Creció abrazado a un Winco sin imaginar que llegaría a pasar música para miles de personas; en junio se publica su autobiografía El sueño del DJ
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Lo primero que dijo Hernán Cattáneo cuando le propusimos editar su biografía fue: “¿Están seguros? Mi vida es aburrida, bah, yo soy un embole”. ¿Cómo podría ser verdad si él fue el primer DJ argentino en presentarse en los boliches y festivales más famosos, si ganó todos los premios posibles, y es respetado por la vieja guardia y también por los más jóvenes? ¿Y las fiestas vips? ¿Y las drogas? ¿Y las chicas? Cero al as.
Padre de familia, monógamo, heterosexual, casi abstemio, ordenado en el sueño y hasta en las comidas, con el único vicio de la torta Rogel, Cattáneo insistía: “Creo que puedo aportar una sola idea: cuando tenés una pasión, toda la vida se ordena. En mi caso, compartir música es lo único que, desde los 15 años, quise hacer. Nunca fui talentoso, pero sí constante. Si eso le puede servir a alguien para dedicarse a lo que ama, entonces hagamos el libro”.
El DJ argentino construyó una carrera internacional a contramano de lo que se espera de un pionero y referente de la electrónica: sin drogas, sin alcohol, sin descontrol.
Alivio sentimos los que temíamos que fracasara el proyecto. Libros de gente divertida ya hay muchos; en cambio, la venganza del nerd de los vinilos podía ser más interesante de contar. En mi rol de ghostwriter, durante más de dos años lo entrevisté hasta agotarlo, presencié reuniones de trabajo, estuve en su casa, conocí a su entorno, copié su spanglish, bailé en sus dos shows en el Campo de Polo, me mimeticé todo lo que pude para ser, aunque fuera por escrito, Hernán Cattáneo, el que siempre sabe hacerse escuchar, con sutileza, con paciencia, con una cadencia propia que envolvió al mundo y que lo convirtió en uno de los pocos DJ globales capaces de vender tickets hasta soldoutear en Estados Unidos, Holanda, Japón, Rusia, Ecuador o Marruecos. En todos lados suena Cattáneo.
Caballito en blanco y negro
Como en toda biografía, para El sueño del DJ (así se llama el libro que se publica en junio por Editorial Planeta) arrancamos por la infancia y ya en esos primeros pasos, por no decir gateos, aparecieron recuerdos junto al Winco, el equipo para reproducir música más popular de la época. Sus hermanas Mercedes y Ana María se iban a la primaria, volvían y Hernán seguía en el mismo lugar: al lado del tocadiscos. Él se quedaba porque el jardín de infantes no era obligatorio, recién fue a preescolar. ¿Qué hicieron durante esos cinco años, todo el día, Hernán y su mamá? Sin niñera, ni internet, ni jueguitos en el celular, ni siquiera televisión a color, seguramente mamá Yvonne mató cientos de tardes aburridas con el recurso del vinilo. Cuando un plan con un chico funciona, ¿qué mejor que repetirlo todos los días? La doble pregunta, entonces, apareció con esa imagen. ¿Qué tan influyente fue ella en su carrera y, por otro lado, cuándo nace una vocación?
Cuando Cattáneo era chico, el mundo era tan distinto que no había lugar para ese tipo de dudas, ni existían tantas propuestas pedagógicas, deportivas o lúdicas para el tiempo libre. A mediados de los 60 (él nació en 1965), los niños no tenían un lugar tan protagónico en el imaginario colectivo. Tampoco eran un target tan codiciado por las marcas ni había demasiada información sobre su psicología, a nadie se le ocurría que al regalar un larga duración se estaba sembrando una semilla musical. Pero así fue.
“Cuando tenés una pasión, toda la vida se ordena. Si eso le puede servir a alguien para dedicarse a lo que ama, entonces hagamos el libro”, respondió Hernán Cattáneo cuando el autor de esta nota le propuso ser el ghostwriter de El sueño del DJ.
A los 6 años, una tía llegó un 4 de marzo al cumpleaños de Hernán con Willy y los chicos pobres, de Creedence Clearwater Revival. “Ese día no solo conocí grandes canciones, también me enteré de que existían chicos con la piel negra. Durante los años siguientes, me pasé horas enteras mirándolos en la tapa mientras el disco giraba y giraba”.
Pasaron los años y los Cattáneo de planta baja se hicieron amigos de los Marchetti, del piso 13. En ese departamento, Hernán encontró un guía (Adolfo, el padre) y, también, un socio: Pablo, de su misma edad. Adolfo era un audiófilo, un detallista del sonido. Lo introdujo en el mundo de las púas, de las músicas del mundo, de los prestigiosos festivales de jazz, como Montreal. En el living del piso 13, había un equipo tan moderno que dejaba su Winco en un lugar triste y de urgente renovación. “Durante años le quemé la cabeza a mi papá para que upgradeara el tocadiscos. Cuando lo logré, empezamos a pasar música con Pablo. Poníamos nuestros equipos uno contra otro y cada uno elegía un tema, igual que los back to back (B2B) que hacemos ahora con otros DJ. Mi mamá me ayudó a organizar los primeros asaltos, que obviamente eran una excusa que inventamos con Pablo para pasar nuestros discos”.
En los años siguientes pasó música en fiestas de 15, en el Club Italiano, en casamientos o donde lo llamaran. “Iba con una cajita de 100 discos a todos lados y me las tenía que arreglar. Me pedían algo de los 60 y ponía Los Twist”, se ríe, ahora que en su estudio no queda un centímetro para guardar discos y el formato digital ya no tiene discusiones. Cuando logró terminar la secundaria, después de más de un amague de abandonarla, ya no hubo más demoras. Se dedicó a full a su carrera y, con menos de 20 años, entró en un nuevo desafío: las cabinas de las discotecas.
De boliche en boliche
La experiencia inicial en Caballito fue tan intensa que distintos amigos aparecen en los capítulos siguientes. Por ejemplo, dos de ellos, con la democracia recién llegada, abrieron un bolichito (Filia), cerca de plaza Las Heras, y le ofrecieron hacerse cargo de las bandejas. Él obviamente aceptó. Trabajaba de jueves a domingo, el resto de los días iba a practicar. Filia pasó a ser su laboratorio: probaba enganches, temas nuevos, todo era bien recibido, la pista estaba siempre llena de amigos.
Otro conocido del barrio, el Flaco Carli, trabajaba como asistente de a bordo y era el encargado de traerle de Estados Unidos algunos discos, sobre todo los maxis, esa versión extendida y bailable de las canciones más conocidas. “Ese tipo de material marcaba la diferencia entre un DJ y un aficionado a la música. Acá no había muchos maxis, por eso viajaba tanto a Brasil, con otro amigo del Club Italiano, Julio Lugones. El Flaco Carli me trajo algunos discos que le había anotado en una lista y otros que al vendedor se le ocurrió que me podían gustar”.
En ese tesoro venía escondida la cinta que cambiaría la vida de Cattáneo: la primera grabación de house que escuchó. Se trataba de una compilación de Frankie Knuckles (su máximo ídolo). A partir de entonces ese género pasó a ser su bandera, su obsesión.
Los socios que habían abierto Filia armaron una nueva sociedad para hacerse cargo de un enorme local en el que había funcionado un cine, sobre la avenida Córdoba, a pocos metros de Canning. Al boliche lo llamaron Cinema y la primera decisión fue dejar la pantalla para las proyecciones. La segunda fue convocar a Cattáneo. Eso ya fue otro nivel: sueldo fijo, grandes equipos de sonido, bailarines en escena, tarjeteros que difundían la propuesta y el nombre del DJ que aparecía, tal vez, al final de las invitaciones. “Cinema abrió en octubre de 1988 y se convirtió en el tercer boliche más importante de la ciudad, detrás de New York City y Paladium. Yo sentía que estaba al día musicalmente, con orgullo decíamos que éramos los únicos con una propuesta house”.
Igual que en Filia, practicaba toda la semana con el boliche vacío, también tenía una columna en la moderna FM Z95; a su manera, estaba completamente dedicado a la música y a esa incipiente movida electrónica. A principios de 1991 vendió casi todas sus pertenencias para pagar el pasaje y conocer Nueva York, Londres, Manchester. Oh sorpresa, el house ocupaba los principales lugares en las disquerías, había mandado el rock al subsuelo. Todo el mundo quería escuchar lo mismo que él, Hernán no podía creerlo. En Buenos Aires, todavía faltaba un lugar que agrupara a los cientos de fans que tenía el género, a toda esa gente que quería ir a bailar, que no le interesaba el levante, la borrachera o gritar entre amigos. No existía un club que pusiera la propuesta musical electrónica por sobre todo, en espacios cómodos, cerca del río. “Hasta que llegó Pachá”, dice él. Adivinen quién fue el DJ.
Cambio de siglo
Toda una movida dance que se había cocinado a fuego lento, en cuevas para comprar discos, en boliches chicos y algo marginales, explotó hacia una fecha que el mundo venía esperando: el 2000. El cambio de siglo y la esperanza de cierta renovación les dieron marco a raves en estadios (también en quintas), en radios especializadas, la difusión de subgéneros (breakbeat, jungle, progressive house), junto con la certeza de que un mercado joven acompañaba y era fiel. Pachá fue el punto más alto de esta estructura nueva, el boliche más famoso, con los mejores DJ, incluso con muchas visitas internacionales.
Gracias a la invitación de Paul Oakenfold para que fuera su telonero en una gira, Cattáneo hizo sus primeras apariciones en los lugares más importantes del mundo, y su presencia (y su sonido) no pasaron desapercibidos para los productores. “Cuando terminó el tour, la manager de Paul me dijo que iba a tener mucho trabajo si me mudaba a Londres. A los cuatro meses estaba viviendo allá”.
"En esta industria, como en cualquier otra, hay siempre ejemplos para seguir y, más importante, ejemplos de lo que hay que evitar."
Hernán Cattáneo
Apenas llegó le ofrecieron ser residente de la disco Cream y lo que vino después no puede describirse de otra forma que como su consagración internacional: volaba todas las semanas de Inglaterra a Ibiza para trabajar en Pachá, pasó a ser parte del top ten de los mejores DJ del mundo, se consagró en festivales como Creamfields, participó en otra gira con Oakie, grabó con los mejores sellos. “Al final, uno encuentra una forma y un estilo de hacer las cosas, supongo que es un mix de lo que aprendiste de toda la gente con la que trabajaste o te cruzaste. En esta industria, como en cualquier otra, hay siempre ejemplos para seguir y, más importante, ejemplos de lo que hay que evitar”, dice quien en Inglaterra respondía, una y otra vez, que no, gracias, no quería una cerveza y no, no estaba en rehabilitación ni nada por el estilo, simplemente no le gustaba.
El crecimiento no fue solo laboral: en 2005 conoció a Jackie, su mujer, y rápidamente supo que se estaba enamorando. Al día siguiente ya estaba intentando dejar de fumar para tener hijos con ella, no quería ser un padre fumador, como había sido el suyo. Tuvieron una luna de miel versión maxi de dos años, viajaron por el mundo mientras él trabajaba, conocieron pirámides, playas, montañas, ciudades, hasta que se instalaron en Barcelona y llegaron las hijas. Primero Olivia, luego Abril y, por último, Mila.
Cómo cambió su agenda cuando pasó a ser padre y cómo fue su regreso a la Argentina en 2016, a todo eso también le dedicó unos cuantos párrafos de los capítulos finales (uno especial fue para esa aventura sinfónica que lideró en el Teatro Colón en 2018). Si cuando se había ido a Londres la electrónica estaba en su punto más alto de popularidad en el país, en su vuelta la situación era más bien la opuesta, casi poscromañonesca. Después de las muertes en la fiesta Time Warp no había lugar para el dance en Buenos Aires.
Con paciencia y un plan maestro diseñado con su manager, Cruz Pereyra Lucena, Cattáneo amplió su radio de acción: Córdoba, Mendoza, San Juan se agregaron a su agenda y miles de fans de las provincias vecinas viajaron para verlo. En cada lugar encontró un socio especial y ese relato, de artistas y productores que confían en su público, también fue una manera de reconocer a quienes apuestan y no tienen una relación extractiva con la música electrónica. Cuando llegó el turno de volver a Buenos Aires, la apuesta de producción fue más alta que nunca: aire libre, más espacio para bailar, varios puntos de hidratación, pantallas perfectas y modernas. Todo a su altura, todo (las entradas, el escenario, las remeras) con su nombre.
Sunsetstrip, su show al atardecer en febrero de 2020, con 16.000 personas, fue seguramente la última fiesta electrónica multitudinaria antes de la pandemia. Igual que todos, la era de los barbijos lo encontró en su casa, desde donde realizó un streaming a beneficio de la Cruz Roja. Por qué se interesa en colaborar en esas causas, y también en otros aspectos sociales, lo describe casi al cierre de El sueño del DJ.
"La verdad es que no quería soltar el libro, en un momento me pidieron que dejara de corregir, como les pasa a los escritores de verdad. Creo que finalmente valió la pena. "
Hernán Cattáneo
“El libro tuvo distintas etapas: primero las entrevistas, después me pasaron un borrador, corregí un montón, me acordé de muchas más cosas de las que había dicho y me senté a escribir yo solo (obviamente con mis limitaciones). Se me vinieron a la mente un sinfín de personas que quería mencionar o al menos agradecer. Me tomé unas semanas más, la poca actividad del 2020 me sirvió para concentrarme y releer. La verdad es que no quería soltar el libro, en un momento me pidieron que dejara de corregir, como les pasa a los escritores de verdad. Creo que finalmente valió la pena”.
¿Habrá quedado clara la única idea que decía tener? Él insiste con que tuvo suerte de haber tenido una pasión desde tan chico. Da lo mismo si esa pasión se pone para andar en skate, pintar, escribir o lo que sea, lo único que importa es alimentarla. Como cuando esperó bajo la nieve para ver a Frankie Knuckles, como cuando vendió el auto para conocer Europa. Nada va a llegar solo: el entusiasmo y el esfuerzo son socios, no polos opuestos. Hay que creerle.
Lo dice el chico que armaba con la máquina de escribir los presupuestos para las fiestas en el Club Italiano, el que musicalizó amaneceres en la terraza de Pachá, el que viaja por el mundo y en todos lados quieren oírlo.
“Pont Lezica me cambió la vida un viernes” (El sueño del DJ)
“Una noche cambió todo. Me acuerdo que fue un viernes, no sé por qué tengo eso tan presente. Quizás por ese alivio de dejar atrás las obligaciones de la semana para tomarse un rato y relajar la cabeza. De noche, un horario poco habitual para ir al colegio, fui a un baile organizado por la secundaria del San Cirano. No esperaba demasiado del evento, no me gustaba ninguna chica ni me interesaba conseguir novia. Al rato de haber llegado, me sentía como elevado. Miraba alrededor y el resto no parecía tan conmocionado como yo. Los del secundario estaban en la de ellos, en un plan más de levante que me quedaba lejos. Mis amigos, en la pavada de siempre: corriéndose entre sí o riéndose por algo. Yo no podía conectar con nadie, me recuerdo en trance. Por primera vez, a metros mío, vi un disc jockey. Fue como si un ovni hubiera descendido en el lugar en el que jugaba todos los días. También fue un anticipo de lo que vendría años después: toda mi atención puesta en esa figura que elegía el tema indicado para cada momento de la noche, que tenía versiones propias de temas que todos conocíamos, alguien que manejaba los tiempos. ¿Qué hacían todos mis amigos? ¿Cómo no se daban cuenta de lo fantástico que estaba pasando? No era casualidad ni un milagro. Era mucho más que eso: un profesional, con auriculares y cajas llenas de discos, alguien preparado para hacer bailar a la gente. Era el maestro, Alejandro Pont Lezica. No hubo vuelta atrás después de esa noche. Todos los ratos junto al Winco y, luego, al BGH, con Pablo y también con todos los amigos que invitaba para ponerles música, todo eso empezaba a tener un sentido. Mi tía Alicia me había preguntado qué quería ser de grande y yo no supe responder. Ahora tenía una respuesta. Quería hacer eso que estaba haciendo Alejo esa noche. ¿Cómo se llamaba ese trabajo? ¿Disc jockey? Iba a transformarme en uno lo antes posible, antes de que papá dijera que no, antes de que mis hermanas me quisieran frenar. Ya estaba decidido. Y así fue. Alejandro lo sabe, porque ya se lo dije varias veces, Pont Lezica me cambió la vida esa noche de viernes”.
“Tocar en el Colón me hizo bajar de peso” (El sueño del DJ)
“El 23 de febrero de 2018, tres horas antes de dar sala por primera vez en el Teatro Colón, hicimos la única pasada general. No fue precisamente un éxito, cinco veces tuvimos que frenar para corregir. Una voz interna me preguntaba por qué había tantos errores si habíamos tenido más de un año para planificar. No sabía qué responder y me agarraba la cabeza. Si en otros momentos de estrés había perdido el sueño, esta vez lo que perdí fueron kilos, seis, más precisamente, que se notan mucho cuando ahora veo las fotos. Tantos detalles en las canciones, seguro que algo podía fallar y, para un control freak como yo, eso es fatal. ¿Qué iba a hacer? ¿Mirarlo a Gerardo Gardelín, el director de orquesta, y esperar una seña? Cuando faltaba media hora para salir estaba en mi camarín, casi descompuesto, y con muchas dudas con lo que iba a pasar.
El Colón estaba lleno, vinieron de todos los diarios y portales y, mucho más importante para mí, estaban mi mamá, mi mujer, mis hijas y mis hermanas, también todos mis amigos, colegas, la gente de la industria. Muy bien vestidos para la ocasión, me acompañaban los que me habían llevado hasta ahí y, por eso, quería que todo saliera increíble. Me pesaba un poco la mala onda que habían instalado varios periodistas oponiéndose abiertamente a que la electrónica entrara al Colón. La canción de Blade Runner, compuesta por Vangelis, marcó el inicio. No había escapatoria. Estábamos más jugados que la nave que aparece en los primeros minutos de la película de Ridley Scott. En lugar del cielo de Los Ángeles, en medio de llamaradas, nosotros atravesábamos la noche porteña”.