La princesa selló el mito eterno con el beso a una taza que se guarda como reliquia
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La princesa de Gales, duquesa de Cornualles, condesa de Chester, baronesa de Renfrew y señora de las islas posó sus labios en los bordes de esta taza. La tengo frente a mí (la taza, no la princesa: sería un milagro) y la posibilidad concreta de que algo de la baba real perdure en la porcelana emociona a la turista que lleva como único ajuar un ejemplar de la revista ¡Hola!: “De allí bebió Lady Di”, se emociona. La taza, ornamentada con un ribete rococó, se exhibe en el estante de un vajillero vidriado y la pequeña multitud se congrega frente a ella: taimado el vidrio sobre el que rebota el flash de la fotito, despierta el fervor patagónico de una Mona Lisa de museo. Y, si fuera necesario reforzar la verosimilitud (cualquier objeto histórico exige que, además de serlo, parezca), en la taza sobreviven unos mililitros del té que bebió la princesa, un misterio como la sangre de san Genaro: ¿cómo no se evaporó?
En la taza, sobreviven unos mililitros del té que bebió la princesa.
Consagrada a celebrar todas las formas de lo galés, la confitería Ty Te Caerdydd recibe al visitante con una placa donde la fecha, 25 de noviembre de 1995, se esculpe en mármol: es el día que Lady Di estuvo de paseo por Gaiman, un pequeño pueblo chubutense, y aceptó el convite de una tacita de té (el folclore local recuerda que torta no quiso). Por pequeña en su vida, aunque gigante para el pueblo, la visita no merecerá un episodio en la serie The Crown: en su excursión patagónica, ya separada de Carlos y dos años antes del final, Diana avistó las ballenas de Puerto Madryn, cantó un carnavalito de la escuela de música, recibió un ramo de rosas y no permitió que la ceremonia del five o’clock tea la encontrara lejos de una casa de té: con pompa y circunstancia, probó algo de la infusión. El testimonio está en la taza. Y si una de las noticias tristes de la pandemia es que Ty Te Caerdydd cerró sus puertas sin avisos de reapertura, para el turista queda el souvenir de la postal bucólica: Miguel Ángel, el anfitrión, pasea a cualquier interesado por las tres hectáreas de un parque tan fragante como el de Kensington, repleto de rosales, arroyitos y árboles que desmienten la estampita de la Patagonia más rocosa y árida. A unos dos kilómetros de la plaza principal del pueblo fundado por galeses, el casco de estancia de Ty Te Caerdydd ya sugiere abolengo real y uno piensa que, si el viejo mito del rey de la Patagonia algún día fuera a cumplirse, aquí debería establecer su palacio oficial.
Aunque, como todo cafetero, soy reacio al té, compro una funda de lana para abrigar la tetera. A mí, fundamentalmente plebeyo, no me impresionan los rituales de la realeza. Pero los vecinos más añosos todavía atesoran el recuerdo de un gesto y tratan de leer en la borra de esa taza alguna explicación a la muerte de la princesa que quería vivir.