No son parte de la flora ni son parte de la fauna. Crece el fervor por ese mundo enigmático y potente que tiene dominio propio.
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Darwin lo recogió en Tierra del Fuego en 1832 cuando viajó en el HMS Beagle a explorar estas geografías y por eso lleva su nombre: Cyttaria darwinii. Es suave y dulce, amarillento. Crece ahí, en la Patagonia, y los onas hacían una chicha con él. Alguno de su misma familia crece un poco más al norte, es más anaranjado y recibe un nombre mapuche que tal vez resuena más: llao llao. Amanita phalloides es tóxica y mortal, tanto que le dicen también cicuta verde; crece en el centro del país. El velo de la novia, el Phallus indusiatus, tiene la magia de un hada, se ve como una bailarina con una falda de encaje, surge en la noche, en los bosques del litoral, y es comestible, aunque su “sombrero” produce una sustancia viscosa, que huele a osamenta y que espanta a muchos, pero no a las moscas.
Los hongos se asemejan a los animales porque se alimentan digiriendo materia orgánica de otros seres vivos, se reproducen por medio de esporas y el “cuerpo” es casi invisible.
Emanuel Grassi menciona esos hongos sin dudar si se le pregunta cuáles son sus preferidos. Y él sabe de qué habla. Es micólogo, dirige el Instituto Misionero de la Biodiversidad y su carrera sigue la senda de estas especies todavía tan misteriosas. Además, forma parte de Hongos AR, un grupo que creció con la misma lógica con la que se esparcen las esporas: su legión de amantes.
Un manual básico sobre ellos diría que se asemejan a los animales porque se alimentan digiriendo materia orgánica de otros seres vivos, que se reproducen por medio de esporas, que el “cuerpo” es casi invisible y en forma de filamentos que se llaman hifas. No son parte de la flora. No son parte de la fauna. Tienen dominio propio: el reino fungi.
De manera sutil, el amor por los hongos se agiganta, como una mancha, como si queremos jugar con una idea vinculante, el micelio. Es que para entender este fervor creciente por ese mundo enigmático y potente tal vez podemos empezar por entender cómo crecen: “Lo que nosotros vemos es su estructura de reproducción, lo que comemos, lo que está en un árbol o en una rama. El verdadero cuerpo de los hongos, esa masa blanca, el micelio, normalmente no lo vemos –explica Grassi desde la selva en Misiones–. Uno puede estar caminando en una plaza y decir que no hay hongos y posiblemente eso sea incorrecto. Es como mirar al cielo y decir que no hay pájaros. Los hongos están y están cumpliendo un rol”.
Encuentran en el documental Fantastic Fungi (disponible en Netflix) la confirmación de sus pasiones. De todos los colores, formas y tamaños, con mejor o peor prensa, los hongos están, y no tenemos ni idea aproximada de cuántos hay en el planeta. Para tomar dimensión, solo en 2019, según el informe del estado de plantas y hongos 2020 de Kew Gardens –la institución botánica de Londres–, fueron nombradas científicamente y por primera vez unas 1886 especies, que se suman a las 120.000 ya conocidas. La principal razón por la que sabemos poco sobre ellos se debe a su críptica vida: no todos tienen una cara visible. Pero cuando la tienen, su majestuosidad es digna de un caleidoscopio. Algo de eso muestra el documental, algo que repiten quienes se suman a esta pasión, que exploran en la cocina, que promueven sus bondades medicinales, que avanzan en investigaciones para conocer de qué manera aprovechar sus beneficios.
"Uno puede estar caminando en una plaza y decir que no hay hongos y posiblemente eso sea incorrecto. Es como mirar al cielo y decir que no hay pájaros. Los hongos están y están cumpliendo un rol."
Emiliano Grassi
En algunas entrevistas, lo cuenta con el natural pecho inflado de quien logra una proeza: Louie Schwartzberg, el director de Fantastic Fungis, pasó 15 años para conseguir filmar de manera majestuosa el crecimiento y esplendor de los hongos. Quince años para compartir, en total, unos ocho minutos de filmación. En el detrás de escena de su película, Schwartzberg explica que no podía registrar lo que buscaba en la intemperie (el viento, el sol, las sombras alborotaban la cuestión), así que en un ambiente cerrado logró su hazaña: “El micelio es como el árbol y el hongo es como el fruto de ese árbol” y dice que mostrar eso fue la parte más difícil de su proceso de casi orfebrería, una red que conecta plantas y árboles entre sí, como la web, con una lógica de una mutual, que podría inspirar a cualquier politólogo.
El mítico Paul Stamets, el micólogo más famoso de Occidente, predicador de sus beneficios en charlas y conferencias, dice que son la internet de la naturaleza y que ellos, los hongos, son los superhéroes. Quienes no se suben al escenario dicen que, al menos, podrían salvar nuestra dieta.
Adoradores del reino
–Mushrooms are the new lobsters –le dice Nicolás, que en Instagram es @nikinoto, al dueño de Chuí, en Palermo. Ese chiste de que los hongos son las nuevas langostas da cuenta de esa repisa vidriada con temperatura y luz especial en la que se ven como en cápsula espacial unas gírgolas blancas, azules, pioppinos, que muestran su rareza en un rincón del restaurante que parece un bosque al reparo de la ciudad. Son hongos que fueron preparados en el PH de Nicolás en Colegiales, donde tiene el grueso del cultivo, unas 50 especies de todas las formas y colores. Es fotógrafo publicitario de productos y, cuando la pandemia impuso la suspensión de las producciones, retomó una pasión que aguantaba dormida, que había prendido en su infancia cuando juntaba hongos en los bosques de Bariloche, donde vivía su mamá. En aquellos días sin horario de la cuarentena, leyó, indagó, vio infinidad de videos en YouTube, se contactó con integrantes de foros y grupos, en el subterráneo mundo de quienes comparten intereses. Empezó a hacer crecer con éxito sus maravillas. Y empezó a fotografiarlas. A volverse experto. Armó un proyecto que rinde económicamente y que le permite, como dice en su perfil de Instagram, “expandir los límites del reino”.
En su cuenta se ve la danza de las esporas: a trasluz, una suave diseminación que baja de la parte superior de unas gírgolas, y el primerísimo primer plano del reishi, según los japoneses, el hongo de la inmortalidad. “Hay una red subterránea de cultivadores. Un comercio donde se pueden comprar cepas –dice Nicolás, luego de posar con paciencia con sus gírgolas en bloque, sosteniéndolas como si fueran un cachorro–. Yo tengo un cultivo pequeño y no doy abasto para tener el equipo de pie, en buena salud. Cuando empecé a recibir pedidos, alquilé un lugar para no joder ni a mi familia y ni al reino. Hay una hermandad entre los cultivadores. Los hongos me devolvieron lo que hacía (la fotografía), pero con más pasión porque siento que son mucho más atractivos visualmente que un par de chancletas”. Retoma la idea de sus pares: el amor fungi “es una bola de micelio que se agranda y se agranda”.
Tanto se expande esta pasión que hasta existen festivales en todo el mundo, y en Latinoamérica el Fungi Fest es el más importante y se hace en Chile: tiene charlas, talleres, concursos y conversatorios sobre recolección, cultivo, ciencia y arte. Va por su sexta edición. En la última, se dieron detalles, por ejemplo, sobre micoturismo, una tendencia que crece en México, donde hay una tradición de recolectoras. Y, por supuesto, en esa variopinta legión, no faltan quienes hacen su exploración en la cocina.
Empezó con champiñones y portobellos y, de repente, recuerda, el local se volvió un centro de encuentro de cultivadores de otras especies, como gírgolas y shitakes. Manuela Donnet dice que no tuvo otra que aliarse con los hongos cuando abrió el restaurante que lleva su nombre y hoy es uno de los must de quienes buscan experiencias sanas, de alimentación consciente y sabor garantizado en la ciudad. “Mi historia con ellos es accidental –cuenta–. Mi gran sueño era tener un restó de sopas. Cuando abrí en el 2016, era noviembre, hacía mucho calor y pensé que las sopas no eran para ese momento. Tenía que arrancar con otra cosa. Al momento de abrir tuve que vérmelas con mi yo más humano y matriarcal, tomar conciencia de la intervención que tenés en el cuerpo y el espíritu del otro cuando lo alimentás. La responsabilidad de habitar al comensal. Por eso, y si se trata de dejar mi huella como humano individual, decidí que lo mejor era despojarme de alimentos animales”, dice para explicar su manifiesto gastronómico.
“Me molestaba que si en cualquier lado pedías un plato de hongos te venían poquitos, no eran nunca actores principales. Yo quería que ellos fueran los protagonistas”, enfatiza. Y así lo hizo. En Donnet, van al centro: hongos cabeza de mono quemados con naranja en una sartén, pholiotas con vermú y vegetales asados, casi un gabinete de sabores. “Cada cepa de hongo es un mundo aparte”, celebra ahora que se consiguen en más lugares y recuerda aquellos tiempos en los que había que encontrar al productor y lidiar con eso “como si fuera algo ilegal”.
Tu hongo en casa
Ahora cultivar hongos en casa es posible y el comienzo está a un clic. Santiago Jaramillo es uno de los esparcidores del reino y apuesta por hacerlo, además, de una manera sustentable, con lógica de economía circular. Se trata de producirlos utilizando residuos que tengan la misma función que eso que ellos encuentran ahí afuera: celulosa. Lleva años investigando el tema: es ingeniero agrónomo, investigador del Conicet en Chascomús y creador de La Honguera, un proyecto que, obvio, hace eje en ellos.
Con un sustrato armado a base de residuos como yerba mate, rollos de papel higiénico, algunas cáscaras como la de la papa, que forman esas condiciones esenciales para su crecimiento, este investigador logró sistematizar un modo de cultivo casero y práctico. La novedosa apuesta por ese modo de propiciar el crecimiento fue otro de esos rebotes inesperados de la pandemia. Porque si en 2015 Jaramillo daba cursos para productores ante 115 personas, en los dos últimos años, el público se duplicó y de manera online. De pronto, a esos talleres que daba junto a Ciudad Posible, una plataforma de trabajo colaborativo, se sumaban no solo productores o estudiantes, sino también amateurs. Y quedarse en casa le había dado a Jaramillo la posibilidad de explorar otras formas de extender su proyecto. Experimentó modos de esterilizar el aire, preparando los cultivos cerca de la hornalla, y modos de reciclaje, y de posibilidades de crecimiento de la gírgola, que es su especialidad. Un bloque de los que prepara puede dar hasta tres cosechas. Y si bien requieren de tiempo y calma, los hongos, a diferencia de la huerta tradicional, tienen un proceso de crecimiento mucho más rápido.
Las gírgolas, además de poder ser cultivadas en casa, tienen una constitución nutritiva equiparable a la de la carne. Estas cepas serían ideales para una dieta que prescinda de animales: pocas calorías, altas proteínas.
Entre las buenas referencias del currículum de las gírgolas, por ejemplo, además de su posibilidad de ser cultivadas en casa, está su constitución nutritiva, equiparable a la de la carne, así que, según Jaramillo, si pensamos en un horizonte que encuentre alternativas en la dieta y prescinda de animales, estas cepas serían las candidatas ideales: pocas calorías, altas proteínas.
“Tenerlos es un hábito adquirido. Hay que tener paciencia. Es un organismo vivo y hay que aprender a cultivarlo. Yo ya no puedo tirar la yerba mate: reciclo. El cuello de botella es la semilla –explica–. El micelio del hongo es lo blanco, la manera de crecer y colonizar un espacio. Eso se puede propagar en granos o semillas que le dan soporte y nutrientes. Cuando una bolsa está colonizada por el hongo, la vendemos”. Y al decirlo señala el aire en una sala de Ciudad Futura y dice que hay muchísimo que no vemos: dicen los estudios que en cada metro cúbico de aire flotan entre 1000 y 10.000 esporas de hongos.
Mágico y misterioso
Más allá de la gastronomía y la producción, los modos de investigar el mundo fungi son tan heterogéneos como ellos. Mucho se avanzó desde que Carlos Luis Spegazzini, el padre de la micología en Argentina, catalogara 461 especies de hongos a partir de una expedición a Tierra del Fuego en 1881. Hasta entonces, apenas se habían nombrado 50 especies. Al morir, quedó su micoteca: en su vida había contabilizado 2000 especies nuevas solo en Argentina. Fue, sin dudas, el que abrió la puerta a la investigación. Hoy se estudian sus propiedades en diferentes ramas, más allá de recetas que deleiten los paladares, desde la posibilidad de filtrar agua, limpiar hidrocarburos, hasta sus aportes en la medicina, algo que ya la medicina china emplea desde hace 3000 años.
El documental Fantastic Fungi expone la hipótesis de que el consumo de hongos estuvo involucrado en la evolución del lenguaje en los humanos. Emanuel Grassi, que propicia la idea de que los laboratorios “abran sus puertas”, celebra la llegada del documental a un público más amplio, en especial desde que se incorporó a la oferta de Netflix: “Es un beneficio para el reino de los hongos en el sentido amplio: visibilizó un montón de cuestiones que quizás estaban en pequeños nichos, y utiliza como motor el tema del efecto de los hongos en nuestro cerebro; eso va dando paso a lo que viene, para mí. Luego de haber aprendido del cannabis medicinal y transcurrida toda esa lucha, los hongos son el camino lógico a seguir, creo que los hongos psicodélicos y la potencialidad de sus componentes es también el desarrollo que vamos a ver en los próximos años”.
Para él, uno de los objetivos entre los micólogos que intentan democratizar el conocimiento por este reino es romper con la dicotomía de amor-odio que se genera; una relación contradictoria que se formó con una tradición de dichos repetidos de generación en generación, de padres o madres advirtiéndoles a sus niños que no toquen ese hongo que de pronto aparece en el camino, como si hubieran encontrado con él a la bruja del bosque. “Los hongos –dice Grassi– en su mayoría no son tóxicos, al menos no en Argentina. Y se ha generado un miedo a raíz de casos aleatorios o particulares que tienen como motivo de la desinformación”. Y sigue: “Hay que tenerles respeto como a las plantas o a los animales. Uno no le impide a su hijo tocar una planta. No le genera un miedo. Nosotros tratamos de deconstruir ese concepto y ponemos en valor el rol ecológico, medicinal, siempre acompañando con la idea de que no hay que comerlo si no se lo conoce, pero de la misma manera que ocurre con las plantas. No veo a los padres decirles a sus hijos: «No te comas esa planta». Ese es el gran mote que queremos deconstruir”.
Solo se conoce el 14% de las especies fúngicas. Y se calcula que, de esa proporción, aproximadamente 2166 especies son hongos comestibles y 470 especies tienen un uso medicinal. No solo la medicina china tiene una tradición que los incorpora. La medicina wichí los registra también. Y la poesía, claro, porque aunque conozcamos apenas una parte de todo su reino, ha alcanzado como para inspirar a poetas y escritores. “Los hongos nacen en silencio”, dicen unos versos de la poetisa uruguaya Marosa di Giorgio. Y en la novela Viaje al centro de la Tierra, el escritor francés Julio Verne imagina un maravilloso bosque de setas gigantes, de casi 10 metros. Y también sus esporas generaron inquietantes estrofas en la obra de la norteamericana Sylvia Plath, gran observadora de lo que arde en los universos aparentemente quietos. Fascinada por su misterio, en Setas les pone voz para decir: “Cuántos somos ¡Cuántos somos! / Somos estantes, somos / mesas, somos dóciles, / somos comestibles, / entrometidos, / involuntarios, / nuestro ser se multiplica: / por la mañana / heredaremos la tierra. / Nuestro pie está en tu puerta”.
¿Y quién se atreve a negarlo?