Se inspira en un caso real y acude a la voz de un niño para narrar las heridas de la sociedad
- 3 minutos de lectura'
Nada más efectivo que contar la locura del mundo desde la voz de un niño. Con unos lúcidos 11 años, el narrador elegido por María José Ferrada (Chile, 1977) presentará los acontecimientos, por demás inusuales, que conforman la trama de El hombre del cartel, segunda novela de la escritora, publicada por el sello Alquimia Editorial. Inspirada en un caso real, la historia se desgranará bajo el pulso de una infancia que se acaba, en la que conviven una idea poco definida de las consecuencias de ciertos actos con el despertar de una conciencia brutal sobre el modo automático en el que viven los adultos.
Miguel es el niño. Ramón, la pareja de su tía Paulina. La mamá de Miguel, que cada tanto sufre ataques que implican llanto, acusaciones y frascos o platos estrellados contra puertas y paredes, es la hermana mayor de Paulina. Paulina trabaja en un supermercado acomodando productos, con los que hace florecer escalas cromáticas, asociaciones artísticas. Miguel la visita y, a causa de su dulzura reparatoria, todos creen que es su verdadera madre. Ambos también visitan a Ramón, que consiguió un trabajo nuevo: ¿más o menos precarizado? Difícil de juzgar. Ramón es el hombre del cartel: “¿Contrato? No le harían contrato, pero daría boletas. Daba igual, porque en la fábrica de PVC –como en todas las fábricas donde el dueño era también el encargado de supervisar el cumplimiento de los derechos laborales y el pago de los sueldos– tenía un contrato en el que solo aparecía la mitad del dinero que recibía. Lo demás: horas y «platita extra»”.
Ser el cuidador de un aviso publicitario de Coca-Cola al borde de una carretera y erigir en su estructura una vivienda precaria son los elementos que la autora chilena tomó de una nota periodística de 2008 para elaborar esta ficción en la que no hay ni una pizca de exageración. Muy por el contrario, la simpleza que habita la narración del niño hace aún más aguda la mirada crítica, no solo de los problemas económicos de la periferia chilena –eso que ocultan las luces de los carteles que venden felicidad–, sino también de la precarización de los afectos colectivos, del resentimiento antes que de la solidaridad triunfando en el espíritu de un pueblo: “La guerra no quedó escrita en ningún libro, pero quienes participamos en ella aún recordamos que comenzó con alguien que tenía la razón y siguió con palabras que iban y venían”.
Ramón en el cartel recuerda un poco a Bartleby, el escribiente de Melville, abdicando de una rutina impuesta que, en el caso de la novela de Ferrada, provoca una sublevación, pero en un sentido catártico, que no busca revolucionar sino conservar. El ascenso y descenso de este personaje, el cartel de una empresa transnacional que oculta los cerros, algún que otro fantasma desoído y la posibilidad ensoñadora de un resto de infancia de Miguel harán de esta novela una gran parábola que ilustra mejor que un postulado de geopolítica el momento actual de nuestra región, sus heridas más domésticas: “Pero lo importante no es el número exacto de ventanas, sino la hora en que los vecinos –hombres, mujeres y niños– miran a través de ellas, por una especie de nostalgia, a punto de ser olvidada, por la visión del sol entre los cerros que hace años quedó oculta tras los carteles. O tal vez, pensándolo bien, el gesto de mirar el horizonte solo sea la señal que anuncia que por fin termina otro «día maldito»”.