fue el peor año de la historia de la humanidad, lo interesante es que la idea de que estamos atravesando el peor período de la historia no suena tan descabellada. La noción de que estamos pasando por tiempos complejos y turbulentos está presente en el discurso público cotidiano mucho antes de la llegada del covid-19. Y también repercute en la forma en que percibimos el mundo, reforzando las distopías y las miradas negativas en relación con el porvenir. La pandemia eliminó el futuro, y convirtió todo en un presente continuo.
Cada generación ha vivido momentos decisivos de tragedia que se terminaron volviendo puntos de inflexión. Para la generación X fueron los atentados del 11-S; para los baby boomers, el asesinato de JFK o la Guerra de Vietnam, y para la generación silenciosa, definitivamente, los conflictos bélicos de mediados de siglo. Estos puntos de inflexión causan un efecto de desaceleración temporal. Como si, de alguna manera, el reloj se detuviera y nos quedáramos atrapados en el presente, sin perspectiva para ver hacia atrás ni capacidad para mirar hacia adelante. Esta pandemia nos parece terrible, precisamente, porque elimina el futuro y destruye las proyecciones, dejándonos presos de un presente interminable. Sin embargo, podríamos pensar en cómo hubiera resultado una pandemia de este tipo dos siglos atrás, o cómo hubiera sido una pandemia que nos hiciera aislarnos de la tecnología. Hacer este ejercicio nos permite comprobar que, en realidad, la visión negativa y desesperada que aplicamos al momento que vivimos es anterior al coronavirus.
Hacer el ejercicio de pensar cómo hubiera sido una pandemia que nos hiciera aislarnos de la tecnología nos permite comprobar que, en realidad, la visión negativa y desesperada que aplicamos al momento que vivimos es anterior al coronavirus.
En 2015, el Financial Times publicó un artículo al que tituló “Golpeado, magullado e inestable: el mundo entero está al límite”. Diez años antes de esa tapa, la filósofa francesa Thérèse Delpech anticipó este “mundo al límite” en un ensayo llamado El retorno a la barbarie en el siglo XXI, donde advierte que el conflicto y la inestabilidad son inherentes a la historia, y que en el siglo XXI estamos entrando en un nuevo período de barbarie. Decir hoy que algo anda mal en el mundo no es para nada disruptivo. De hecho, es algo completamente factible de escuchar en cualquier ámbito y por distintos motivos. Y lo más curioso: casi de cualquier país en Occidente. Pero en 2005, cuando Delpech anticipó nuestro retorno a la barbarie, todavía este no era el sentido común de la sociedad. El fin de la Guerra Fría, la expansión de la democracia y la incipiente revolución tecnológica derivada de internet y la burbuja de las puntocoms generaron en Occidente una sensación de que el fin de la historia había llegado y, por alguna razón, estábamos del lado correcto.
Pero a partir de la crisis de las hipotecas en 2008, la balanza comenzó a inclinarse hacia el otro lado. Esta crisis, completamente inesperada, derivó en desempleo, en el peor de los casos, y en subempleo en la mayoría –especialmente en la población joven–, lo que a su vez generó protestas, conflictividad social y, consecuentemente, inestabilidad política y el surgimiento de líderes mesiánicos. El guión es, más o menos, parecido en todo el Occidente desarrollado y tiene sus características particulares en las distintas regiones, como América Latina o Medio Oriente. Pero si hay algo común en todos los casos es el impulso que brindaron las nuevas tecnologías frente a esta inestabilidad.
“El Estado nos teme/ Porque al mismo tiempo que somos 132 y 15M/ Si la prensa no habla/ Nosotros damos los detalles/ Pintando las paredes/ Con aerosol en las calles/ Levanto mi pancarta y la difundo/ Con solo una persona que la lea/ ¡Ya empieza a cambiar el mundo!”.
Cambiar el mundo porque evidentemente algo anda mal. Las letras de Calle 13 son un interesante termómetro social.