Se expande hacia los barrios porteños e incursiona en rellenos aptos para veganos
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¿A quién se le ocurre rellenar un churro con pasta de garbanzos? ¿Y con leberwurst? ¿O con dulce de almendras? Sí, al mismo que se le ocurrió alguna vez hacer un churro verde flúo. Juan Navarro (43), hijo menor de uno de los fundadores de Churros El Topo, se estaba ganando el derecho de piso atendiendo el mostrador en la madrugada de la temporada gesellina y se hartó de quedar tecleando cada vez que los que llegaban pasados de gira, después del boliche, le pedían churros verdes –aludiendo a la marihuana–. “¿Vos, querés un churro verde? ¡Tengo!”, imaginó la respuesta varias veces y se puso a pensar cómo fabricarlo, hasta que la receta estuvo lista –un relleno de limón y una crema mentolada de color chilloso como baño final– y elaboró tres docenas cantando “Menta y limón” (de ahí les puso el nombre Roque Narvaja). Se dio el gusto. Pero solo él, porque de ese stock no vendió ni uno solo. Sin embargo, algo de esa agilidad le quedó para cuando fue necesario innovar y pudo mejorar su puntería al escuchar qué estaban pidiendo, a través de los tuits, los clientes. Así que en plena pandemia desafió la tradición familiar y se puso a hacer variedades que parecían insólitas, propuestas veganas y gourmet. Entonces sí: fue el exitazo que lo propulsó a crecer un 200% en ventas en 2020.
En Gesell venden 10.000 churros por día en temporada.
Pero esto de zafar del relleno de dulce de leche o pastelera, en realidad, ya era una seña de identidad de origen. Desde hace medio siglo que los churros de roquefort son un clásico de la marca. Un sabor que ya es una variante de culto. No hubo mucha elucubración al respecto: si la masa per se era salada, ¿por qué no ponerle un relleno salado? Lo mejor era el queso y el que más iba a durar era el roquefort. Así de sencillo. La osadía también es fundacional, quedó claro cuando los veinteañeros socios emprendedores decidieron poner el cartel del local patas para arriba. Encontrarle la vuelta, de eso se trataba.
En su juventud, Hugo Navarro (80) y Juan Carlos “Cacho” Elía (82) trabajaban como cadetes en moto. Llevaban, a toda velocidad, los rollos de películas de una sala de cine a otra; era la época en que se usaba una misma copia para varias funciones y había que hacer en simultáneo los envíos para ensamblar las partes durante la proyección. Ambos tuvieron accidentes de tránsito con poca diferencia de tiempo, decidieron dedicarse a otra cosa y compartieron ciertas desventuras de buscavidas. En una de esas changas, Cacho fue repartidor de churros y, como conocía el circuito, cuando planearon poner un negocio juntos, propuso ir por el rubro. Alquilaron un pequeño local en la planta baja de un edificio en Belgrano y se mandaron sin pensar cómo ventilarían el ambiente en donde iban a freír el día entero. Llenaron todo de humo y el consorcio rápidamente los puso de patitas en la calle. Se fueron a Paternal, pero no funcionó. Sin mucho que perder, cuando un amigo en común, mochilero, les habló del paraíso hippie que era Villa Gesell, hacia allí marcharon entusiasmados. Alquilaron el último local del centro, en la avenida 3 entre 109 y 110. Para hacer el cartel, contrataron a El Principito, el letrista del lugar y el responsable de bautizar a todos los negocios con nombres de personajes infantiles. Él sugirió que la churrería se llamara El Topo (sin Gigio por cuestión de derechos) y le hicieron caso. Era 1968.
Al año siguiente abrieron también en Necochea. Se repartieron las administraciones y continuaron caminos con cierta independencia, pero asociados bajo el mismo paraguas. Hugo tuvo tres hijos –Hugo (53), Karina (51), Juan (43)– y Cacho dos –Carla (55), Jessica (52)–. Consolidaron su parentesco sin lazo de sangre en una empresa familiar a la que se fue sumando la segunda generación, todos en un radio cercano. Hugo hijo con su local en Mar Azul, Carla en Bahía Blanca y Monte Hermoso, Jessica en Necochea y Karina en Pinamar, Cariló y Valeria del Mar.
Sin embargo, el más chico sentía ansias de expansión hacia otras latitudes. Juan quería plantar bandera en la Capital Federal.
5000 kilos de dulce de leche usan al mes.
Que no tiene sentido, que el churro era un producto veraniego, que los porteños no comprarían demasiado, que los alquileres serían insalvables, que solo iba a vender seis meses al año. Todas las razones le parecían arbitrarias, así que fue desafiado a trabajar intensamente dos años seguidos en Villa Gesell para recibir la gracia de intentar su plan.
Después de las madrugadas cerca del mar y de los churros verdes y de hacer varios cursos de negocios –mientras estudiaba la carrera de Historia–, Juan abrió su primer local en Palermo en 2009. Contra todos los pronósticos, no fue un desastre. Durante cinco años, un espacio de 33 metros cuadrados, en la esquina de Serrano y Niceto Vega se convirtió en parada obligada de la noche citadina y también de las tardes de mate, tanto en verano como en invierno. Se rompió el molde de la estacionalidad.
12 locales tienen en todo el país.
Después vinieron Villa Urquiza, Belgrano y Tribunales. En 2020, Plaza Irlanda y en unos meses inaugurará en Villa Pueyrredón y La Plata.
El Topo no otorga franquicias. Siempre fue un negocio “atendido por sus dueños”, las familias fundadoras. Y atendida por su dueño es hoy también la comunicación que manejan. No tienen agencia de prensa, representantes ni community manager. La fluida (y picante) conversación que El Topo tiene en redes sociales con sus clientes (o “sapiens” como los llaman) es ciento por ciento manejada por Juan.
“A mí me gusta la palabra. El año pasado a partir de un tuit medio agresivo de un standupero sobre nuestros churros de roquefort [Juan se refiere a @lucaslauriente] me mandé y contesté de frente. Bueno, tuvo 126.000 likes, le dio mucha visibilidad a nuestros churros de roquefort y hasta llegó a España la discusión de si daba o no ponerles este queso. Salí a replicar con la misma ironía, espontáneamente y fue marcando una manera de relacionarme con una comunidad que ahora en Twitter tiene casi 60.000 seguidores”, cuenta.
“Nuestros viejos nos regalaron un producto terminado impecable. Con mis hermanos y sobrinos le agregamos sabores, variantes, culturas y redes sociales. Tenemos un vínculo muy cercano con nuestra comunidad”, explica.
Así les llegó el pedido de churros veganos. “Como no usamos grasa ni leche en la masa, vimos la oportunidad de que los rellenos también sean veganos”. Agregaron opciones con hummus, dulce de almendra, membrillo y batata. El menú se volvió más inclusivo.
200% crecieron las ventas en CABA en 2020.
Antes, se habían colado los rellenos golosineros. Pero por más que haya hasta churros de palta y de cheddar, de Nutella y de Oreo -¡hasta de atún! en edición limitada de vigilia que hicieron en la última Semana Santa-, el 95% de los que se venden están rellenos con el clásico dulce de leche.
Todos los locales del país venden churros, bolitas y chipá. Esa es la regla. En la crisis del 2001 tuvieron que agregar medialunas para subsistir y después cada uno fue desarrollando en su negocio todas las particularidades que quiso. Son una empresa familiar con un pilar en común y cada miembro se desarrolla a su manera. Así, por ejemplo, algunos ofrecen otro tipo de facturas, como berlinesas o tortitas negras y otros sirven panchos. En el próximo local que va a abrir Juan habrá también cervecería y servirán chocolate caliente. Sin mandatos a la hora de ensayar rellenos de los más variados para sus churros, El Topo tampoco se achica a la hora de elegir cómo acompañarlo. La imaginación es el límite.