Otro año mundialista comienza y la pregunta se actualiza: por qué este deporte es capaz de monopolizar el corazón y la mente.
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Se trata de una ecuación que hay que repetir en el año de Qatar 2022: el amor, el odio, el deseo, la traición, las pantallas, la guerra, la amistad. Pero también el fútbol. “Mucha gente piensa que el fútbol es un juego de vida o muerte, pero es mucho más importante que eso”, filosofaba el escocés Bill Shankly, mítico entrenador del Liverpool, antes de morir en 1981. Ya en el siglo XXI, un hincha piensa en su equipo cada 12 minutos. Y un fanático, si su equipo está amenazado por el descenso o a punto de jugar una final, lo hace cada 60 segundos, según estadísticas de la empresa inglesa Virgin Money.
¿El fútbol es un trastorno obsesivo compulsivo globalizado? ¿Es una religión laica? ¿Es una droga de diseño?
Para el Instituto de Ciencias Neurológicas de la Universidad de Glasgow, es eso y mucho más: los científicos escoceses concluyeron que los hombres –paralelamente a sus sueños de fútbol– fantasean con el sexo cada 52 segundos, por lo que ya casi no se registran diferencias sustanciales entre un cuerpo y una pelota como sujeto (u objeto) de deseo. Durante los partidos de River, Defensores de Belgrano, Ferroviario de Mozambique, Yokohama Marinos de Japón o el equipo que sea, los hinchas activan la corteza cingulada anterior de su cerebro, la misma zona que se enciende en cada excitación sexual. Y con los goles llega la explosión: las resonancias magnéticas descubren un movimiento similar al de un orgasmo. La testosterona, la hormona encargada de estimular libido masculina, sube hasta un 28%.
Para científicos escoceses ya casi no se registran diferencias sustanciales entre un cuerpo y una pelota como sujeto (u objeto) de deseo. En los hinchas se activa la misma zona del cerebro que se enciende en cada excitación sexual.
¿A qué otro deporte podrían haber jugado Lionel Messi o Diego Maradona en las canchitas y los potreros de Rosario o de Fiorito? ¿Al tenis, al ciclismo, al automovilismo? Muy caro. ¿Al rugby, al hockey? Menos simple. ¿Al básquet, al vóley? Hay que medir más de 1,80 para destacarse. Maradona y Messi solo podrían haber jugado al más sencillo, popular y desprendido de los deportes: alcanza con una pelota. Los arcos se arman con buzos o palitos. Y tampoco es necesario mucho espacio: se puede hacer jueguito en el pasillo de un conventillo, patear en la vereda y armar un picado en la plaza. Darle de taquito a una latita en la calle ya es jugar a la pelota. El fútbol no discrimina: es generoso con los miserables, los millonarios, los bajos, los altos, los flacos, los gordos, los felices, los melancólicos, los Ángel Di María, los Juan Pérez.
Pero la omnipresencia del fútbol no se explica solo en la democracia de su espíritu, sino también –¿o fundamentalmente?– en el absolutismo de su poder político y económico. Imaginemos un mapamundi político, configurado solo por países afiliados a la Organización de las Naciones Unidas, y otro futbolero, habitado únicamente por aliados de la FIFA. Lo insólito es que Gianni Infantino, el presidente de la FIFA, tendría más poder que António Guterres, el secretario general de la ONU. La FIFA unifica a 211 Estados. La ONU, a 193.
Algunos de los 18 socios que están en la FIFA, pero no en la ONU son poderosos, como Taiwán. Otros cultivan una carga simbólica altísima, como Palestina. Y otros resultan indescifrables, como Islas Caimán, pero al que conviene tenerlo de amigo. Ni siquiera las guerras detienen el camino a los Mundiales. Para las Eliminatorias de Sudáfrica 2010, Afganistán no podía jugar en Kabul, pero la FIFA pagó los pasajes y los afganos fueron locales en Damasco, la capital de Siria. Palestina tampoco garantizaba su seguridad, la de los visitantes, ni la de los árbitros en Gaza, pero la FIFA les resolvió el problema: la FIFA contrató un avión y alquiló el estadio de Doha, Qatar, para que los palestinos hicieran de locales.
La FIFA tiene registrados a 38 millones de futbolistas, desde Messi hasta el último suplente de Yupanqui, eterno participante de la Primera D.
En el Mundial inaugural, el de 1930 en Montevideo, los jugadores salían a la cancha con un saco y recién se lo quitaban después de la foto grupal. La pelota aún era de tiento, pero el fútbol ya involucraba a las monarquías: casi todos los integrantes del seleccionado de Rumania eran empleados de una petrolera inglesa, por lo que el rey Carol II debió gestionar ante la Corte inglesa un permiso para que sus muchachos faltaran tres meses al trabajo. Los rumanos, los franceses y los belgas viajaron a Uruguay a bordo del Conte Verde. “Curioso este deporte y estos futbolistas que viajan con un equipaje lleno de esos botines de cuero hasta los tobillos, que cada día lustran con grasa antes de entrenar en la cubierta. Pintorescos personajes que los podría haber confundido con fornidos carboneros o algún estibador del muelle”, escribió el capitán del Conte Verde.
La maravillosa historia de las Copas del Mundo estaba por comenzar. Algo iba a cambiar en todos nosotros: ¿O acaso no hay gente que divide sus vidas en ciclos de cuatro años entre Mundial y Mundial? Y la espera que comenzó en 2018 al fin llegó a su fin.