Crónica de cómo la astronomía se apoderó de los días y de las noches de este cronista hasta llevarlo a perseguir un eclipse
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Una noche de diciembre del 2019, por primera vez en mi vida, levanté la mirada al cielo y me pregunté cómo se llamaría la estrella más brillante. Doce meses más tarde estaba al borde de un acantilado patagónico para ver cómo se hacía de noche en pleno mediodía.
Y mientras la Luna tapaba por completo el Sol, no solo me di cuenta de que estaba frente a un momento indescriptible, sino que durante ese año mi vida había cambiado para siempre (y no por la pandemia). En el tiempo que nuestro planeta da una vuelta al Sol, estudié astronomía como un poseso, me convertí en guía de astroturismo y empecé a cursar la licenciatura en la Facultad de La Plata. La astronomía había revolucionado mi universo.
Todo empezó con un consejo que escuché en YouTube: “Para disfrutar de la astronomía no se necesita un telescopio”.
¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? ¿Estamos solos? Todos se han hecho al menos una de estas preguntas en algún momento de la vida. La ciencia busca esas respuestas en las estrellas. Pero también otras más mundanas como ¿cuál es la estrella de Belén? ¿Por qué no volvimos a la Luna? ¿Cuándo vamos a llegar a Marte? ¿Dónde caen las estrellas fugaces? ¿Cada luz que se mueve en el cielo es un ovni? ¿Si miro un eclipse me quedo ciego? Y la que no falta cada año: ¿se viene un meteorito para terminar con el mundo?
Todo empezó con un consejo que escuché en YouTube: “Para disfrutar de la astronomía no se necesita un telescopio”. El video seguía, a modo de tutorial para principiantes: “Hay que salir a la noche y ubicar las 20 estrellas más brillantes y las 10 constelaciones más llamativas”. Perfecto: yo no tenía telescopio (primer punto a favor) y estaba dispuesto a salir a mirar el cielo, aunque no supiera qué era una constelación o qué cinco planetas se pueden ver a simple vista en la noche. Ni siquiera sabía el nombre de una sola estrella. Así que cuando descubrí en Google que la más brillante de la noche se llamaba Sirio y pude verla hacia el este, sentí que el espíritu de Carl Sagan tomaba mi cuerpo.
SIRIO. Es muy probable que hayan visto cientos de veces esa estrella, incluso de día. En los partidos de fútbol, en los Juegos Olímpicos de Río 2016 o en las reuniones del Mercosur: Sirio es una de las 27 estrellas de la bandera de Brasil, y representa el estado de Mato Grosso. También brilló en las pantallas de Hollywood. Fue la estrella que guio a Pinocho en la película de Disney de 1940. En la serie V, Invasión Extraterrestre, nos invadían de un supuesto cuarto planeta que orbitaba alrededor de Sirio y, en The Truman Show, el foco que cae del cielo al iniciar la película tiene una cinta escrita y dice: “Sirio 9 Canis Majoris”. Allí, Truman Burbank (Jim Carrey) empieza a sospechar que el cielo quizás no es tan real.
A medida que leía libros y artículos en internet, sospechaba que había mucho más para aprender que el nombre de las estrellas. Entendí que las constelaciones son como los barrios de una ciudad. Primero fueron puntos de orientación en el cielo: la Cruz del Sur, el Can Menor, la Osa Mayor. Lo mismo sucedía en la ciudad de Buenos Aires con sitios de referencia como la zona de los Mataderos o las Barracas, era una forma muy práctica de saber aproximadamente dónde estaba un negocio o una casa. Luego se fueron definiendo hasta que ocuparon con exactitud toda la ciudad.
De igual forma, las constelaciones fueron ocupando todo el cielo. Son dibujos que se trazaban entre las estrellas más brillantes y marcaban zonas específicas. Con esas ubicaciones estelares se fue entendiendo cómo se movía la bóveda nocturna, se predecían las estaciones y se narraban historias mitológicas, se sabe de algunas de hace 6.000 años. También se utilizaban para la orientación: muchas veces, la decisión para encontrar el rumbo (o perderlo) era la diferencia entre vivir o morir.
Entendí que las constelaciones son como los barrios de una ciudad. Primero fueron puntos de orientación en el cielo.
Recién en 1930, la Unión Astronómica Internacional (UAI) definió las 88 constelaciones que hoy se conocen. Son igual de amorfas y caprichosas que los barrios. Así como Palermo (15,9 km2) es 13 veces más grande que San Telmo (1,2 km2), la constelación de Hydra es 19 veces más grande que la Cruz del Sur. Y sobre esta última fue que encontré las historias más curiosas.
CRUZ DEL SUR. Las constelaciones se trazan como objetos cotidianos. Las cuatro estrellas brillantes fueron para los europeos una cruz romana (con un brazo más largo que los otros tres). Pero para los maoríes de Nueva Zelanda, navegantes de la región polinesia, era un ancla. Los incas veían en las cuatro estrellas principales la representación de los cuatro sectores administrativos del Imperio incaico y, en la estrella central, su capital, Cusco. En Samoa, pescadores del océano Pacífico veían en la constelación a Sumu, el pez ballesta, debido a su forma romboidal. Y por acá, en el sur de Sudamérica, casi todos coincidían en ver la huella del choique, o ñandú patagónico, aunque los distintos grupos pintaron esa huella con diferencias sutiles.
Para los mapuches, las estrellas cercanas, Alfa Centauro y Hadar, eran las boleadoras que le arrojaban al ñandú; para los mocovíes (de Chaco y Santiago del Estero), los perros que lo perseguían. Aunque la versión más linda es la de los guaraníes. Según la mitología nacida en la selva subtropical, la Cruz del Sur es un ñandú que nos habría tragado hace tiempo, si no fuera porque Tupa, el amigo de los hombres, para evitarlo le indicó dónde hallar en la Vía Láctea un gran depósito de alimentos: la bolsa de carbón. Al principio, había tres depósitos. Uno de ellos ya se lo comió el avestruz. Cuando se haya devorado los dos restantes, la gigante ave estelar caerá sobre la humanidad y habrá llegado el fin del mundo.
El verano del 2019-2020 iba llegando a su fin y yo avanzaba con mis noches estelares. Había aprendido a esconderme de las luces artificiales y a buscar los mejores cielos. Tengo la suerte de vivir en una ciudad maravillosa, Lobos, a 100 kilómetros de CABA. Tenemos una laguna bastante grande y la Luna llena sale puntual cada 29 días sobre el espejo de agua. El cielo empezaba a contarme sus historias, hasta que el virus llegó para cambiarlo todo.
La noche pasó a ser un escenario prohibido y desde mi patio urbano ya no disfrutaba del brazo de la Vía Láctea. Pero había probado el néctar del espacio profundo y la reclusión obligatoria fue ideal para sumergirme en la teoría. Es impresionante todo lo que hay para leer en internet cuando uno tiene tiempo libre.
Para entender el nacimiento, la vida y la muerte de una estrella, hay que comprender el comportamiento de un átomo de hidrógeno y su fusión para transformarse en otro elemento: helio.
De la pantalla pasé a los libros y fui entendiendo cómo el tejido del universo conecta lo descomunalmente inmenso con lo increíblemente minúsculo. Que para entender el nacimiento, la vida y la muerte de una estrella, hay que comprender el comportamiento de un átomo de hidrógeno y su fusión para transformarse en otro elemento: helio. Que eso produce una energía que viaja a lo largo de 150 millones de kilómetros desde el Sol hasta nuestro planeta y alimenta toda una cascada energética que hace que pueda estar escribiendo esta nota y usted, estimado lector, leyendo.
Ahora, volviendo a los cielos, no es del todo cierto que no conociese absolutamente nada con anterioridad. Y no me refiero a que antes de esto de la astronomía hice un curso para pilotear aviones (también en Lobos y también lo conté en Brando), sino a que tenía un dato como única conexión con las estrellas, un dato que ni siquiera era particular, al contrario, es ese conocimiento que casi todo ser humano tiene al mirar el cielo, al menos una vez en su vida, y decir: “Mirá, ahí están las Tres Marías”.
TRES MARÍAS. Esa alineación de tres estrellas que aparentan estar a la misma distancia y casi en la misma línea posee nombre propio. Se llaman: Mintaka, Alnilam y Alnitak. Son parte de la constelación de Orión, una de las primeras que se aprende ya que es muy vistosa. Estas tres forman lo que se denomina: Cinturón de Orión.
El nombre de Tres Marías es bastante incierto. Quienes tengan más de 40 años quizás arriesguen una referencia a María Laura, María Emilia y María Eugenia, las Trillizas de Oro. Aunque algunos datos más creíbles hablan de referencias bíblicas: María, la madre de Jesús; María Magdalena, a la que Jesús salva de la lapidación, y María de Betania, la hermana de Lázaro, el resucitado. Pero la realidad es que no se sabe bien por qué, siendo tan famosas, no se conoce el origen certero de su nombre. Lo que sí es seguro es que, al menos desde Buenos Aires, cada tanto desaparecen.
El nombre de Tres Marías es bastante incierto. Y no se sabe bien por qué, siendo tan famosas, no se conoce el origen certero de su nombre.
Dependiendo de cada lugar del planeta, hay estrellas que se ven todo el año, como las que forman la Cruz del Sur; otras aparecen solo algunos meses, como las Tres Marías, y otras que, al menos desde Argentina, no se verán nunca, como la estrella Polar.
Luego de leer de forma casi compulsiva llegué a una conclusión: si quería divulgar, tenía que sistematizar el conocimiento. Y en esto la pandemia me ayudó: la Universidad de La Plata había implementado cursadas online, así que me anoté en la Facultad de Ciencias Astronómicas y Geofísicas. No veré muchas estrellas en los primeros años de cursada, más bien un montón de matemática, física y cuestiones de medición. Pero las estrellas tienen eso, que nos van guiando por caminos muchas veces desconocidos. La conexión no siempre es lineal. Una de ellas, por ejemplo, tiene una relación insospechada. Su nombre proviene, como las Tres Marías, del árabe y suena muy bonito: Hadar.
HADAR. Se ubica al lado de la Cruz del Sur: es fácil distinguirla al costado izquierdo de la cruz si la imaginamos a esta parada, con el brazo más largo hacia abajo. Se encuentra a unos 350 años luz de distancia, tanto como 3.311.000.000.000.000 de kilómetros. La luz que sale de Hadar viajó durante 350 años hasta llegar a la Tierra. Y en esto hay algo muy interesante.
Seguramente recuerdan a Isaac Newton como el tipo al que le cayó una manzana en la cabeza y con eso descubrió la ley de la gravedad. Lo cierto es que fue tal vez el mayor genio de la humanidad: nos explicó por qué gira la Luna alrededor de la Tierra, por qué gira la Tierra alrededor del Sol y por qué gira el Sol alrededor del centro de la Vía Láctea, nuestra galaxia. Isaac entendió, y nos hizo entender cómo y por qué se mueve el cosmos.
La luz que sale de Hadar viajó durante 350 años hasta llegar a la Tierra. Y en esto hay algo muy interesante: estamos viendo la estrella que fue hace tres siglos y medio.
Nació en Inglaterra en 1642, cuando en Argentina había solo tres ciudades: Buenos Aires, Córdoba y Santiago del Estero. Isaac tuvo una infancia muy fea, su padre murió antes de que él naciera. Cuando tenía 3 años, su madre, Hannah, se casó con una persona muy mayor que no quería un nene en la casa, entonces ella lo dejó con la abuela y se fue a vivir con su nuevo esposo. El resto de su adolescencia no fue mejor, por lo que Isaac era muy introvertido y de mal carácter. Pero en su mundo interior comprendió el universo.
Para eso necesitó crear una nueva rama de la matemática, el cálculo diferencial e integral, como andamiaje para la ley de gravitación universal. Así se puede predecir cómo entra la pelota de básquet en el aro, cómo despega un cohete rumbo a Marte o cómo chocará contra la Tierra el meteorito que extinga nuestra especie. ¿Y qué tiene que ver con Hadar?
Porque mientras Isaac resolvía estas cuestiones en su oficina en la Universidad de Cambridge, la luz que nos llega de Hadar partía de la estrella. La imagen que vemos ahora de Hadar salió de ella en torno de 1670 y viajó 350 años hasta pegarnos en las pupilas. Estamos viendo la estrella que fue hace tres siglos y medio.
A medida que el 2020 avanzaba y recuperábamos nuestras pequeñas libertades, empezamos a salir de noche. Al principio, casi como delincuentes, furtivos cazadores de fotones emitidos hace años en rincones lejanos. Luego con mayor confianza. Ya no era yo solo, había encontrado a otros interesados en convertir su año de la pandemia en su año de la astronomía. La primera, como tantas veces, fue mi novia, Soledad. El 2 de junio en casa habíamos pasado a ser tres, y a nuestra primera hija no le pudimos poner mejor nombre: María Luna.
En grupo, con algún telescopio, varios binoculares y muchas ganas de abrir los ojos, fuimos saliendo a reencontrarnos con esas estrellas y esos dibujos en el cielo que trazaron nuestros antepasados. En la antigüedad, al mirar al cielo por las noches, el ser humano imaginó todos esos puntos luminosos como fogatas muy lejanas. Hoy parece muy inocente, pero era lógico: una estrella no difiere mucho de cómo se ve un fuego a lo lejos, y las únicas luces de noche en ese entonces eran la Luna, las estrellas y las fogatas. La duda que ellos tenían era: ¿quiénes eran esas personas que las encendían en el cielo? Y después de todo: ¿qué son las estrellas?
Las estrellas son soles que se ven de lejos, de la misma forma que el Sol es una estrella que tenemos muy cerca. Si las estrellas fueran granos de azúcar, en esa misma escala habría que ubicarlas a 25 km unas de otras. El universo es un enorme vacío con granos de azúcar muy brillantes separados por la distancia que hay de Buenos Aires al Tigre. En el medio no hay nada, un abismo oscuro; mirar hacia arriba de noche es asomarse a ese abismo.
Las estrellas son soles que se ven de lejos, de la misma forma que el Sol es una estrella que tenemos muy cerca.
Sin embargo, a ese abismo nos lanzamos con entusiasmo. La humanidad tiene un hambre insaciable de llegar adonde nunca llegó. En la Tierra casi no quedan rincones vírgenes, pero si algo tiene el universo son lugares para explorar. Hoy, todos los cohetes apuntan al planeta rojo: Marte. Al principio de este año llegarán allí naves sauditas, chinas y norteamericanas. La primera se quedará orbitando, la segunda aterrizará y explorará con un rover (como un pequeño autito a control remoto) y la tercera también llevará un rover, pero le sumará un dron: será el primero que vuele en otro planeta.
¿Por qué ese interés en Marte? En parte para saber si hubo vida, si queda algo aún, quizás alguna pequeña bacteria, pero también para ver si podemos vivir algún día allá. Uno de los mayores impulsores de esta idea es Elon Musk, una de las tres personas más ricas del mundo. Su empresa SpaceX es pionera en el campo privado de viajes al espacio y su principal objetivo es llevar el primer humano al planeta rojo. Quiere ser parte del primer gran salto de la humanidad fuera del planeta, así lo sueña Elon: “Podríamos estar llegando en siete años”. Y con 49 años, ya tiene clara su jubilación: “A los 70 quiero radicarme en Marte y ser el primer humano en morir allá”.
De los siete planetas del sistema solar (además del nuestro), Marte sería el más fácil de habitar. Aun así es bastante difícil: no tiene oxígeno, la temperatura media es 45º bajo cero, no puede tener agua líquida (ya que su presión atmosférica es tan baja que se evaporaría), y carece de capa de ozono, por lo que la radiación ultravioleta del Sol destruiría nuestro ADN. En fin, la idea es irnos a vivir a Marte cuando terminemos de arruinar la Tierra.
Un eclipse total de Sol se produce, estadísticamente, cada 375 años en el mismo lugar. La ciencia les quitó la sombra de miedo a los eclipses, incluso se pronostica su aparición con siglos de anticipación y segundos de precisión.
Siguió avanzando 2020 y la luna y el Sol, indiferentes, se iban preparando para dejarnos atónitos. La Luna moviéndose a 3.600 km/h sobre nuestras cabezas y la Tierra viajando a 107.200 km/h alrededor del Sol corrían puntuales hacia el lunes 14 de diciembre: el año en que vivimos en pandemia tenía que tener, al menos, un gran final.
Un eclipse total de Sol se produce, estadísticamente, cada 375 años en el mismo lugar. Durante milenios este fenómeno era motivo de pavor, anticipaba grandes catástrofes, derrocamientos de reyes o el final de un imperio. Hoy, la ciencia les quitó la sombra de miedo a los eclipses, incluso se pronostica su aparición con siglos de anticipación y segundos de precisión.
Esto parece algo trivial, aunque quizás cuantificarlo ayude a entender el logro del cálculo humano. El Sol está a 150 millones de kilómetros de la Tierra, mientras que la Luna está a 380.000 de nosotros. Y las matemáticas calculan en qué segundo exacto la sombra de nuestro satélite va a tocar el suelo que pisamos. A eso habría que sumarle que esa sombra se va desplazando a 2.400 km/h, por lo que se puede viajar a mirar un eclipse, pero no se puede perseguir: una vez que pasó, o lo ves o no lo ves. Y ese era mi dilema, luego de manejar 1.000 kilómetros: si lo iba a poder ver.
Todo empezó unas semanas antes del día clave. La zona de totalidad cruzaría a lo ancho del norte de la Patagonia. Más allá de lo extraordinario del fenómeno, la idea de manejar 2.000 kilómetros ida y vuelta en dos días, a mitad de diciembre, cuando recién se estaba restableciendo la circulación para el turismo, era un poco complicada. María Luna tenía 6 meses, no se interesaba mucho por esta alineación astronómica y todavía era teta-dependiente, por lo que su mamá y ella no me acompañarían. Pero la fecha se acercaba y el entusiasmo iba in crescendo. Y un par de días antes de emprender el viaje, hubo una casualidad que me salvó.
De rebote, en un posteo de Facebook de un grupo de astronomía, conseguí una compañera de viaje. Se llama Mariana, tiene 41 años y es profesora de Matemáticas. Con ella llegamos a Viedma la noche previa y nos recibió con un cielo encapotado y anuncios de nubosidad completa para toda la zona al día siguiente. El gran día, el día del eclipse.
Después de un año estudiando astronomía, después de tanto viaje, ¿se iba a nublar?
Nos fuimos a dormir con incertidumbre y nos despertamos viendo los pronósticos posibles, buscando aquel que despejara las nubes. Me comuniqué con todos los contactos en la zona del eclipse, desde la costa atlántica, en playas como El Cóndor o La Lobería, pasando por Las Grutas, hasta los que estaban metidos dentro del continente, como en Valcheta. Todos mostraban cielos grises.
Faltaban cinco horas para el gran momento. A las 13.23 los astros darían su gran show y nosotros aún teníamos el telón tapado. Descartamos la posibilidad del interior de la provincia de Río Negro y nos jugamos a esperar cerca de la costa. Se hicieron las 10 de la mañana y no teníamos más tiempo, había que arriesgar un lugar para esperar. Era un penal y estábamos de arqueros: teníamos que elegir un palo.
Con el auto en marcha en la puerta del hotel, la discusión era esta: ella prefería ir al sur de Viedma, a El Cóndor o La Lobería; yo estaba seguro de que el mejor lugar era Las Grutas. Quedaban tres horas para la única posibilidad de ver un eclipse, había que acelerar.
El eclipse parcial es sutil, un cambio leve en el color de la atmósfera. El eclipse total es una locura, no hace falta ningún anteojo, a simple vista el cielo estalla.
En un rapto de debilidad, cedí. Una hora más tarde estábamos en la costa de La Lobería, ya solo quedaba esperar el momento. Las nubes empezaban a irse, el cielo jugaba a nuestro favor. El inicio del eclipse parcial ya es un gran anticipo: ver con los anteojos especiales cómo la Luna comienza a tapar el Sol transmite la sensación de que arriba de nosotros de pronto pasan cosas muy raras. Pero cuando llega el momento del eclipse total, sucede algo completamente distinto.
Doce meses antes no tenía ni idea de qué andaba haciendo nuestro único satélite natural, ni nuestra estrella madre. Ahora estaba en un parador perdido de la costa de Río Negro, con 20 metros de acantilado muriendo en las aguas del Atlántico de un lado y la inmensidad patagónica del otro, cuando, de repente, en un segundo, se hizo de noche.
La oscuridad inundó casi todo el cielo, excepto el horizonte, que permaneció iluminado. Los planetas del sistema solar se hicieron visibles: Mercurio, Venus, Júpiter y Saturno brillaban alineados. Y, en el centro de la bóveda celeste, la Luna, terriblemente oscura, parecía un profundo agujero. De los bordes salían disparados hacia afuera rayos muy blancos, y aumentaban la intensidad de ese disco sombrío.
El eclipse parcial es sutil, un cambio leve en el color de la atmósfera. El eclipse total es una locura, no hace falta ningún anteojo, a simple vista el cielo estalla. Todas las páginas que pueda llenar resultan cortas. Como cuando te tirás de un paracaídas, resulta imposible contarlo: o lo vivís o lo vivís.
¿Y qué hubiera pasado de haber ido a Las Grutas como yo quería? Allá se nubló. Todo un año de estudio y no pude ni predecir el mejor lugar para ver el eclipse.