En 1942, Germán Frers padre rediseñó un velero de madera como si fuera una obra de arte, pero en una regata naufragó. Ochenta años después, el hijo lo reconstruyó y su nieta registró el proceso en un libro de fotos.
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Tuvieron que pasar una guerra mundial y una pandemia para que El Recluta hoy pudiera estar navegando los mares. Tuvieron que pasar tres generaciones de un apellido que es sinónimo de náutica en Argentina, y en el mundo entero, para que este velero clásico volviera a la vida. Este proyecto era una herida abierta en la familia, un sueño pendiente y, a la vez, tenía una potencia tal que, al final, su construcción fue inevitable: 67 pies en pura madera, una pieza de arte que diseñó el gran Germán Frers en 1942, que reconstruyó su célebre hijo 80 años después siguiendo los planos originales, y que retrató su nieta, Zelmira, en un libro de fotografía. Una obra de amor, en tres actos.
Primer acto: un barco hundido
Zelmira está vestida con una camisa blanca, lleva el pelo recogido y lentes de armazón grueso. Es difícil ver más que eso en una primera impresión por la pantalla de Zoom. Pero esta vez la tecnología nos es especialmente útil: podemos entrevistarla desde el velero en el que viajamos hace tres años por la costa de Brasil, no importa la distancia ni importa el covid. Germán se suma unos minutos después desde su estudio, un poco recostado hacia atrás, con una pintura y una maqueta de fondo, ambas de barcos, claro. La pantalla queda dividida en tres partes y comienza una conversación que nos interesa a todos: el arte y la ciencia de viajar con el viento. Arriba a la izquierda, el hijo como restaurador, que heredó el nombre, el apellido, el oficio y el porte; en la otra esquina, la nieta como testigo de la historia, la mirada adentro-afuera propia de una fotógrafa comprometida, pero con ciertas reservas; y nosotros abajo, apretados en la cámara selfie del celular, que tantas veces escuchamos “Frers” desde que empezamos a navegar y a lo largo de nuestro viaje.
La pantalla está dividida en tres, pero todos sentimos una cuarta presencia, la de Germán padre, el iniciador de una estirpe, la cabeza de una familia de diseñadores navales. Que voló en el Graf Zeppelin y montó un astillero con su primo Ernesto Guevara Lynch, el padre del Che. Que impulsó el yachting a vela en Argentina y se destacó como un gran proyectista y regatista en la década del 30. Y que, sobre todo, le abrió el camino a su hijo, quien marcaría infinidad de hitos en el agua.
Hoy, Vito Dumas (Argentina, 1900-1965) y Germán Frers (Argentina, 1941) son dos de los personajes más famosos en la historia de la náutica internacional. Vito, el navegante que dio la vuelta al mundo en solitario por una ruta que era considerada imposible en su época, con la misión de dar un mensaje de paz a los jóvenes ante la Segunda Guerra Mundial; Germán, el arquitecto naval que diseñó el Grumete, que creó, corrió y ganó todo tipo de regatas con sus diseños –porque hasta formaba parte de las tripulaciones–, que inventó la industria de los barcos de placer.
"Esta idea de volver a construir El Recluta surgió por una preocupación, la falta de trabajo de los carpinteros. "
Germán Frers
Si acaso es posible una comparación, son el Messi y el Maradona de la vela. Ellos pusieron a nuestro país en el planisferio de los barcos y brillaron en su época de esplendor, cuando el mundo se movía a vela y Argentina competía cabeza a cabeza con los más poderosos en cuanto a los dibujos, a los astilleros y a la calidad constructiva. “Yo llevo mi apellido con mucho orgullo, creo que lo llevé por buen camino. Mi bisabuelo llegó a la Argentina navegando después de tres meses, esta familia les debe todo a los barcos”, contesta Germán muy seguro de sí, como si fuera una obviedad. Zelmira, ante la misma pregunta, apoya la cabeza sobre el puño y dice: “Depende de la época, muchas veces fue difícil llevar el apellido Frers. Con mi hermana, por ejemplo, hicimos el curso de timonel, rendimos el examen y nunca más navegamos. Para papá siempre fue más natural”.
La historia de El Recluta es un drama con tres finales. Fue diseñado originalmente por el astillero Camper & Nicholsons en 1901 en Inglaterra, pero en los 40 llega a Buenos Aires y Germán Frers (padre) actualiza la arboladura y cambia el aparejo. En 1942 se bota en el Río de la Plata, y ese mismo verano naufraga: estaba corriendo una regata de Buenos Aires a Mar del Plata, una competencia muy extrema, en la que acercarse a tierra lo más posible podía garantizar una medalla. Solo que tierra, en náutica, es sinónimo de peligro. Es un dicho y una realidad que los barcos se pierden en tierra. Era una noche de tormenta y la tripulación decidió estirar el borde hacia la costa a la altura del cabo San Antonio. Tocaron fondo, viraron rápidamente para salir de ahí, pero una persona se cayó al agua en la maniobra. Tuvieron que volver para rescatarla, pero, ahí sí, el barco ya no pudo salir de la trampa. La madera del casco empezó a ceder, se abrieron vías de agua y hubo que abandonarlo. Este fue el primer final de El Recluta, una figura majestuosa que por muchos años se convirtió en una atracción triste en la Bahía de Samborombón.
El dueño y capitán de El Recluta en aquella regata, Charly Badaracco, recuperó algunas piezas y le pidió a Frers que lo rediseñara y reconstruyera: iba a ser el barco a vela más grande construido en América del Sur. Pero para cuando los planos estuvieron listos ya había arrancado la Segunda Guerra Mundial y había falta de materiales como, por ejemplo, el plomo que se usa para hacer los quillotes, el cobre y el bronce de los tambuchos, vigías, faroles e instrumentos. El Recluta volvió a encallar. Habría que esperar un tercer final para que fuera feliz.
Segundo acto: una revelación
Las respuestas son demasiado cortas, Germán (hijo) es un hombre ocupado, pero accedió a la entrevista por su hija Zelmira, arquitecta, directora creativa y fotógrafa, que acaba de publicar A través de El Recluta. Ella habla un poco más, pero siempre le ofrece responder primero al papá. El tiempo se acaba y desde ahí abajo, en la pantalla del celular, nosotros, los entrevistadores, les damos las gracias, porque su historia familiar de amor y dedicación por los barcos nos interpela, porque nosotros no heredamos la náutica, pero la descubrimos por personas como Germán Frers, que llevó los veleros argentinos a boca de todo el mundo. Recién entonces, Germán empieza a contar un poco más: “Hice 700, 800 proyectos, construí alrededor de 10.000 veleros, y cada uno tiene su historia. Esta idea de volver a construir El Recluta surgió por una preocupación, la falta de trabajo de los carpinteros. Entonces pensé en un barco más, el más grande que pudiéramos hacer, y encontré estos planos”. Para Germán es importante tener proyectos, dice que los proyectos ayudan a vivir, especialmente a su edad.
Germán hijo hizo su primer diseño a los 16 años guiado por su padre. Fue el Mirage, un velero de regata de 10 metros y el primero en fibra de vidrio de la Argentina. En 1965, lo convocaron para unirse a la legendaria firma Sparkman & Stephens en Nueva York, que lideraba el campo de la innovación en el diseño de yates en todo el mundo. Regresó cinco años después a la Argentina y, desde el estudio de su padre, se convirtió en la gran estrella del diseño de barcos. Hoy tiene estudios en Buenos Aires y en Milán, producen hasta 20 proyectos por año, y entre sus clientes se encuentran la familia real de España, Gianni Agnelli y grandes líneas de barcos como Nautor’s Swan, Hallberg-Rassy, Sirena Marine, Queen Long Hylas Yachts.
Pero con El Recluta todo fue diferente: ni este currículum abultado alcanzó para sortear la pandemia. Cuenta que desde que se cortó la primera madera hasta que el barco pudo soltar amarras pasaron tres años. En el medio estuvo parado muchos meses por el aislamiento. “No, no trabajé con las manos en la construcción –se ríe, y tras una pequeña pausa, recuerda–, salvo por una vez que Tito, el carpintero, que tiene 82 años, estuvo enfermo y yo estaba tan ansioso por terminar que me puse a cepillar el pie de mesana”.
Zelmira toma la palabra, algo de lo que cuenta Germán habla de ella: “Para mí fue una revelación que papá quisiera recuperar aquel proyecto, darles trabajo a todas esas personas, terminar con algo que había empezado mi abuelo. Me conmovió desde el principio. Entonces quise formar parte, y acompañé todo el proceso, retratando cada etapa”. Germán está convencido de que eligió construir El Recluta porque quería un barco más grande, un proyecto para vivir y nada más; para Zelmira, en cambio, se trata de “un gran acto de amor”, y tal vez por eso decidió entrar, volver a la náutica desde su enfoque, no como navegante, sino como artista, pero cerca de su papá.
Sin darse cuenta, Germán usa la misma expresión que su hija: “Para mí fue revelador que Zelmira hiciera este libro”. Está sorprendido por el interés y la dedicación que ella puso en este barco de apellido Frers. Es consciente de que a través de las fotos se recuperan el trabajo y la tradición de los barcos de madera, que son cada vez menos, porque ya no hay carpinteros como los de antes, porque es un arte demasiado caro, demasiado difícil y, sobre todo, demasiado demorado para los tiempos que corren. Por Instagram, quienes siguen nuestro viaje a bordo de El Barco Amarillo nos pidieron que le preguntáramos a Germán qué prefiere, si tiene que elegir entre un barco de fibra o de madera: “Cualquiera de los dos materiales es válido; entiendo la practicidad de la fibra, es muy simple y resistente, pero yo me siento mucho más a gusto en un barco de madera”.
Tercer acto: la máquina del tiempo
Muchas veces se piensa la náutica en términos de regata, como si los veleros solo sirvieran para correr carreras. Pero la náutica también es una forma de vida, y si bien los Frers nunca vivieron en barco, uno de los recuerdos más felices de Zelmira es a bordo del Heroína, en el Mediterráneo, de vacaciones con sus papás y hermanos: “Me acuerdo de una sensación muy linda, de estar flotando, esa tranquilidad y esa intimidad que crea la cabina de un velero, el espacio reducido. Y lo lindo que era bajar a tierra también, esa dualidad entre estar en el mar y estar en la tierra”. Zelmira recupera aquella calma y la plasma en las páginas de su libro, un objeto romántico, tal vez demodé, como los barcos clásicos, como los viajes a vela. Los libros y los barcos tienen mucho que ver, empezando por el olor a madera. Germán aprovecha una pausa para preguntarnos dónde estamos, en qué lugar de Brasil. Y lo invitamos a unas vacaciones flotantes en Ilha Grande, a vivir a bordo como nosotros: “Sí, claro, lo he soñado, pero el día a día exige presencia. Tal vez me aparezca por allá este verano, la primera vez que estuve en la isla tenía 14 años”.
Durante tres años Zelmira documentó cada etapa de la construcción de El Recluta hasta su botada, y pudo descubrir a su abuelo a lo largo del proceso: “Leí cada anécdota que escribió sobre sus barcos. Descubrí a un hombre aventurero, curioso, con gran sentido del humor, sabía tomarse la vida como viene. Supo aprender en altamar: aceptar que se está a merced de la naturaleza y que hay que saber adaptarse. Para él, el tiempo no era limitante, sino una forma de libertad. Tenía un particular ritmo para hacer las cosas, no domaba el tiempo, pero bailaba con él”. Zelmira reconoce su linaje y su libro es una clara declaración de pertenencia. “Este trabajo me permitió revisar el concepto del tiempo, los ritmos de la vida, aquello que trasciende y se transmite de generación en generación”.
El Recluta tocó el agua por primera vez en Buenos Aires, y fue bautizado por la sobrina de Zelmira, nieta de Germán. Hoy está en arreglos en un astillero en Italia, pero pronto navegará en regatas y en familia: “Papá cambia de idea todo el tiempo, a veces piensa en venderlo, a veces quiere navegarlo. A él le gusta estar permanentemente en proyectos, así que tal vez el próximo sea restaurar otro barco. Pero, en principio, queremos disfrutarlo un poco más”.