Mientras las nuevas generaciones toman las calles por el cambio climático
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Cuando la alimentación, la educación y la salud se convierten en asuntos más o menos resueltos en nuestras vidas, nos permitimos pensar en el medioambiente. La lógica indica que el ciudadano que gana las calles para protestar por el cambio climático –o el consumidor consciente de su impacto frente a las góndolas– es un avistaje más frecuente en el Primer Mundo que en el Tercero. Pero también que, aun con el hambre, la pobreza y la pandemia, la evolución inmediata de la salud planetaria tiene consecuencias tangibles en la vida cotidiana. Aquí y allá, las empresas saben que sabemos y que se deben un examen de conciencia sobre sus prácticas. Lejos del fin del sistema, su objetivo sigue siendo la rentabilidad, pero la responsabilidad ambiental se volvió un activo que cotiza cada vez más alto.
Las grandes compañías recogen la demanda global de cuidar el medioambiente y empiezan a implementar –de a poco– procesos para reducir la huella ambiental que generan sus industrias.
“Por las crisis sanitaria y económica, el consumidor está exigido y exigente. Hoy, en la elección de las marcas, transita el territorio de lo posible por sobre el de lo deseable, y eso lo vuelve más racional”, dice el economista Fernando Moiguer, profesor de las maestrías de Marketing y Comunicación en la Universidad de Buenos Aires y en la de San Andrés. “Ese estado profundiza las demandas que tiene con respecto a la funcionalidad, pero también al impacto de la operación de las empresas sobre la comunidad y el medioambiente. No tiene margen para el desengaño; espera que las marcas entreguen lo que cuestan y cumplan lo que prometen”. La hipótesis es que, en este escenario, el cuidado de los recursos naturales ya no es una postura discursiva, sino una condición necesaria para su funcionamiento.
Nada mejor para eso que una revisión de la huella ambiental: las consecuencias que una actividad deja en el ambiente, el rastro de contaminación del proceso productivo. Para ser tomadas en serio en este rubro, las compañías deberían dar respuestas mensurables, como cuántos recursos usan y cuántos desechos generan, con indicadores sobre la toxicidad de los productos, las partículas que afectan al sistema respiratorio o la acidificación del suelo y del agua.
Haciendo buena letra
A nivel global, las responsabilidades son compartidas, pero desiguales. La producción de comida genera una cuarta parte de las emisiones de gases de efecto invernadero. Consciente del daño, el sector empieza a tomar medidas, como el reemplazo de botellas de plástico por las de vidrio y otros materiales biodegradables. La huella de carbono de la industria textil –acostumbrada al uso y abuso del agua y múltiples materiales– va del 4 al 10%; también está en la senda de la reutilización y el reciclaje. Cada vez más empresas recogen la ropa usada para fabricar nuevas. Algunas, como Patagonia, dieron un paso adicional. En el marco de su campaña Worn Wear (“Usá lo usado”), los que tienen algo de la marca que ya no usan pueden repararlo ahí mismo o cambiarlo por lo que dejó otra persona.
La huella de carbono de la industria textil –acostumbrada al uso y abuso del agua– va del 4 al 10%; también está en la senda de la reutilización y el reciclaje.
Poco a poco se multiplican los ejemplos de empresas transnacionales que registran su huella y hacen algo al respecto. Banco Santander monitorea el gasto energético con detectores de presencia. El 100% de la energía en las instalaciones de Apple viene de fuentes renovables. McDonald’s prevé abastecer su red logística con biogás licuado y comprimido, en reemplazo del natural. L’Oréal promete que todos sus sitios de trabajo tendrán energía renovable en 2025 y que su huella de carbono por producto terminado bajará a la mitad en 2030. También avanza en un mecanismo de etiquetado al estilo de los electrodomésticos, que medirán su impacto ambiental con calificaciones de la A a la E y con una evaluación –más verde o más rojo– sobre factores ambientales, como la producción, los ingredientes, el transporte, el uso de agua, los residuos plásticos y la reciclabilidad. El foco último, aseguran, está en la conservación de la biodiversidad, la gestión sustentable del agua y el uso circular de los recursos.
La coyuntura local presenta oportunidades y limitaciones para alcanzar los objetivos que se plantea el gigante cosmético. Desde 2019, la energía eólica abastece las oficinas y el centro de distribución de Tigre, que además es “100% sustentable gracias al uso eficiente de aguas livianas, la reutilización de agua de lluvia que ahorra un 60% de agua potable, los sensores de dióxido de carbono, temperatura y humedad, y la recuperación, reciclaje o compostaje de los residuos”, precisa Mariana Petrina, jefa de Comunicaciones de la oficina nacional. La baja en las emisiones de los fletes asoma como un desafío más complejo. Aunque planean reducirlas en un 29% para 2023, por ahora solo lograron sumar un camión eléctrico de la flota de Andreani. “El problema es que no hay otros disponibles para el volumen que transportamos”, explica. Por ahora, esa unidad solo se usa para distribuir los productos en los salones de belleza.
Claroscuros del greenwashing
Desde su Compañía de Negocios, Moiguer está a cargo de la estrategia de comunicación de Bioceres, la empresa de biotecnología que el año pasado fue noticia por haber logrado la aprobación del primer trigo transgénico de Argentina, que –según un nuevo anuncio del mes pasado– también se incorporará a la harina de los productos de Havanna. “Transgénico” no es el mejor término para meterse en el corazón de los consumidores ni para trabajar en comunicación corporativa, y el economista lo sabe. La información, las ideas y el imaginario sobre el terreno donde opera la compañía “no necesariamente son lo que deseamos, pero es con lo que debemos dialogar”, reconoce.
Al tanto de “los mitos y el “desconocimiento” que llenan la conversación sobre la tecnología aplicada al agro, Moiguer plantea que “es necesario ordenar el campo de la opinión pública y dar información de calidad para que los consumidores tengan herramientas válidas a la hora de tomar decisiones”. Para eso propone a las empresas del rubro diseñar una comunicación coherente, que evite hablar “como si no existiera un imaginario de su participación pasada o presente en la transformación del medioambiente” y que deje de confiar en una ingenuidad del consumidor que ya no existe. “Lejos de tener consecuencias reparadoras, es contraproducente”, avisa.
Apuradas por los usuarios, las marcas que no se adapten serán víctimas de un fenómeno aterrador para su imagen: la percepción de que, en lugar de un aporte real, sus iniciativas ambientales se reducen al greenwashing. El “lavado de cara verde” es una estrategia de marketing para mostrar compromiso, sin un correlato real en la cadena productiva. Apenas una ficción corporativa para atraer a clientes conscientes como salvoconducto en el mantenimiento de sus ganancias.
La industria textil es un buen ejemplo. Tenemos que ser precavidos ante las remeras “amigables con el medioambiente”, la ropa “que lucha contra el cambio climático”, las zapatillas “circulares” y los pantalones cuyos fabricantes aseguran haber ahorrado millones de litros de agua, advierte la periodista especializada Elizabeth Cline. “La mayor parte del impacto ambiental de la industria sucede durante la manufactura y la producción de materias primas”, recuerda. La verdad incómoda es que, en esa primera etapa, casi nadie puede –o quiere– mapear las condiciones en que se generan sus insumos. Si realmente buscan hacer las cosas bien, las empresas deberán esforzarse por investigar en profundidad sus operaciones en todo el mundo, abrir los datos al público y divulgar la huella ambiental completa. Será un paso decisivo para conciliar, de una vez por todas, rentabilidad y responsabilidad.